Muchos de nosotros somos lo que somos gracias a (o por culpa
de) las palabras de algún maestro. Los maestros y profesores tienen más
influencia de la que creemos. Y es muy dudoso, digan lo que digan, que esta
influencia sea hoy menor de lo que era hace cincuenta o cien años. Es cierto
que ahora disponemos de más información, pero no por ello de mejor formación.
Sobre el confuso “ruido de fondo” de los medios y frente a la deflación de todo
criterio o valor, buscamos y necesitamos más que nunca de la autoridad
intelectual y moral de los maestros.
Un buen profesor puede ser más influyente que la familia y
hasta más poderoso que un Estado. Su rol y su impronta son decisivas en ese
delicado “rito de paso” entre lo familiar (lo subjetivo y afectivo) y lo social
(lo institucional y normativo) que representa la educación. Todos recordamos
esos pocos docentes que en la escuela, el instituto o la universidad, nos
dejaron una huella indeleble; una huella que forma parte ya de nuestro ser como
personas. ¿Cómo lo lograron? ¿En qué consiste la maestría del maestro?
La prueba fundamental de maestría es el dominio de la
palabra, esa que, en un cuerpo tan pequeño y siendo casi invisible – decía el
retórico Gorgias – , demuestra, sin embargo, el mayor de los poderes. La
palabra determina toda nuestra vida: desde el diálogo primero con nuestros
padres hasta la interiorización de ese diálogo en el torrente de palabras
íntimas con que narramos, dirigimos y juzgamos todo lo que nos pasa y al que
llamamos “conciencia”.
Pero a la vez que nos modela por dentro, la palabra también
lo hace desde fuera, como institución social bajo cuyas normas – la gramática,
la palabra de la ley, la palabra de Dios… – aprendemos lo que hay que pensar,
desear, sentir, hacer y padecer. Pues bien: entre estas dos voces, la de dentro
(familiar e íntima) y la de fuera (la del poder y sus leyes) tiene lugar la del
maestro. La del maestro que, cuando lo es, es la palabra que comprende y
libera.
A diferencia del habla afectuosa de la familia, del monólogo
a menudo angustiado de la propia conciencia, de la confesión cómplice de los
iguales, del parloteo de fondo de los medios, o del discurso imperativo de la
norma, de Dios o de la ciencia, la palabra del verdadero maestro se muestra
como un habla que comprende, es decir, un habla que ayuda a pensar,
categorizar, humanizar, verificar y valorar reflexivamente las demás voces; y
también, y por lo mismo, como un habla que nos libera en tanto nos
permite comprender – y, por ello, controlar en lo posible – todo lo que nos habita y nos rodea.
El habla comprensiva del maestro solo puede nacer del saber.
El mejor profesor es el más sabio. Nada hay más simple e inapelable que esto.
Contra la imagen –falsa y nociva– del docente como un técnico (un experto en
didáctica, psicología, retórica...) el verdadero maestro es aquel que, por sus
conocimientos y su bagaje humano despierta en el alumno las ganas de saber y de
ser. Hagan memoria y verán como el maestro que más ha influido para bien en sus
vidas no fue el más innovador, ni el que mejor “comunicaba”, ni el más
simpático, sino aquél que más cosas apasionantes y verdaderas tenía para
contarles y mostrarles, encarnadas en su voz y en su persona.
Para saber hay que vivir. Primum vivere, dice el dicho.
Lo que no dice – y por eso el dicho es falso – es que la vida más vivida es la
vida más pensada. Y la vida pensada es aquella que se deja traspasar por la
palabra. Pensar es hablar y vivir por y desde dentro. Y educar hablar desde lo
hablado, comunicar lo ya pensado y pensarlo – vivirlo – de nuevo otra vez.
Cualquier palabra vale más que mil imágenes, pues solo la
palabra permite la reflexión (hablar de lo que habla). De otro lado, nada
relevante o libre se hace o aprende sin pensarlo y hablarlo antes (que es lo
más activo, con diferencia, que podemos llegar a hacer). La imagen y la mera
praxis han sido siempre armas de seducción y alienación masivas, y solo en la
palabra y el diálogo puede darse la argumentación, la refutación, la disrupción
inteligente, la mayor ironía, la crítica, la libertad.
Hay otra cosa que nunca he echado a faltar en los buenos
profesores: el respeto a la palabra de sus alumnos; esto es, su disposición
sincera a pedirles, ofrecerles y darles la razón y la voz a cada paso. ¿Habrá
más elemental muestra de respeto hacia un ser racional – por joven que sea –
que pedirle y darle razón de todo lo que conviene, o permitir que la inquiera y
exprese él? Los buenos maestros, cuando animan a intervenir, te escuchan como
si fueras a decir la palabra más importante del mundo. Y a veces, y solo por
eso, empiezas a soñar con decirla de veras. Vaya con estas tan torpes mi
homenaje a aquellos que me enseñaron a usarla, a hablar con razones y a
discurrir por todos lados, por oscuros que parezcan, con esa pequeña luz que me
ha hecho compañía hasta en la más oceánica de las incertidumbres. La palabra,
sabia y libre, de mis maestros.
(Artículo publicado en la Revista Ex +, nº 1, de El Periódico Extremadura)
(Artículo publicado en la Revista Ex +, nº 1, de El Periódico Extremadura)
No hay comentarios:
Publicar un comentario