viernes, 8 de julio de 2016

Debate sobre educación en EL PAIS

Este fue el debate sobre educación que celebramos hace unas semanas en la sede de EL PAIS, y en el que también participaron el Rector de la UNED, Alejandro Tiana, y Pilar Mena. 







Y aquí, la entrevista íntegra (no toda ella se refleja en el reportaje). 

Un aspecto que le sobre y otro que le falte a la educación española. 
Sobra frivolidad, la idea de que educar es fácil, sobra esa pedagogía castiza que desprecia cuanto ignora, y que todo lo ve muy sencillo: el problema del fracaso escolar es que los chicos no estudian, son vagos, les falta “cultura del esfuerzo”, no vienen educados de casa, etc.

Falta una filosofía educativa diferente, coherente con esa importancia que se da retóricamente a la educación (es el fundamento de la sociedad, es la llave para el cambio, etc.)... Falta tomarse en serio, de verdad, la educación. Según la opinión común, para ser médico, o arquitecto, hay que formarse muy bien, y los candidatos tener grandes dotes y mucha vocación. La razón que te dan es que un mal médico, o un mal arquitecto, pueden causar mucho daño. Pero una mala educación es igual de potencialmente peligrosa. Los efectos de un mal tratamiento médico o de un edificio defectuoso se ven a corto plazo y son muy evidentes; los de una mala educación no son tan a corto plazo, ni tan evidentes, pero, precisamente por eso, son mucho más peligrosos y duraderos

¿Qué debe tener necesariamente un buen profesor? ¿Cómo fue tu mejor profesor?
Algo qué enseñar, y en lo que crea de veras. Más unas ciertas dotes comunicativas, que diría que tienen mucho que ver con el arte del actor...
Mi mejor profesor era un señor muy vivido con un pico de oro. Con mucho que contar y que una habilidad prodigiosa para contar cosas.   
Y entre los que tienen buenos cuentos pero no saben contarlos, y los que despliegan gran habilidad para contar pero no tienen nada que decir, prefiero los primeros, me acuerdo de los primeros. He tenido profesores incapaces de mirar a los ojos a sus alumnos, infinitamente tímidos, torpes, balbuceantes, tartamudos... Pero fascinantes por todo aquello que llevaban dentro y a duras penas dejaban traslucir. Y he tenido profesores entusiastas de los “medios”, pero con poco “mensaje”. De estos últimos apenas me acuerdo.


¿Qué cambiarías de tu instituto? ¿Y de tu universidad?
Todo. Comenzando por el edificio. Sobran muros, pasillos, aulas; faltan jardines, lugares de reunión y esparcimiento que no parezcan talleres fabriles del siglo XIX... También bajaría las ratio alumno / profesor; es imposible aspirar a una educación de calidad con 30 alumnos por aula. Otra cosa que cambiaría sería la compartimentación de las materias; sería estupendo – y ya se hace – colaborar con otros compañeros en las aulas, sean o no de las materias de tu especialidad. También disminuiría la carga de exámenes. Lo poco que se aprende con ellos no justifica la carga de estrés de los alumnos, ni la deformación que producen en las relaciones de aprendizaje. Es lamentable ver, cada día, a niños de doce años caminar compungidos hacia la siniestra aula de exámenes, en lugar de estar divirtiéndose y aprendiendo. En el último curso de bachillerato, solo se puede dar clase relajadamente las primeras semanas de cada trimestre; durante el resto, los chicos están histéricos, con exámenes todas las semanas; así es difícil que aprendan, realmente, nada.


Cita lo mejor que aprendiste en la escuela.
El amor al conocimiento, el gozo de comprender, o de creer que comprendes, lo que te rodea y lo que te habita por dentro, una cierta experiencia de lucidez, y, sobre todo, aquellos modelos y formas de vivir que veía entre los profesores y compañeros. Recuerdo mucho más la actitud, el modo de ser de algunos profesores que ninguna de las materias que me enseñaban. Los profesores tienen mucha más influencia en los alumnos de lo que se cree.

