Cada vez que menciono, siquiera de
pasada, mi opinión acerca del lugar de la religión en el sistema
educativo, me saltan al cuello los defensores del laicismo en la
escuela. Ya es hora de hacer un análisis desapasionado de sus
argumentos, y de exponer, de paso, los míos. A ver si logramos sacar
algo en claro.
El argumento principal de los laicistas
opuestos a la religión en la escuela tiene que ver con una
determinada interpretación de lo que es la laicidad y la
distinción entre lo público y lo privado. Bien. Simplificando
mucho, partamos de que el laicismo, en un sentido muy básico, no
designa más que la exigencia de separación de los poderes de la
Iglesia y el Estado. El desacuerdo está en cuál sea el alcance,
las consecuencias y el significado de esa separación. Así,
mientras que algunos piensan que la separación solo se refiere al
ámbito político, y la entienden como la no injerencia de la Iglesia
en decisiones políticas, otros piensan que la separación incumbe a
todos los aspectos de lo público (desde la educación al calendario
festivo), al menos los más formales, y que debe entenderse
como ausencia absoluta de relación entre este ámbito público y el
ámbito religioso, que quedaría estrictamente relegado a la esfera
de lo privado.
Comencemos por decir que la distinción
público-privado es una abstracción que dista mucho de estar clara.
¿Qué es, por ejemplo, lo “público”? Desde una lógica
democrática, lo que es público (el interés común) ha de expresar
la suma, compleja, de los intereses privados y de los principios
acordados entre todos. En este sentido, si gran parte de la gente de
un determinado país (por ejemplo, el nuestro) se siente identificada
con ciertas creencias religiosas, sería una muestra inaceptable de
totalitarismo que el Estado negara a estas creencias su carácter
público – obligando a retirar, por ejemplo, símbolos cristianos
de las calles, o prohibiendo las celebraciones religiosas (y todas –
la navidad, los carnavales, las fiestas del solsticio – lo son o
fueron en su origen), como he oído pedir a algunos laicistas.
El mismo problema de distinguir entre
lo público y lo privado afecta a la educación. ¿Quién ha de
decidir lo que es de interés público en la educación? ¿El propio
público? ¿O un comité de paternales y presuntos sabios elegidos
por quién? Si no queremos incurrir en actitudes totalitarias o
religiosas (ese comité de sabios iluminados se parecería mucho a
una congregación eclesiástica), tenemos que admitir que son los
ciudadanos los que deben orientar la decisión acerca de lo que sea y
no sea de interés público. Y lo cierto – insisto – es que una
notable proporción de los ciudadanos de este país (nos guste o no)
comparten unas determinadas creencias religiosas que quieren,
legítimamente, trasvasar a sus hijos –junto a muchas otras cosas –
a través del sistema educativo. ¿Qué se puede objetar a esto?
Otro argumento muy recurrido es el del
carácter ideológico y doctrinario de la materia de religión. Pero,
vamos a ver: ¿qué no es un contenido ideológico o doctrinario?
Sobre este asunto discutirían hasta la extenuación relativistas y
dogmáticos (y, entre estos últimos, cristianos y cientifistas
ateos, ambos seriamente convencidos, por supuesto, de que las ideas
que defienden no son meras ideas, sino verdades como puños).
Pero parece claro que esto de lo “doctrinario” es un asunto de
grados, y que pocos filósofos o científicos (muchísimos de ellos
creyentes, por cierto) dejarían de reconocer que la ciencia es
también, en buena parte, un producto ideológico repleto de axiomas
y de supuestos carentes de fundamento racional. Además, y por otro
lado, el caso es que, por motivos muy variados (y no necesariamente
racionales), el estudio de las ciencias positivas se han impuesto
desde hace décadas como el eje vertebral de nuestros sistemas
educativos, dejando al margen a las enseñanzas artísticas, a las
llamadas humanidades y, mucho más allá, a la religión. ¡No sé,
por tanto, de qué se quejan los laicos afines al positivismo
cientificista: su ideología casi se confunde, hoy en día, con el
“sentido común” – exactamente tal como ocurría con la de los
creyentes cristianos hace unos siglos – !
Finalmente, hay dos rasgos
fundamentales que distinguen a una sociedad democrática (y que,
consecuentemente, deberían distinguir también a su sistema
educativo): la pluralidad ideológica y la capacidad
crítica de los ciudadanos. Esto quiere decir que en una
educación realmente democrática el alumno habría de tener libre
acceso a todas las perspectivas ideológicas posibles (la científica,
la humanística, la artística, la religiosa...); quizás no todas en
el mismo grado, ni en el mismo momento de su desarrollo, pero sí
todas las posibles, incluso las más alejadas de los valores
comunes. La condición de toda esta pluralidad es que, a la vez, se
les proporcione a los alumnos las herramientas adecuadas para el
análisis y la decisión racional – como es el cometido de las
materias filosóficas – . Con esto debería bastar y sobrar. Tal
vez – como afirman ingenuamente algunos de mis amigos laicos –
la ciencia sea la única fuente legítima de verdades, y la religión
una simple colección de mitos falsos y moralmente perniciosos. ¿Pero
por qué no se deja decidir a los alumnos sobre esto, una vez bien
pertrechados de toda la información y de las herramientas de
análisis adecuadas?
El resto de los argumentos para
prohibir la religión en la escuela me parecen, honestamente, muy
débiles. La idea – por ejemplo – de que la educación religiosa
tenga que ofertarse en las parroquias, y no en los centros
educativos, es tan peregrina como la de que la educación musical, o
la educación física, tengan que ofrecerse, exclusivamente, en los
conservatorios o los gimnasios. De otro lado, la caricatura que hacen
algunos de la enseñanza de la religión como un atavismo propio de
nuestro país no responde a los hechos, pues en la práctica
totalidad de los países europeos (la excepción más conocida es
Francia) la religión confesional es de oferta obligada (cuando no
obligatoria de cursar) en los centros públicos. Finalmente, la
crítica a la elección de los profesores de religión por parte de
los obispos es en parte razonable (debería haber más transparencia
y control del Estado), pero en parte no (¿quién habría de escoger
a los profesores de religión sino, justamente, las
autoridades religiosas?).
En fin, y en mi opinión, la exigencia
de una educación laica, democrática y de calidad, no supone la
exclusión de la formación religiosa (como optativa de libre
elección) de las escuelas. Aunque, a mi juicio, sería más sensato
que se ofertara a partir de secundaria (no en primaria), que no fuera
evaluable, y que se impartiera en las márgenes del horario escolar,
sin requerir, por tanto, de una materia alternativa.
Un artículo muy interesante. Me ha motivado para escribir una o quizás dos entradas en mi blog. Mi opinión, no obstante, es que la enseñanza de religión sí es perniciosa por ser contraría a los valores de pluralidad y democracia, así como a los de racionalidad y espíritu crítico con los que justamente defiendes su inclusión.
ResponderEliminarFelicidades en todo caso por el artículo y su publicación en eldiario.es.
Muchas gracias y bienvenido, Capitán Misson. Si nos enlazas tu blog podremos disfrutar todos de él. Un cordial saludo!
ResponderEliminarAqui lo dejo, la verdad es que no quería hacer spam: libertatiafilosofia.wordpress.com
EliminarAqui lo dejo, la verdad es que no quería hacer spam: libertatiafilosofia.wordpress.com
EliminarMuchas gracias y bienvenido, Capitán Misson. Si nos enlazas tu blog podremos disfrutar todos de él. Un cordial saludo!
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