Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Ahora que andamos con los propósitos de año nuevo, recuerdo aquello que me decía un talentoso profesor de ética en la Universidad. ¿Quieres saber cuál es el secreto de una vida feliz? – me preguntó un día mientras charlábamos después de clase –. Claro – le dije yo, esperando una prolija y sesuda explicación –. Pues el secreto – dijo – no reside más que en estar contento.
Aquel profesor no solía hablar en vano. Era tan bueno como
exigente con sus alumnos (paradójicamente, no se contentaba con poco a
la hora de evaluarnos). Así que me quedé pensando: no podía contentarme con esa
respuesta tan simple.
¿Qué es eso de “estar contento”? No es solo conformarse
con lo que hay, pues la expresión también denota alegría. El que está
“contento” reprime o relega sus deseos (de otra cosa) pero, por raro que
parezca, en ese estado de contención encuentra una suerte de alegre plenitud.
La contención de los deseos es una de las dos formas
tradicionales de concebir la felicidad. La otra es la de desatarlos. La primera
fórmula, haciendo una burda simplificación, es la que típicamente se atribuye a
la teosofía oriental, y la segunda es la que, a grandes rasgos, nos define a
los occidentales.
La concepción “occidental” de la felicidad es, desde luego, más
ambigua y mestiza de lo que acabamos de decir (tal como la oriental, a
poco que se profundice). Por ejemplo: si desde nuestra raíz más puramente griega
la felicidad se entiende (no sin matices) en el marco de una moral
inconformista dirigida al logro de metas y deseos, desde nuestra raíz más
oriental o semítica esa ambición incontinente se entiende como el mal supremo.
Esta ambigüedad aparece ilustrada, por cierto, en dos de los mitos mayores de
nuestra civilización: el mito de la caverna platónico y el mito hebreo del
Génesis. Así, si, según el mito platónico, hemos de abandonar la inocencia
originaria – entendida como un estado de imperfección – para iniciar un
inacabable periplo guiado por el eros (deseo) de todo lo bello, bueno y
verdadero, lo debido, en el mito bíblico, es justo lo contrario: contentarnos
con ese estado inicial (y edénico) que es la inocencia y reprimir la ambición (sobre
todo la de saber y “ser como dioses”), so pena de incurrir en el peor de los
pecados. ¿Qué hacer entonces?
Entregado al deseo, la situación del ser humano es trágica. Su
afán de infinito se troca en un infinito afán siempre imposible de satisfacer;
algo que no le ocurre ni a los animales ni a los dioses (los animales porque no
saben todo lo que les falta, y los dioses porque saben que todo lo tienen); solo
el ser humano tiene una noción del todo, siendo tan solo una parte y, por eso,
no se conforma con nada. Una misteriosa intuición de lo perfecto que,
lógicamente, no tiene nada que ver con este mundo, le impide contentarse con
él. “Neti neti” (no es esto, no es aquello) repiten
sistemáticamente los brahmanes hindúes ante cualquier intento de dar forma a lo
divino. Nada es ni será nunca tan perfecto como soñamos.
Frente a este estado de frustración crónica que da el vivir
a tenor de los deseos, el modelo moral oriental recomienda la contención, el
“estar contento”. Esta concepción “zen” de la felicidad choca, sin embargo, con
varios problemas. El principal es que niega nuestra entidad individual. Todo lo
que particularmente somos (conciencia, historia, proyecto) y lo que asociamos a
la vida (el movimiento, el amor a lo que nos falta, el anhelo de perfección, el
deseo de “dejar huella”) son cosas ligadas al deseo. Si lo sustituimos por una
serena y estática aceptación de “lo que es”, toda nuestra individualidad se
desvela como vana – se desvanece –.
¿Qué hacer, entonces, para vivir como debemos y ser felices?
¿Eclipsarnos humildemente para dejar que sea lo que, sin distinción ni tiempo, es?
¿O intentar brillar, soberbios, en el empeño de realizar todo lo que particular
y temporalmente podemos llegar a ser? ¿Callar o hablar? ¿Negarnos – para
serlo todo –, o afirmarnos y tomar distancia – para pensarlo –? ¿La confianza o
la duda? ¿Perdernos (o salvarnos) en Dios, o perdernos (o salvarnos) de
él?
Claro que también cabe un cierto término medio: podemos
contentarnos y aceptar esa incontinencia que trágicamente nos define, o,
también, entender la continencia como un horizonte imposible pero eterna e
incontinentemente deseado. Un horizonte que, al menos – y como aquella
zanahoria del burro – nos haga sentir que vamos hacia algún lado, aunque, al
fondo y en el infinito, todo sea siempre y en cada parte lo mismo. Menos es
nada.
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