-¿Hasta qué punto estamos obsesionados con los exámenes y los deberes?
 Hasta un punto insoportable. Pero es el “punto” a que obliga el modelo social que se imita en la escuela: competitivo, agónico, meritocrático (una idea, la de mérito, inmerecidamente sobrevalorada: se piensa que el alumno es el único responsable de su rendimiento, como si no existieran circunstancias, o como si él tuviera la culpa de ellas, o de nacer más o menos capaz).
Esa obsesión también se corresponde con una visión pesimista del hombre. El ser humano tiende al mal, a la pereza, el capricho... Por eso la educación es como una doma de fieras; el látigo son los exámenes, los deberes.
Y, por supuesto, la educación no tiene nada que ver con el goce y el placer. Sino con el trabajo duro y doloroso.
Yo no comparto nada de eso. El ser humano tiende por naturaleza a conocer, no hay más que observar a cualquier mamífero, o a un niño pequeño; son curiosos por naturaleza. El hombre desea por naturaleza saber, decía Aristóteles. No hay que forzar ese deseo, sino reforzarlo. Y el juego, el placer, la diversión son fundamentales. Observad a un cachorro, pero también a un gran investigador, o a un artista. Ninguno de ellos aprende a la fuerza, sino por juego, placer, entusiasmo. Ningún conocimiento puede permanecer en el alma de un hombre libre que le haya sido introducido por la fuerza, decía Platón. Y creo que tenía toda la razón.

-¿Nos prepara la universidad para el mundo laboral? ¿Debería prepararnos?
Sí, pero no solo, ni fundamentalmente para eso.  Muchos de los jóvenes que atentan en Europa han ido a la Universidad, donde han aprendido ciencias y tecnología (la misma que ahora ponen al servicio de sus creencias), pero no a aplicar la razón a los valores. En la universidad actual se enseña física, o lingüística, pero no a manejarte racionalmente con la vida, a buscar su sentido, a comprender por qué es bueno lo bueno, o injusto lo injusto. La obsesión por la especialización y la  renuncia a la “universalidad” de la educación universitaria, ha dejado las grandes preguntas a merced de las subjetividades personales y de los púlpitos religiosos.

-¿Cómos se fomenta la motivación por aprender? ¿Tenéis la percepción de que las clases de hoy se parecen a las de hace 40 años?
 Esencialmente, y en la mayoría de los casos, no son muy diferentes. Llegas y ves treinta chicos en sus pupitres frente al profesor que les dicta, supervisa, examina, hace callar, etc. Por mucho que se inunden de tecnología, el aula se sigue percibiendo como un lugar donde transmitir ciertos conocimientos y habilidades programados, no como un lugar en el que se pueda generar una interacción, un diálogo real, entre las necesidades o intereses del alumno y lo que pueda ofertarle la sociedad. Además, apenas hay tiempo para contextualizar lo que se enseña, ni para reflexionar críticamente sobre ello – la materia de filosofía, en la que, justamente, se procura esa contextualización y esa reflexión crítica, casi desaparece de los planes de estudio – . En buena medida, el proceso educativo sigue siendo un gran simulacro en el que el profesor simula que enseña, y el alumno simula que aprende, mientras ambos miran el reloj de reojo y suspiran por que la clase acabe cuanto antes.


  ¿Falta educación para el diálogo y el consenso?
 Desde luego. La primera idea que tienen muchos chicos de lo que es "debatir" proviene de lo que ven en la televisión: gritar, interrumpirse, atacarse, afirmarse por encima de todo. Cuando al cabo de las semanas logramos construir un debate “en serio” se quedan sorprendidos: disfrutan de que los demás los oigan con respeto, se dejan llevar por los argumentos olvidándose de sí mismos, descubren que es más eficaz y enriquecedor resolver los problemas así, convenciendo y dejándose convencer...


-¿Cómo se puede inculcar confianza en sí mismos a los alumnos desde las aulas?
Pues, aunque suene cursi: queriéndolos. Quererlos supone tratarlos con respeto (como a personas, no como a reclutas del ejército), conocerlos y tener cuidado de ellos, para que sean y crezcan todo lo posible. El modelo es el del jardinero, no el del domador de fieras.

-¿Hay un problema de disciplina en las aulas? ¿Se detecta de forma efectiva el acoso escolar?
 De forma general, no. Y eso que se dan todas las circunstancias.  Treinta chicos de doce a diecisiete    años encajonados delante de sus mesas durante seis horas sin apenas un descanso de media hora, y obligados a plegarse a todo lo que se les dice… Ni el más concienzudo funcionario trabajaría así sin protestar. A mi mismo me cuesta dios y ayuda soportar una hora entera de clase como alumno, en cualquier curso para profesores; pero más aún me costaría si se tratara de algo impuesto y que no fuera de mi interés.
En cualquier caso, para evitar problemas de disciplina no hay mejor antídoto que tratar a los alumnos con respeto y comprensión, no concebirlos, de entrada, como los “enemigos”, y, desde luego, ganarte su respeto con tu trabajo. Si los chicos de ahora tienen alguna ventaja sobre los de hace cincuenta años es que no quieren callarse ni dejar de exigir explicaciones al profesor, tanto sobre lo que este imparte como sobre cada incidente que ocurre en el aula. Y eso es bueno. Es una buena manera de formar ciudadanos críticos, racionales y acostumbrados a pedir y dar explicación de sus actos. No hay mayor muestra de respeto hacia una persona (y los alumnos lo son) que darle explicación de lo que haces, especialmente si lo que haces le afecta, como es el caso.

