Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Se repite por doquier la versión más ramplona de lo ocurrido
en el Capitolio de Washington. A saber: que hordas de fanáticos (locos conspiranoicos
y neofascistas) manipulados por el (no menos perturbado) presidente
Trump, ocuparon el interior del Capitolio con la intención de dar un golpe
de mano y obligar a revertir el resultado de las elecciones. Increíble cómo
llega a calar un mensaje tan simple (al mismo nivel, de hecho, de los que
alientan a la “turba trumpista”) hasta en los medios y personas más
sofisticadas.
¿Tan incorrecto es contarlo de otro modo? Por ejemplo: el
pasado día 6, miles de ciudadanos, convencidos de la existencia de un
fraude electoral generalizado, acudieron a la capital federal a presionar
a sus representantes y apoyar a su líder político. Una vez allí realizaron
una marcha de protesta hacia el Capitolio, en dónde, muchos de ellos, burlando
a la policía, lograron penetrar en el edificio provocando graves disturbios
(murieron cinco personas) antes de que la revuelta se disolviera y la gente se
marchara a su casa.
¿Notan la diferencia? Por ejemplo: ¿quiénes eran – y a
quiénes representaban – esos manifestantes? ¿Son todos los ciudadanos que
votaron a Trump (casi 74 millones) una turba de locos supremacistas? Si es así,
el país está perdido. Pero es obvio que no es así. Por poco que nos guste, gran
parte del pueblo norteamericano (casi la mitad de los electores) apoya claramente
a Trump. Y la mayoría no son neofascistas, sino demócratas, moralmente
conservadores, convencidos de que la democracia está corrompida por las élites.
¿Que están todos engañados por la demagogia populista de
Trump y su camarilla? Seguro. Pero esa idea no es democráticamente
pertinente. Defender la soberanía popular no casa con la presunción de que la
mitad de la ciudadanía es estúpida y manipulable. O una cosa o la otra.
Considerar al Pueblo como la quintaesencia de la legitimidad democrática
(cuando apoya nuestras ideas) y, a la vez, como un influenciable atajo de críos
(cuando no las apoya), no es coherente (ni democrático).
¿Que no hay pruebas objetivas de fraude electoral? Eso es.
Pero la objetividad es siempre un problema en democracia. Si millones de
votantes están convencidos de que hubo fraude, y de que todo el sistema conspira
para ocultarlo, están en su derecho, no solo de expresar su descontento,
sino de promover una insurrección. El derecho del pueblo (y hasta del
individuo) a romper con el derecho instituido cuando lo considera
irreparablemente injusto es uno de los fundamentos de la democracia liberal, y,
quizá, el elemento análogo, en el gobernado, a lo que representa el estado
de excepción en el gobernante.
Dicho esto, ¿cómo puede resolverse democráticamente una crisis
como esta? Primero, y menos importante (y eficaz): hacer valer el estado de
derecho; la ley ha de caer con la contundencia debida sobre las cabezas de los
rebeldes, empezando por el presidente (el derecho político a la rebelión tiene
– obviamente – su contrapeso en el derecho jurídico a castigar al rebelde que
fracasa). Lo segundo, y más importante (y eficaz): restaurar la confianza en el
sistema en todos los millones de estadounidenses que han dejado de confiar en
él.
Restaurar la confianza y la concordia es una tarea larga y
complicada. Y lo último que se debe hacer para lograrlo es censurar las ideas del
otro. Aunque las empresas de comunicación (Twitter, Facebook, etc.) tienen todo
el derecho del mundo a censurar (de forma muy oportunista en el caso de Trump,
de quien se han servido durante años) a quién quieran – para ello son medios
privados y tienen la “línea editorial” que les apetece –, el Estado, sin
embargo, no. En un Estado democrático no caben “ministerios de la verdad”, sino
asegurar que cada ciudadano o grupo proponga el mensaje que le parezca oportuno
para que los demás lo valoren libremente. Las “leyes mordaza” (y sus sucedáneos
biempensantes, como las leyes contra la “incitación a la violencia y al
odio”) conciben a los ciudadanos como menores de edad y promueven un peligroso
precedente de control de la opinión pública (¿por qué no malinterpretar y
censurar ese mismo artículo, por ejemplo, por ser “demasiado tolerante”
con la violencia popular?).
¿Pueden minimizarse, en fin, los riesgos de la libertad sin
acabar con ella? Por supuesto. Basta con disponer de una ciudadanía
políticamente madura inmune a los demagogos. ¿Que cómo se logra todo esto? Con
una sólida educación (ética y crítica) de los ciudadanos. ¿Y estamos en ello?
No, en absoluto. Más bien todo lo contrario. ¿Entonces? Entonces es probable
que la casi carnavalesca “toma del capitolio” del otro día (con sus armas y sus
muertos a balazos – lo habitual en U.S.A –) no sea más que una tímida premonición
de lo que está por venir.
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