miércoles, 10 de febrero de 2021

Ponernos existencialistas

 

Este artículo fue originalmente publicado en El Periódico Extremadura.


Ponerse uno existencialista” equivale, en el habla común, a ponerse uno profundo o filosófico, algo que tiene mucho que ver con la popularidad que esta corriente filosófica llegó a adquirir en la segunda mitad del siglo XX, y que provocó que aun hoy se la confunda con la filosofía misma.

Son varios los motivos que hicieron del existencialismo una filosofía tan popular. El primero es que, más allá de tecnicismos y sutilezas, mantiene una tesis extremadamente simple y que, en cierto modo, justifica esa obsesión natural por estar mirándonos (complacida o angustiosamente) el ombligo, a saber: que nuestra propia y particular existencia es el “dato” fundamental del que partir en cualquier posible consideración del mundo.

El segundo motivo pudo ser el gran despliegue artístico (casi más que propiamente filosófico) que tuvo el movimiento. Bebernos las novelas de Mann, Hesse o Camus, el teatro de Sartre o Beckett, o las películas de Bergman o Bertolucci, para exhibir luego, embriagados de lucidez y amargura, la pose de aquellos antihéroes existencialistas, con su aire de estar de vuelta, por aulas y cafés, fue un momento estético, por decirlo con Kierkegaard, por el que cruzó casi toda mi generación.

El tercer motivo es, empero, el más importante: el existencialismo es una filosofía que integra perfectamente la mayoría de los prejuicios propios al espíritu moderno. Es por eso que sus ideas nos parecen tan claras y distintas (por oscuras o confusas que sean) y nos resulta tan fácil identificarnos con ellas. Veamos cuáles son.

Como dijimos, la tesis central del existencialismo es la de que no hay dato más objetivo que el de la inefable y subjetiva experiencia de existir. Primum vivere deinde philosophari. Existo, luego actúo, siento, quiero, pienso… Todo esto de que la existencia precede a la idea es una muy discutible idea, pero parece que prende fuerte cuando – como hoy – no hay nada más trascendente a lo que agarrarse que al hecho (crudo y trivial) de estar vivos.

Otra creencia fetén del existencialismo es la de que somos radicalmente libres para hacer de nuestra vida lo que queramos. La idea de que cada persona se hace a sí misma (como una especie de artista de sí), o la de que podemos ser lo que nos propongamos (sean cuales sean las circunstancias), casan bien con la doctrina existencialista de la libertad, según la cual el ser humano, por carecer completamente de esencia, debe ser aquello que elija, a cada momento, ser.

La libertad es, para los filósofos de esta corriente, la expresión más propia del existir humano y, como tal, se concibe como algo previo a todo concepto o valor. Los propios valores son elegidos subjetivamente por cada cual, de manera que, en el fondo, no elegimos algo por ser justo o bueno (al contrario: será justo o bueno solo si lo elegimos), sino por un acto de espontaneidad inexplicable. Esta concepción irracionalista de la elección como manifestación incondicionada de la existencia es, en esencia, la misma que presupone hoy en nosotros la industria del entretenimiento y el consumo, invitándonos constantemente a ejercer una libertad libre de restricciones, juicios o criterios previos. 

Somos, así, tan condenadamente libres que – según el existencialismo – podemos (y debemos, que es lo raro) elegir nuestros propios valores, conscientes, a la vez, de que, si los valores son una elección subjetiva, no hay criterio objetivo alguno con el que distinguir lo realmente valioso de lo que no lo es.

Este último sinsentido se agrava si reparamos en la consideración existencialista del “sentido de la vida”. Arrojados a la existencia – dicen Sartre o Heidegger –, y sin más fin que la nada de la muerte, nuestra vida es una pasión inútil, un simple juego al que, sin embargo, parece que debemos entregarnos con trágica seriedad. Aunque, ¿por qué? ¿Qué sentido tendría luchar o comprometerse con nada si nada tiene, finalmente, sentido? ¿No sería más sensato entregarse a ese tibio y gozoso dejarse llevar en que vegeta la mayoría (y al que el existencialista tacha, de manera injustificable, de modo “inauténtico” de vivir)?

Confundir el mundo con nuestro propio ombligo, creer que podemos autogenerarnos – como onanistas y libérrimos demiurgos – sin planos o esencias previas, autoproclamarnos como supremos legisladores morales, o burlarnos de toda idea que trascienda el nudo y simple (pero sagrado e inefable para el creyente) hecho de la existencia, son algunos de los dogmas de fe del existencialismo y de casi cualquiera de nosotros. Pensémoslos ahora a fondo, y dejemos de “ponernos existencialistas”.

 

 

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