En cuanto al tema del acoso es muy delicado. Pero creo que la solución no consiste, simplemente, en vigilar y castigar, ni en pedir al niño acosado que (¡encima de todo!) se enfrente al poder y se convierta en “delator”. Tampoco vale hablar de derechos y valores como el que habla de la Santísima Trinidad.  Es difícil encontrar a algún educador que sepa dar razones realmente convincentes de por qué hay que tolerar a los que son diferentes, o ser solidario con los más débiles (cuando, además, es mucho más divertido y “natural” burlarse o aprovecharse de ellos). De hecho, casi todo lo que representa realmente la institución y la vida escolar desmiente todo discurso posible contra el acoso, en cuanto que está dirigida a inculcar en los niños la “dureza de la vida”, la competencia, el afán por el triunfo o, como gusta de decirse ahora, la excelencia, tanto en el aula (en donde se violenta constantemente a los niños con instrucciones, tareas obligadas y evaluaciones diarias), como fuera del aula, en donde los chicos se socializan en torno a modelos que destilan violencia y acoso (el emprendedor voraz, el deportista agresivo y obsesionado por competir, la mujer como objeto sexual...). Maltratar al chico, casi siempre demasiado sensible o inteligente, que no encaja en esos estereotipos, es parte del proceso de afirmación de quien los cultiva. Y esos valores y estereotipos son omnipresentes. En el centro educativo donde trabajo las paredes de muchas aulas están adornadas con un panfleto donde se enuncian las reglas del éxito según un famoso empresario. En realidad, tales reglas se reducen a una: que la vida es un juego cruel de ganadores y perdedores, y que hay que prepararse y endurecerse para estar entre los primeros


¿Tenemos un sistema educativo capaz de desarrollar todo el potencial de los alumnos?
 
Tengo la impresión de que la mitad, al menos, del talento de los alumnos se nos escapa, se disipa o desperdicia. A muchos chicos extraordinarios (y justamente por serlo) la escuela les hunde desde el primer año, les tiene ocupados constantemente con cosas (problemas de disciplina, acoso, poca autoestima...) que nada tienen que ver con el desarrollo de su talento y que acaban llevándolo al fracaso y a odiar la escuela.

¿Qué es lo primero que harías si fueras ministro de Educación?
 Asesorarme muy bien, y por todos. Y la primera medida concreta: cambiar el modo de formación y de acceso de los docentes.


¿Consideras que es esta la generación mejor preparada de la historia?
Sí. Lo dicen los datos. Y es cierto. Es la que ha tenido más tiempo para formarse, para vivir y pensar sin la alienante soga al cuello de la necesidad de sobrevivir. Casi diría que estas últimas generaciones han traído la adolescencia a nuestro país (la rebeldía, el compromiso politico, las dudas, la actitud reflexiva y critica...) algo que, antes, solo lo había en las élites que lograban acceder a los estudios superiores.


¿Cómo crees que será la escuela dentro de 50 años?
¿Cómo creo que será o como me gustaría que fuese?
Los problemas que nos acechan exigen una masa crítica de ciudadanos educados y convencidos de la necesidad del cambio, inmunes a mitos y sofismas, con una visión integral de los problemas, y con la suficiente lucidez moral para afrontar los retos e incertidumbres que aceleradamente se generan en un mundo cada vez más globalizado.   
¿Qué tipo de educación podría generar esa masa crítica de ciudadanos? La respuesta no es fácil. Pero si que podemos ir despejando opciones, y haciendo alguna sugerencia. La educación que necesitamos no es, desde luego, la que ahora tenemos. Pero tampoco la que muchos proponen como panacea: la que es poco más que adiestramiento laboral, formación de “capital humano”, o innovación científica dirigida por el mercado. No es la educación del informe PISA, ni la del Plan Bolonia, ni la obsesionada con el I+D+I. Esos modelos educativos son, sin duda, perfectos para aumentar la competitividad, pero no para cambiar el mundo. Si la educación general se confunde con un concurso de ciencias, tecnología e idiomas, marginando todo aquello que genera reflexión crítica, comprensión holística y diálogo en torno a fines y valores (todo lo relacionado, por ejemplo, con la filosofía y las humanidades), no me imagino cómo podría prender en la gente ese cambio civilizador a escala planetaria que necesitamos.



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