Como en otros periodos electorales,
vuelve el debate en torno a la educación concertada. ¿Hay que
protegerla como una opción educativa más (junto a la pública y la
privada)? ¿O hay que optar por eliminar los conciertos? Los que
estamos por lo segundo tenemos que empezar por reconocer y analizar
los argumentos de los que defienden la concertada.
Más allá de la incapacidad coyuntural
de la educación pública para atender a la demanda educativa, el
principal argumento que se invoca para defender la concertada es la
libertad de los padres. La concertada – se afirma – asegura la
libertad de elección de las familias en cuanto a la educación de
sus hijos. Ahora bien, en este argumento se esconden dos presupuestos
que conviene discutir: uno sobre lo que es la libertad y otro sobre
lo que debe ser la escuela. Además, se asume una perspectiva que es,
a mi juicio, errónea, pues lo que hay que defender no es la libertad
de elegir de los padres, sino la de los hijos. Pero vayamos
por partes.
¿En qué consiste la libertad de
elección de los padres? Este es un tema muy delicado. Pero ni en
la sociedad más liberal del mundo se consideraría a los hijos como
una mera propiedad de sus progenitores, ni que, por tanto, se pueda
elegir para ellos cualquier cosa. Los niños no son solo hijos, sino
también ciudadanos con derechos, y personas a las que se les debe
una explicación, especialmente sobre aquello que más afecta a sus
vidas. La libertad de los padres no debe ser, pues, un "déjeme
usted hacer lo que yo quiera", sino en un "voy a poder
considerar, racionalmente, lo que es mejor para mis hijos".
Suponiendo – como es lógico – que
los padres decidan en función de lo que consideran mejor para sus
hijos, aparece, no obstante, otro supuesto problemático. La libertad
de elección presupone que existan escuelas diferentes en cuanto a su
calidad, sus métodos pedagógicos, o su orientación ideológica y
moral (escuelas religiosas y no religiosas, por ejemplo). Pero todo
esto conculca los principios de igualdad de oportunidades y de
formación general común que deben ser asegurados por la educación
básica. Así, si esas diferencias (sobre todo, las de calidad) lo
son de hecho y por defecto, habremos de exigir mayor inversión y
cuidado para que todas las escuelas tengan una calidad pareja. Pero
si lo son por principio, por ejemplo, por el principio liberal de la
competencia y la regulación mercantil, hemos de contraargumentar: la
educación no puede regularse (como lo hacen determinados servicios)
por la competencia y el mercado, precisamente porque la educación
tiene como fin corregir y equilibrar las desigualdades que genera el
mercado.
En cuanto al argumento de que las
escuelas sean distintas de acuerdo a las distintas opciones
ideológicas o morales de las familias, esto tampoco resulta
admisible. La pluralidad, sin nada que la contenga o unifique, diluye
a la comunidad. Y ese papel de contención y unidad es el que, entre
otros, cumple la escuela. No se trata de que haya tantos colegios
como opciones ideológicas, sino de que todas las opciones puedan
convivir en el mismo colegio. Todas y cada una de las escuelas, en un
sistema política y socialmente plural como es el nuestro, tendrían
que ofrecer a los futuros ciudadanos la mayor pluralidad ideológica
posible – junto a la mayor formación crítica para que el alumno
discierna sabiamente (de ahí el papel central de materias, tan
torpemente denostadas hoy, como la filosofía) –. Esta exigencia de
pluralidad incluye, por supuesto, y mal que les pese a muchos, a la
religión. La formación religiosa ha de estar presente en la escuela
pública, como una opción, entre mil más, para que el alumno, si
quiere, la escoja. Esto dejaría, por cierto, sin argumentos al que
defiende la concertada como la única manera de asegurar una
determinada formación religiosa para sus hijos.
Porque lo que más importa en educación
no es la redicha libertad de los padres (que sean carcas,
creyentes, progres, ateos, o lo que quieran ser), sino la
libertad de los hijos. La libertad en el sentido que decíamos antes:
el de poder argumentar nuestras decisiones (es decir, el de hacernos
dueños de las ideas que nos mueven a actuar en un sentido u otro).
Una escuela para la libertad exige, así, dos, y solo dos condiciones
fundamentales: la mayor pluralidad (de enfoques, materias,
competencias, valores, etc.) y, a la vez, la mayor competencia
crítica y racional posible, de manera que el alumno aprenda a elegir
y a construir su propias ideas, conocimientos, juicios y actitudes de
manera consciente, reflexiva y en un diálogo argumentativo con los
demás.
Si queremos defender de verdad a la
escuela pública debemos, pues, exigir y contribuir a crear una
educación de tanta calidad, pluralidad y rigor en la formación de
personas y ciudadanos libres y autónomos que ninguna familia (más
allá de una necesidad perentoria) tenga argumentos para elegir una
escuela concertada. Solo entonces podremos, legítimamente,
deshacernos de los conciertos. Eliminarlos o prohibirlos a golpe de
decreto sería, en cambio, un abuso inadmisible del Estado.
En el cuarto párrafo quieres decir que tampoco debería haber espacio para la educación privada. Es decir, ¿consideras que la única educación que debe haber es la pública pero muy mejorada? ¿Y mientras se mejora la educación pública, debería mantenerse las otras educaciones, muchas veces de mayor calidad?
ResponderEliminarLa respuesta no es fácil ni simple. En el párrafo que citas afirmo, en efecto, que el sistema educativo debe ser la garantía del principio de igualdad de oportunidades y el sistema de contrapeso a las injusticias del mercado, por lo que no se debe fomentar la desigualdad (sobre todo de calidad) ni las relaciones de mercado en el ámbito educativo. En cuanto a la pluralidad ideológica, esta debe estar asegurada por la enseñanza pública, para que nadie tenga ese argumento para acudir a la privada o concertada. En cualquier caso, y como digo al final, me parece impensable que esto se resuelva por decreto. El Estado no debe fomentar la educación privada ni concertada, pero tampoco prohibirla. Lo que debe hacer es asegurar una educación pública de tanta calidad y pluralidad ideológica que prácticamente nadie quiera ir a las privadas como, por otra parte, pasa en varios países de Europa, en los que la privada no está prohibida, pero es muy minoritaria. Un cordial saludo.
ResponderEliminarEsa es también mi opinión, pero creo que algo así ahora esta muy lejos.
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