Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Nos enteramos estos días que SS.MM. los reyes envían a su
primogénita a estudiar a un costoso colegio privado del Reino Unido. El asunto es,
sin duda, polémico. No ya por el coste (más de 75.000 euros, que van a sufragar
los padres), ni porque el colegio esté en el extranjero, sino – al menos para
mí – por el hecho de que los reyes insistan en evitar los centros públicos para
educar a sus hijas.
¿Y por qué es esto tan relevante? Imaginen que el
presidente, no sé, de Toyota, exhibiera como coche propio un Mercedes-Benz, o
que Bill Gates declarase que en su familia solo se usan ordenadores Apple. El
escándalo sería mayúsculo. Pues bien, ¿qué diferencia sustancial encuentran
ustedes entre estos casos y el de que la máxima autoridad del Estado
rehúse utilizar los recursos educativos del Estado para la formación de
sus hijos?
El mensaje que transmiten los reyes al escolarizar
sistemáticamente a la princesa y la infanta en colegios privados es,
obviamente, que los públicos no le merecen confianza. O mejor (y peor) aún: que
el Estado (al que encarna el rey) no sigue, en la práctica, los principios
políticos sobre los que asienta su legitimidad, y que aquello de que la escuela
es “un elemento de cohesión social que garantiza la igualdad de oportunidades
entre todos los españoles” no es más que retórica huera.
Más allá de las proclamas oficiales – parecen decirnos los reyes
con su decisión –, todo el mundo sabe que no es lo mismo un colegio privado
que público. En el primero tus hijos harán migas y agenda con las familias
más encumbradas; en el segundo vete tú a saber. En el primero tus hijos
disfrutarán de ratios bajísimas, de instalaciones de lujo y de una pedagogía
innovadora; en el segundo se hará lo que se pueda. En el primero el pensamiento
crítico, la filosofía (la princesa estudiará teoría del conocimiento) o el arte
serán elementos de primer orden; en el segundo no serán más que pijerías –
¿para qué va a aprender a disfrutar del arte o a analizar críticamente cómo se construye
la información el hijo de un obrero, que lo único que va a hacer es ver la tele
y consumir esa información? –…
El mensaje real es, pues, que las cosas no han cambiado un
ápice (si no cambian en la educación, ¿en qué van a hacerlo?): el que vale (por
ser hijo de quien es) vale, y va al colegio fetén sí o sí, y el que no (por ser
hijo de un cualquiera) tendrá que conformarse con ese recurso para los menos
pudientes o exigentes que es el centro público – del que, por supuesto, y como
excepción que justifica la regla, siempre podrá surgir algún advenedizo y
voluntarioso triunfador con el que dar ejemplo a los hijos de la plebe –.
Frente a este mensaje claro y meridiano, los argumentos de
los que intentan justificar la decisión real son triviales. Veámoslos. Muchos
de los que he oído empiezan por desgranar las (innegables) virtudes del futuro
colegio de la princesa, y de las que, obviamente, carecen los colegios del
Estado, algo que (parece deducirse) obligaría al jefe del Estado (que, por
supuesto, nada tiene que ver con el estado del Estado al que representa)
a educar a la futura jefa del Estado en colegios no estatales. Tal como suena.
Otro de los argumentos parte de la idea de que a los reyes (y
clases dirigentes en general) hay que educarlos de forma diferente (por
ejemplo, en modales y protocolo), como si formarse en compañía de los
ciudadanos sobre los que ha de (democráticamente) reinar no fuera algo infinitamente
más importante que aprender a saludar al cuerpo diplomático.
Un tercer argumento alude a lo oportuno que resulta que los
jóvenes estudien en el extranjero. Pero, amén de preguntarnos por qué no todos
los jóvenes pueden permitirse ese lujo, ¿justifica esto que las infantas hayan
estudiado toda la primaria y secundaria en uno de los colegios privados más
elitistas de Madrid?
En cuanto al argumento de la libertad de elección, el
problema es que las elecciones del jefe del Estado (siempre en la misma dirección:
la de la enseñanza privada) muestran bien a las claras que hay colegios más
elegibles que otros, y que los elegibles (para el que puede pagarlos) son los
privados. Esto sin considerar hasta qué punto no debe intervenir el gobierno en
las decisiones que afectan a la educación de la futura reina de todos los
españoles (también de los que van a colegios públicos).
No sé, en fin, si a alguno de ustedes les convencen esos
argumentos, pero yo no logro ver en la decisión de los reyes más que una
muestra de olímpico desdén hacia la educación pública y todo lo que esta
representa. Y que ese gesto provenga de la máxima institución del Estado es
para que el país entero se lo haga mirar.
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