Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Correo Extremadura
Llevo más de cuarenta y ocho horas
leyendo y escuchando, en las redes y en la calle, que la gente es
idiota, que ha sido manipulada o que es tan sinvergüenza como los
políticos a los que ha dado, de nuevo, el poder. Es una reacción
visceral, lo sé. Pero por eso mismo ya se está prolongando
demasiado. Especialmente si viene de los del partido que ha tomado a
esa misma “gente” como símbolo y como fuente de legitimidad.
El pueblo (el de verdad, no el de las
canciones de los mítines) ha hablado, y no ha dicho nada que exceda
los límites de lo previsible. Desde hace meses sabíamos que el
PP, sin mayorías y con pactos, y pese a todos los escándalos, iba a
volver a gobernar. Lo que no podíamos (o no queríamos) imaginar
es que, al fin, lo hiciera con catorce escaños más que los logrados
el 20D y toda la legitimidad moral que, en democracia, otorga esa
diferencia. Tampoco era previsible el descalabro de Unidos Podemos,
pero todo ha de tener su explicación (sin necesidad de teorías
conspiratorias).
Se ha hablado del voto del miedo.
Y está claro que los medios de comunicación opuestos a Podemos, que
eran la inmensa mayoría, han servido de altavoz a todo tipo de
infundios alarmistas. Pero con esto no basta. La gente no es tan
manipulable como algunos creen (especialmente cuando han perdido su
apoyo). Las insistentes y falaces referencias a Venezuela, por
ejemplo, no resultaron eficaces y los periódicos y canales de
televisión acabaron por dejar el asunto.
Lo que ha funcionado a la perfección
(aunque solo a favor del PP) has sido la polarización de las
opciones, alentada por PP y Podemos, y por las encuestas (un elemento
cada vez con más valor estratégico en las campañas). Gracias a esa
prevista polarización del voto, muchos indecisos y electores de
posiciones moderadas han visto muy de cerca una presidencia de
Iglesias (algo realmente muy improbable, dada la animadversión
hacia Podemos por parte del PSOE) y han optado por otros partidos,
especialmente el PP. (Tengo la impresión de que el temor a una
victoria de UP podría haber calado, incluso, en algunos de sus
potenciales votantes; de hecho, parte de su electorado votó
anteriormente a Podemos para castigar al sistema, pero no – o no
muy claramente – para verlo
tomar el poder.)
De otra parte está la economía. El
partido de Iglesias no ha podido transmitir una imagen de solvencia
en este asunto tan sensible para la mayoría. En gran medida
porque le ha faltado amplificación mediática a sus propuestas
(mientras que sus enemigos la tenían toda), y en menor medida porque
sus propuestas aparentan – si no se explican muy bien – una
excesiva osadía. Además, la gente suele desconfiar de la gestión
económica de la izquierda en momentos de crisis. Y en cuanto al
aumento de desigualdad u otras injusticias, es algo que no cala
fácilmente en la gente (la inmensa mayoría) que no ve más
alternativa que la economía de mercado, con todos sus pros y sus
contras.
Podemos, por último, ha pecado de
modestia durante la campaña. El perfil más moderado de sus
líderes le ha hecho perder visibilidad (algo esencial para un
partido ninguneado por la mayoría de los medios) sin que, por
eso, haya logrado compensar la alianza con IU y la consiguiente
pérdida de una transversalidad ideológica que
ha sido, desde el comienzo, su seña de identidad política.
De hecho, si Podemos no quiere acabar
como otra Izquierda Unida, eternamente condenada a resistir en un
rincón del hemiciclo, tendrá que reconquistar, con la vehemencia
de antaño, ese espíritu de pluralidad ideológica, regeneración
democrática y populismo honesto y didáctico con el que comenzó a
caminar. No hace falta que asalte los cielos. Basta con que
represente a la gente – la de verdad, la que votó el domingo –
y que pelee por mejorarla (y por mejorarse con ella).
Y trabajo no le va a faltar: hace falta
mucha regeneración en un país tan partidista y poco dado al
reconocimiento de las razones y bondades del otro que – más
allá de cualquier otra consideración– prefiere tildar de idiota o
ladrón al que no nos vota, o ver ganar (¡o hasta perder!) a los
“nuestros” – por muy corruptos o incompetentes que sean –
antes que ceder un ápice ante el “enemigo”.
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