Hablo
estos días con amigos angustiados por la situación de alarma. No es solo
angustia por verse contagiados, o por los efectos económicos y políticos de la
crisis (imprevisibles y verdaderamente preocupantes), sino también por la brusca
interrupción de la rutina diaria. Normalmente, esa rutina nos “protege” de
calibrar profundamente el sentido de lo que hacemos y lo que nos pasa, así como
de afrontar problemas y contradicciones fundamentales. Por ello, cuando deja de
estar ahí para librarnos de cavilar (y no podemos evadirnos con mil
distracciones) surge de golpe y porrazo todo lo que llevamos por dentro.
Ahora
bien, aunque el golpe sea duro y los primeros momentos resulten angustiosos, lo
de tomar conciencia de nuestra extraña y problemática vida no puede ser algo
tan malo; consideren la situación como una forma de recuperar el tiempo
perdido.
Por
cierto, para escribir su maravillosa A la búsqueda del tiempo perdido,
Marcel Proust se encerró también, durante años, en un piso de París, cuyas
paredes forró de corcho para no oír el insulso y estéril ajetreo de la vida.
Pensaba el escritor, con toda razón, que “lo vivo” no está en lo que ocurre en
los salones o las calles, sino en la “vivida recreación” que hacemos de todo
ello en el cuadro, la novela o el ensayo: solo de ese modo tomamos consciencia
de la vida, prestándole así su verdadera densidad y sentido. Vivir no es
experimentar sin más las cosas. Únicamente los animales viven en ese estrecho y
huidizo momento que es el presente. Nuestro mundo – más libre y consistente –
está en creer y crear, en contar y teorizar el mundo que experimentamos. Sin
cuento, sin creación, sin reflexión, es decir: sin lenguaje y sin conciencia,
nuestra vida es tiempo perdido.
No hay nada
más maravilloso y enigmático que el lenguaje y la consciencia humana, ese mundo
del Mundo a cuyo través – por el angosto agujero que abren nuestras preguntas –
se expande ese otro universo paralelo y no menos misterioso de los símbolos, el
arte, la religión, la ciencia, la filosofía... Esa consciencia nuestra no es
fácil de aprehender; en parte porque es con ella con la que lo
aprehendemos todo. Algunos psicólogos y filósofos la asocian al silencioso
soliloquio en el que, no sin conflicto, interiorizamos el cúmulo de voces con
que nos educan. Somos – dicen – ese decir que nos corre por dentro, el cuento
que nos contamos sobre todo lo que (se nos) cuenta y desde el que, a veces, nos
atrevemos a hacer nuestra propia versión de la historia.
Porque la
conciencia no es solo ese “locutor” íntimo a través del cual se focaliza la
atención, se reconocen las cosas, se construye la identidad personal, se
planifican, dirigen o juzgan las acciones, se sentimentalizan las
emociones o se encienden y apagan los deseos… También es la facultad para tomar
las riendas del mundo, esto es: para crear nuestro propio relato acerca del
mismo. La conciencia puede ser crítica y, por ello mismo, creadora,
exploradora, vindicadora de realidades. Solo ella nos vacuna de esa insistente
pandemia que es el pensamiento único.
Otro de los
rasgos extraordinarios que se adscribe a la conciencia humana es la habilidad
para reconocerse en otros. Contamos con lo que los demás se cuentan, nos
ponemos en su lugar, contamos con ellos, sabemos que lo que vivimos no es igual
de frondoso sin cómplices que lo compliquen ni antagonistas que animen la
contienda. No somos nadie sin la trama que urdimos entre todos – y de la que no
deberíamos permitir que se pierda ni un solo hilo –.
Ojalá, en
fin, este viejo cuento de epidemias, héroes, pueblos amenazados y gloriosas
remontadas (del capital – ya verán –), nos dé al menos la ocasión de tomar
consciencia. Consciencia de que todo es cuento. De que nosotros también
contamos – nuestra versión libre, crítica, de la historia –. O de que sin
cuidar de los demás se nos acabó el cuento. Aprovechen, así, estos días de
encierro para liberarse: para recapacitar, expresar, charlar y, sobre todo,
pensar. Tal vez se percaten de que el tiempo perdido no era este – kafkiano y
lúcido – del confinamiento, sino el de antes de que se les diera la angustiosa
oportunidad de tomar conciencia.
Este artículo fue publicado originalmente en El Periódico Extremadura. Para leerlo en prensa pulsar aquí.
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