Tordesillas no se rinde. El
Ayuntamiento en pleno (con la sola excepción de la edil vinculada a
IU) ha recurrido el decreto de la Junta de Castilla y León que les
prohíbe celebrar el Torneo del Toro de la Vega. Como se sabe, el
Torneo consiste en alancear a un toro hasta la muerte, y el decreto,
aprobado el pasado mes de mayo, prohíbe expresamente la matanza de
toros en festejos populares.
Las razones que esgrimen los defensores
del Torneo son varias: la no injerencia en presuntas competencias
municipales, el valor cultural y turístico de la fiesta, o el
haberse convertido – dicen – en víctimas propiciatorias de los
movimientos animalistas (y de sus presupuestos errados, o exagerados,
acerca de los derechos de los animales). Pasemos a analizar algunos
de estos argumentos, especialmente el del valor cultural de este tipo
de festejos.
La primera de las razones de los
tordesillanos no tiene fundamento legal ni moral. Las competencias
sobre la reglamentación de festejos no corresponden al gobierno
municipal, sino al autonómico. De otro lado, la legitimidad de una
ley de este rango descansa en la voluntad de los ciudadanos
castellano-leoneses, y de los españoles, no en la de los vecinos de
Tordesillas. Y la voluntad de los ciudadanos parece muy clara: el
rechazo al Toro de la Vega (y a otros festejos similares) ha ido en
aumento en los últimos años, hasta el punto de que la fiesta es hoy
más conocida por los conflictos entre defensores y detractores que
por ningún otro motivo. Y no es algo nuevo: la muerte del Toro de la
Vega estuvo ya prohibida durante el franquismo (entre 1966 y 1970),
tras una campaña en su contra lanzada por asociaciones de protección
de la naturaleza, medios de comunicación y sectores de la
administración, que – ¡a mediados de los años 50! –
consideraban ya inadmisible tal nivel de crueldad y salvajismo.
En cuanto al valor cultural de la
fiesta (o, en general, de la tauromaquia) habría mucho que hablar.
Dejando a un lado el asunto de la antigüedad, que no justifica nada
– también es antigua la guerra, o la discriminación de la mujer,
y a nadie se le ocurre defender su existencia por ese motivo –, los
abogados de la llamada “fiesta nacional” hablan con frecuencia
del valor estético y simbólico de los espectáculos taurinos. Nadie
– sensato – puede negar esto, por poco que le gusten los toros.
Toda celebración tradicional posee un innegable valor estético, y
está cargada de significados (culturales, morales, religiosos,
filosóficos...). Imaginen que son extranjeros y ven un documental
sobre el Toro de la Vega. Les podrá parecer un rito brutal, pero no
carente de interés cultural o antropológico. Les podría parecer
incluso hermoso o, cuando menos, pintoresco, tal como les han
parecido las fiestas de toros a multitud de viajeros, artistas o
poetas.
Ahora bien, que una manifestación
cultural tenga valor estético y simbólico no quiere decir que sea
moral (ni legalmente) aceptable, ni que no pueda (por motivos morales
o por otros muchos) mejorar o evolucionar como acontecimiento
cultural. Los taurinos se niegan a suprimir las suertes más crueles
con el toro porque piensan que eso resta autenticidad a la fiesta y
le hace perder su significado. Pero esto responde a una actitud
conservadora que acabará superada con (o por) el tiempo.
Seguramente, los que vivieron la época del blues cantado por
esclavos o de la ópera interpretada por castrati dirían algo
parecido a lo que dicen los taurinos (¡esto ya no es blues, o
ópera!) cuando se descubrió que para hacer buena música no hacía
falta esclavizar ni castrar a nadie. Es más: trascender la parte
más, cabe decir, truculenta y literal del complejo simbólico de la
tauromaquia (es decir, la tortura y muerte del toro), aumentaría su
relieve más propiamente estético. En el arte no hace falta que
nadie muera realmente para representar la muerte. El paso gradual de
la literalidad a lo más pura y libremente simbólico es uno de los
rasgos que definen la evolución del arte en todos sus géneros (la
pintura, la música, el teatro, la literatura...), incluso el arte
más popular: un circo sin rastro de animales – como el Circo
del Sol – ha resultado ser
mejor que el circo de animales tradicional. ¿Por qué no
habría de pasar algo similar con las fiestas de toros? ¿Se imaginan
un espectáculo “taurino” en el que ya no se maltratara al animal
– o incluso en el que este estuviera ausente – ? El arte
evoluciona cuando da forma a lo que parece ahora inimaginable.
En cuanto a los presupuestos
filosóficos de los animalistas es obvio que los defensores de la
tauromaquía – a tenor de sus quejas y argumentos – no los
entienden. No se trata de igualar animales y personas, ni de dotar a
los primeros de los mismos derechos que los segundos, sino solo de
entender que aquella dignidad por la que algo pasa de ser
“algo” a ser “alguien” no está tan clara, y que, en la
medida en que racionalmente lo está, nos empuja a considerarla como
algo gradual, y no una propiedad exclusiva de los seres humanos.
Justo por este argumento – más venerable y viejo, en la filosofía,
de lo que parece – resulta justo ser considerados con seres que,
sin ser, obviamente, personas, tampoco son meros mecanismos o cosas,
sino subjetividades ante cuyo sufrimiento – sobre todo,
cuando no es imprescindible – ni el ser humano más embrutecido
puede sentir una absoluta indiferencia.
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