Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Durante estos días, los países más ricos, con la UE y EE. UU
a la cabeza, han vuelto a rechazar la propuesta de Sudáfrica e India al Consejo
de los ADPIC (Acuerdos de Propiedad Intelectual) de la Organización Mundial del
Comercio (OMC), para aplicar una liberación temporal y parcial de las patentes
en medicamentos, vacunas, pruebas de diagnóstico y otras tecnologías contra la
COVID-19. Una propuesta que ha inspirado movilizaciones ciudadanas (como Right
to Cure en Europa) y que cuenta con el apoyo de la mayoría de las naciones
de la OMC (más de cien países), de ONG como Médicos Sin Fronteras, o del mismo
director de la Organización Mundial de la Salud, Tedros Adhanom.
La liberación temporal de las patentes permitiría, según
estos países y organizaciones, que muchos otros laboratorios y empresas
pudieran fabricar y distribuir las vacunas en todo el mundo, acelerando así el
proceso de inmunización y poniendo fin a la sangría humana, social y económica
que está provocando la pandemia.
La posibilidad de una liberación como la citada está,
además, contemplada en acuerdos internacionales como la Declaración de Doha en
2001, o el Acuerdo de Marrakech de 1994, en el que se prevé también la opción
de exigir a las empresas licencias obligatorias para, por ejemplo,
fabricar genéricos (previa indemnización a dichas empresas), en contextos de
grave crisis sanitaria.
En el caso presente, a la extrema gravedad de la situación –
una epidemia global de proporciones desconocidas que mantiene paralizado al
mundo – se une el hecho de que las vacunas cuyas patentes se pretenden
liberalizar han sido desarrolladas merced a enormes inversiones de dinero
público (unos 10.000 millones de euros tan solo en la U.E.), por lo que exigir
la exención temporal de tales patentes no equivaldría más que a reclamar un
retorno parcial, obligado por las circunstancias, de aquellas mismas
inversiones
De otra parte, el argumento esgrimido por el lobby
farmacéutico, según el cual la liberación de patentes “desincentivaría” a largo
plazo la investigación e innovación médica, es exagerado o falso. Es exagerado
porque la liberación tendría carácter temporal (el tiempo que dure la
pandemia), y es falso porque el ansia de beneficios económicos millonarios
(como son los que procuran las patentes a las grandes farmacéuticas) no es el
único ni el principal incentivo de la investigación médica. De hecho, gran
parte de los medicamentos desarrollados por las multinacionales farmacéuticas
son comprados a bajo coste a universidades, institutos de investigación (muchos
de ellos públicos) o pequeñas empresas que trabajan con márgenes de beneficios
razonables, sin que eso resienta en nada la vocación de sus investigadores. Las
patentes exclusivas suponen, además, una grave limitación al intercambio de
información que se requiere para el desarrollo del conocimiento, algo especialmente
doloso cuándo nos referimos a las ciencias de las que dependen la salud y el
bienestar de todos.
La justificada mala prensa de las multinacionales
farmacéuticas (debido a la opacidad de sus políticas de precios, sus
escandalosas estrategias especulativas o el saqueo continuo al que someten a
los sistemas de salud pública), junto a lo excepcional de la situación (la
mayor campaña de vacunación colectiva de la historia), representan, así, una
ocasión única para limitar el inmenso poder de aquellas y reestructurar la
gestión de un bien de primera necesidad como son los medicamentos básicos.
Los gobiernos no tienen, en esto, más que ser consecuentes
con sus propias leyes y declaraciones (el artículo 122 del Tratado de la UE o,
en el caso español, lo consignado en la Estrategia de Respuesta Conjunta de
la Cooperación Española con la Pandemia de Covid-19) para promover
políticas de propiedad intelectual orientadas a facilitar el acceso universal y
equitativo a las vacunas – un “bien mundial común”, como ha declarado
reiteradamente la presidenta de la Comisión Europea –.
De este modo, y más allá de ineficaces componendas
caritativas (como los fondos COVAX), y frente a la estrategia suicida de los
países ricos de acaparar la producción de vacunas (algo que retrasaría durante
años la vacunación en los países más pobres, con el consiguiente riesgo para
todos), se impone forzar a las empresas farmacéuticas a compartir sus patentes
a nivel global, establecer políticas de precios máximos, sumarse a la
iniciativa de la OMS para compartir el conocimiento científico desarrollado
contra la COVID-19 (iniciativa C-TAP) y establecer un riguroso control
internacional sobre la producción y distribución de medicamentos esenciales,
algo que no puede estar, en estas catastróficas circunstancias, al albur de los
intereses especulativos de las compañías farmacéuticas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario