En la vida de algunas civilizaciones la superación
de un periodo “infantil” inicial – ese en el que se confía en
mitos y en paternales poderes divinos – es condición del
desarrollo de conocimientos, ideales y prácticas más maduros y
racionales. Pero también se dan épocas de crisis y desesperanza en
las que, ante el descrédito de valores e ideas (religiosas,
científicas, filosóficas), parece que se retrocediera a esa primera
etapa infantil.
Son esas épocas – ¿como la nuestra? – en las
que, confundiendo lo arcaico con lo arcádico, se idealizan los
(siempre míticos) orígenes. La “ecología profunda”, el interés
por las culturas ancestrales, los nacionalismos, el neorruralismo
o el prestigio de lo “natural” podrían ser, quizás,
síntomas actuales de esa búsqueda de sentido en una presunta y
perdida Edad de Oro.
Otro rasgo aparente de puerilidad es el gusto, tan
infantil, por lo novedoso y exótico, algo que, además, encaja
perfectamente con la economía de consumo. Desde la moda a la
religión, pasando por las relaciones personales o la política, la
gente se encandila – como niños en un mercado – con todo lo que
es “nuevo” y excita nuestra dimensión más sensual.
En general, este infantilismo se puede observar,
hoy, en la manera de vestirse (siempre joven tengas la edad que
tengas), en la pintura y el arte (en busca de la presunta “libertad
creativa” del trazo infantil), en la educación (lo lúdico por lo
lúdico), en la decoración de las nuevas empresas (con sus espacios
recreativos para empleados), o en el ocio consagrado a juegos
y espectáculos (el deporte de masas, el “reality” televisivo...)
consumidos tanto y tan intensamente que – como los juegos
infantiles – llegan a suplir a la realidad misma. ¿Habrá algo
más infantil – por ejemplo – que los saltos y gritos de un
hincha de fútbol dándolo todo al amor incondicional por su club?
En un sentido más profundo la gente se aniña
conscientemente con los productos de las “parasofías” o las
religiosidades “new age” más en boga. Este “psico-infantilismo”
se manifiesta en el culto (impostado, claro) por la emocionalidad, la
espontaneidad o la vivencia concentrada del presente (y el
correspondiente rechazo de lo intelectual, artificioso,
planificado...). Existe el mito de que los niños viven desde la
emoción, sin ápice de reflexión, y en una suerte de presente casi
absoluto (como los animales). El “mindfulness”, las técnicas
orientales de meditación y control del cuerpo, o los talleres de
“inteligencia emocional” prometen esta especie de nirvana
infantiloide como medio para lograr el bienestar individual
(la única meta que realmente importa a los niños, y también al
occidental moderno). Otras veces, lo que se promueve – por ejemplo
desde algunas técnicas y libros de autoayuda – es la
ilusión de omnipotencia de la voluntad, otro de los aspectos típicos
del narcisismo infantil.
Más grave aún resulta constatar este mismo
infantilismo en la suplantación de lo moral por lo psicológico.
Observen, por ejemplo, como típicos “vicios” morales como la
pasión por el juego, el sexo o las drogas, o estados de ánimo
comunes, como la tristeza o la angustia se interpretan actualmente
como adicciones y psicopatologías de las que, como pobres pacientes,
nos tiene que librar el terapeuta (o el gurú) de turno. El lenguaje
nos delata: ya no existen cosas “buenas” o “malas”, ahora
resulta que son “sanas” o “tóxicas” y, por tanto, un asunto
de técnicos externos, y no de personas responsables de sí mismas.
Al infantilismo de una moral psicológicamente
anestesiada le sigue la actitud política no menos pueril por la que
al interés por los asuntos públicos (propio de una ciudadanía
madura) lo sustituye la condición infantil del votante que – a
semejanza del cliente o consumidor – se limita a exigir y quejarse,
y al que hay que engañar con cuentos y promesas para lograr su
aprobación y su voto.
Tras todo esto late la ideología de una
“positividad” entusiasta (suspicaz ante toda crítica o duda) que
otorga valor a lo insignificante (el “disfrute de las pequeñas
cosas”), la inmadurez (“sacar al niño que llevamos dentro”) y
la trivialidad (“la vida no es más que un juego”)...Tremendo.
Resulta que tenemos a Peter
Pan – el niño que no quería crecer – como modelo. Pero no
querer crecer
– ojo – es cosa de niños enfermos.
Y también, a lo que se ve, de adultos que no quieren serlo.
Para leer la versión publicada de este artículo en El Periódico Extremadura, pulsar aquí.
Me gusta vivir en el presente, sin las anclas del pasado y los miedos del futuro. Sobre el Mindfullnes, técnicas orientales o Inteligencia emocional también creo que destilan sabiduría pero nada que antiguas enseñanzas como el Estoicismo, El Epicureismo o Lao-Tse no hayan reflejado hace un par de semanas. Y también soy del tipo que me gustan disfrutar de las pequeñas cosas, un paseo, una puesta de sol, una buena conversación...Supongo que tener un poquito de Síndrome de Peter Pan es necesario para disfrutar un poquito...nos los merecemos
ResponderEliminarGracias por tu comentario, Oscar. En parte me parece que tienes razón. Un saludo cordial.
ResponderEliminarGracias a ti por este Blog tan interesante. Saludos
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