Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Que hayan sido los ejecutivos de Twitter los primeros
en juzgar y castigar al presidente del país más poderoso del mundo, eliminando
su cuenta en la red social y condenándole al ostracismo, da mucho que pensar.
El propio director y fundador de la empresa, Jack Dorsey, ha calificado de
peligroso el poder que corporaciones como la suya mantienen sobre la
“conversación pública global”, algo que suena un tanto irónico si asumimos el
control que las grandes plataformas tecnológicas (Microsoft, Google,
Apple, Amazon, Twitter, etc.) tienen ya sobre la práctica
totalidad de nuestras vidas.
A nadie debería escapársele que estas compañías son hoy el
soporte estructural de la economía, la política, y la vida social y cultural,
en prácticamente todo el mundo. No hay mediación simbólica, acción
gubernamental, trámite administrativo o proceso social (trabajo, información,
educación, consumo, ocio, interacción privada) que no se genere o circule, hoy,
a través de los entornos y códigos digitales que tales compañías proporcionan.
Todo depende hoy absolutamente de ellas, pero, fuera de ciertos cenáculos
intelectuales, nadie parece alarmase especialmente por esto.
¿Qué explica este grado de conformidad? Una respuesta
parcial es que los mismos movimientos de resistencia, por nimios que sean, están
mediados por las propias plataformas tecnológicas. De hecho, no solo permitimos
que estas gestionen con naturalidad la mayoría de nuestros actos privados, sino
también todo flujo de información y contrainformación, opinión o acción
política. No es solo Donald Trump el que gobierna hoy a través de Twitter:
lo hace todo personaje, partido, grupo o institución con pretensiones de
conservar o alcanzar el poder. Y de esto no están excluidos los elementos más revolucionarios,
disruptivos o “antisistema”. Todos caben en el logaritmo de las redes y los buscadores;
todos pagan su cuota de cesión de datos, y todos reciben la publicidad y el
valor de capitalización correspondiente por parte de la oligarquía digital al
mando.
De la abducción de lo político por los viejos medios de
comunicación de masas, algo que tanta controversia generó en el siglo pasado,
se ha pasado, pues, y en apenas cuarenta años, a la sustitución de lo real
mismo (no solo lo político, también lo económico, lo social y lo cultural) por una
red de entornos virtuales creados y controlados por un puñado de empresas
tecnológicas. Las nuevas calles, plazas, negocios, escuelas, servicios, locales
de ocio, asociaciones o instituciones, se encuentran, hoy, en esa red, y son
sostenidas y controladas (cuando no directamente gestionadas) por emporios
privados como los de Jack Dorsey. No solo se trata, pues, del poder de callar a
discreción a la gente (al mismo presidente de los EE.UU., sin ir más lejos),
sino de más, de muchísimo más.
¿Qué se puede y debe hacer frente a esta casi perfecta y
descomunal confusión entre el interés común y privado? No es, desde luego,
cuestión de nacionalizar Twitter o de intervenir a las compañías
tecnológicas. Por peligroso que sea dejar a ciertas empresas el control del
escenario global en el que vivimos, poco ganamos aquí con dar esa potestad en
exclusiva al Estado. Es cierto que es en el mismo mundo virtual en que
debatimos, comerciamos, nos informamos, educamos o entretenemos hoy, donde
debemos reconstituir el espacio público robado, pero esta tarea debe estar
fundamentalmente en manos de la ciudadanía. Si algo tienen de bueno las redes
es la capacidad de habilitar una sociedad civil que, con solo una
porción del inmenso poder de gestión y control que poseen las plataformas
tecnológicas, podría tener mucha más relevancia social y política de la que haya
podido tener nunca.
¿Cómo propiciar esta estructura civil? No es sencillo, pero
a la vez es imprescindible, si es que no queremos que nuestros estados
democráticos se conviertan en poco más que departamentos internos de las
grandes corporaciones tecnológicas. Prestar regulación legal, formación y
recursos básicos con objeto de facilitar el acceso generalizado a conexiones de
calidad, promover el uso social de códigos de software libre o constituir plataformas
(de gestión, educación, deliberación o participación ciudadana) de naturaleza no
privada sería, todo ello, un buen comienzo. Desarrollar, a partir de ahí, un
entramado digital de entornos estrictamente públicos (como son todavía nuestras
calles, plazas o edificios estatales), eficaces y atractivos, democráticamente
autorregulados, y libres de manipulación gubernamental, sería un reto aún mayor.
Aunque el primer paso tenemos que darlo, insisto, los ciudadanos; como mínimo,
para que ni Twitter ni nadie puedan cerrarnos la boca.
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