Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Supongamos, además, que las motivaciones de estos
ciudadanos, expuestas cortésmente por ellos (digo “cortésmente” porque no
tendrían obligación de hacerlo), consistieran en opiniones, ideas o creencias
científicamente infundadas, algo a lo que, en términos democráticos, no cabría hacer
ninguna objeción (ninguna ley obliga a nadie a que sus creencias o principios
tengan rigor científico).
¿Qué hacer en este caso? Un gobierno que, a diferencia del
grueso de la población, se guiara por criterios más racionales o científicos,
podría proponer alguna ley que obligara a anteponer dichos criterios en
decisiones que afectaran a todos. Pero imaginen que la mayoría de los
ciudadanos, o los políticos que la representan, rechazaran esa ley. Aquí
acabaría, aparentemente, todo posible recorrido democrático.
Ahora bien, ¿debemos acatar siempre la voluntad popular, por
irracional que esta sea? No se trata de una pregunta baladí: las naciones
democráticas caen una y otra vez en derivas populistas tan políticamente
legítimas como peligrosas. Los movimientos antivacunas, el patrioterismo
nacionalista, la histeria en torno a los inmigrantes o el amplio catálogo de
creencias conspiranoicas en torno al poder de élites secretas, son
ejemplos más o menos recientes a considerar.
Las oleadas populistas obligan a los gobiernos a
contemporizar con ellas o, en el peor de los casos, a ceder espacio político a
demagogos que representen mejor el “sentir popular”. Y no hay constitución,
tribunal o procedimiento moderador que nos libre de esto. Si la mayoría se empeña
se puede modificar lo que haga falta, desde la Constitución a los propios
procedimientos de modificación; sin que nada de ello deje de ser escrupulosamente
democrático.
¿Qué hacer, entonces, frente a estas derivas populistas? De poco
sirve endurecer la ley. Obligar a la gente a vacunarse (o a lo que sea), censurar
“mensajes de odio” (o de lo que sea), reprimir movilizaciones o ilegalizar partidos
políticos, son medidas contraproducentes y de dudosa calidad democrática, amén
de peligrosamente reversibles. La única opción es, por tanto, la del diálogo.
Si una parte de la ciudadanía hace caso omiso de lo que otra parte considera
racional, no queda más que poner ambas partes a discutir. Por eso es tan
importante que, en lugar de engordar al Estado con ilustrados comités de
expertos que dirijan sabiamente a la opinión pública (con la pandemia, algunos
insensatos han llegado a reclamar, incluso, una suerte de “vicepresidencia
científica” con poderes ejecutivos), nos preocupemos de fomentar y dar cauce a
ese procedimiento neto de legitimación democrática que son la deliberación y el
diálogo ciudadano.
No hay ningún ser humano en ejercicio (sean cuáles sean sus
creencias) que soporte vivir en la contradicción; bastaría, pues, con reducir
sus ideas al absurdo para remover sus opiniones y obligarlo a un diálogo
honesto y fructífero con sus vecinos. Dar una dimensión política y sistémica a
esta solución “socrática”, en el marco de nuestras sociedades complejas, parece
quimérico, pero no es imposible. Requeriría, eso sí, de mucho valor e
imaginación. Los cambios tendrían que ser radicales. No solo – aunque sí fundamentalmente
– en el ámbito educativo, sino también en el propio organigrama político, de
manera que la deliberación pública tuviera un papel institucional realmente
determinante. Un parlamento de ciudadanos elegidos parcialmente al azar y periódicamente
renovados, y en el que la lucha por el poder careciera, por tanto, de
relevancia, representaría, a este respecto, una fórmula a tener en cuenta.
Parece ingenuo, pero no perdemos nada por probar. Por lenta
y arriesgada que pueda ser, sin una reforma de calado nuestras democracias
estarán cada vez más cerca de desintegrarse en una proliferación de populismos
insensatos y de demagogos dispuestos a capitalizarlos. No es que esta situación
sea, en absoluto, nueva (en rigor, es un defecto congénito de la propia
democracia), pero advertirla podría ayudar a algo que sí que sería
históricamente sustantivo: ponerle remedio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario