jueves, 11 de octubre de 2018

Deseo de ser Peter Pan



En la vida de algunas civilizaciones la superación de un periodo “infantil” inicial – ese en el que se confía en mitos y en paternales poderes divinos – es condición del desarrollo de conocimientos, ideales y prácticas más maduros y racionales. Pero también se dan épocas de crisis y desesperanza en las que, ante el descrédito de valores e ideas (religiosas, científicas, filosóficas), parece que se retrocediera a esa primera etapa infantil.
Son esas épocas – ¿como la nuestra? – en las que, confundiendo lo arcaico con lo arcádico, se idealizan los (siempre míticos) orígenes. La “ecología profunda”, el interés por las culturas ancestrales, los nacionalismos, el neorruralismo o el prestigio de lo “natural” podrían ser, quizás, síntomas actuales de esa búsqueda de sentido en una presunta y perdida Edad de Oro.
Otro rasgo aparente de puerilidad es el gusto, tan infantil, por lo novedoso y exótico, algo que, además, encaja perfectamente con la economía de consumo. Desde la moda a la religión, pasando por las relaciones personales o la política, la gente se encandila – como niños en un mercado – con todo lo que es “nuevo” y excita nuestra dimensión más sensual.
En general, este infantilismo se puede observar, hoy, en la manera de vestirse (siempre joven tengas la edad que tengas), en la pintura y el arte (en busca de la presunta “libertad creativa” del trazo infantil), en la educación (lo lúdico por lo lúdico), en la decoración de las nuevas empresas (con sus espacios recreativos para empleados), o en el ocio consagrado a juegos y espectáculos (el deporte de masas, el “reality” televisivo...) consumidos tanto y tan intensamente que – como los juegos infantiles – llegan a suplir a la realidad misma. ¿Habrá algo más infantil – por ejemplo – que los saltos y gritos de un hincha de fútbol dándolo todo al amor incondicional por su club?
En un sentido más profundo la gente se aniña conscientemente con los productos de las “parasofías” o las religiosidades “new age” más en boga. Este “psico-infantilismo” se manifiesta en el culto (impostado, claro) por la emocionalidad, la espontaneidad o la vivencia concentrada del presente (y el correspondiente rechazo de lo intelectual, artificioso, planificado...). Existe el mito de que los niños viven desde la emoción, sin ápice de reflexión, y en una suerte de presente casi absoluto (como los animales). El “mindfulness”, las técnicas orientales de meditación y control del cuerpo, o los talleres de “inteligencia emocional” prometen esta especie de nirvana infantiloide como medio para lograr el bienestar individual (la única meta que realmente importa a los niños, y también al occidental moderno). Otras veces, lo que se promueve – por ejemplo desde algunas técnicas y libros de autoayuda – es la ilusión de omnipotencia de la voluntad, otro de los aspectos típicos del narcisismo infantil.
Más grave aún resulta constatar este mismo infantilismo en la suplantación de lo moral por lo psicológico. Observen, por ejemplo, como típicos “vicios” morales como la pasión por el juego, el sexo o las drogas, o estados de ánimo comunes, como la tristeza o la angustia se interpretan actualmente como adicciones y psicopatologías de las que, como pobres pacientes, nos tiene que librar el terapeuta (o el gurú) de turno. El lenguaje nos delata: ya no existen cosas “buenas” o “malas”, ahora resulta que son “sanas” o “tóxicas” y, por tanto, un asunto de técnicos externos, y no de personas responsables de sí mismas.
Al infantilismo de una moral psicológicamente anestesiada le sigue la actitud política no menos pueril por la que al interés por los asuntos públicos (propio de una ciudadanía madura) lo sustituye la condición infantil del votante que – a semejanza del cliente o consumidor – se limita a exigir y quejarse, y al que hay que engañar con cuentos y promesas para lograr su aprobación y su voto.
Tras todo esto late la ideología de una “positividad” entusiasta (suspicaz ante toda crítica o duda) que otorga valor a lo insignificante (el “disfrute de las pequeñas cosas”), la inmadurez (“sacar al niño que llevamos dentro”) y la trivialidad (“la vida no es más que un juego”)...Tremendo. Resulta que tenemos a Peter Pan – el niño que no quería crecer – como modelo. Pero no querer crecer – ojo – es cosa de niños enfermos. Y también, a lo que se ve, de adultos que no quieren serlo.

Para leer la versión publicada de este artículo en El Periódico Extremadura, pulsar aquí. 

3 comentarios:

  1. Me gusta vivir en el presente, sin las anclas del pasado y los miedos del futuro. Sobre el Mindfullnes, técnicas orientales o Inteligencia emocional también creo que destilan sabiduría pero nada que antiguas enseñanzas como el Estoicismo, El Epicureismo o Lao-Tse no hayan reflejado hace un par de semanas. Y también soy del tipo que me gustan disfrutar de las pequeñas cosas, un paseo, una puesta de sol, una buena conversación...Supongo que tener un poquito de Síndrome de Peter Pan es necesario para disfrutar un poquito...nos los merecemos

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  2. Gracias por tu comentario, Oscar. En parte me parece que tienes razón. Un saludo cordial.

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  3. Gracias a ti por este Blog tan interesante. Saludos

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