Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
La educación ética y política es consustancial a la idea de democracia. En cuanto que en ella la soberanía o facultad de establecer la ley (es decir, de fijar, por norma, “lo que debe ser”) es ejercida por todos, la educación de todos en el discernimiento de lo que es debido o justo resulta fundamental. En ningún otro régimen político es necesario este tipo de educación, pues en ningún otro régimen político son los propios ciudadanos los que determinan las leyes.
Enseñar a los ciudadanos a ejercer su soberanía es, pues, la
prioridad educativa absoluta en una democracia que se tome en serio a sí misma
(¿cómo no va a ser prioritaria la educación sobre cómo deben ser de
prioritarias las cosas?). Si en otros regímenes se adiestra a los súbditos para
la obediencia, en democracia hay que educarlos para el gobierno (de sí mismos y
de lo común a todos). No hay principio democrático (libertad, igualdad…) que no
dependa del logro de este propósito educativo. Sin esa educación no seríamos
libres ni iguales, pues estaríamos sojuzgados, sin siquiera saberlo, por
aquellos que han podido gozar de ella…
¿Y en qué debe consistir la educación para determinar
el “deber ser” de las leyes, esto es: para el ejercicio fundamental de la
ciudadanía? La capacitación del juicio moral y político requiere, ante
todo, del aprendizaje de aquellas habilidades reflexivas y crítico-racionales
que (además de capacitarnos como ciudadanos y delimitar nuestra especificidad
humana) pertenecen por derecho propio a la filosofía, es decir, al saber que
inquiere racionalmente por el “deber ser” o esencia de todo (empezando
por ella misma), sometiendo a crítica a aquello que no se ajusta a dicha norma
o esencia.
Democracia, educación cívica y filosofía son, así y por
principio, interdependientes. En las tres se trata de esclarecer reflexiva y dialécticamente
el ámbito, siempre perfectible y sujeto a controversia, de lo normativo (solo democráticamente se dilucida lo que debe
ser democrático, solo es educación aquella que educa para educarse, solo mediante
la filosofía se puede juzgar tal o cual juicio o filosofía política o
educativa...).
Desgraciadamente, a esta educación ético-política o, en
general, filosófica, se la sustituye habitualmente por inútiles sucedáneos, tal
como cursos de adoctrinamiento en valores
democráticos, olvidando que la educación de un ciudadano (a diferencia del
adiestramiento de un súbdito) consiste, fundamentalmente, en enseñarle a
discriminar por sí mismo lo que es justo y bueno (lo “democráticamente valioso”
no es previo, sino posterior a esa discriminación), y no en dictárselo o
inculcárselo como a un ser incapaz de juicio.
Además, el discernimiento propio de “lo que debe ser”, y la
prudencia para lograr que eso que debe ser sea, requieren del análisis
previo de ideas y valores, del dominio de las herramientas lógicas y
dialécticas con que juzgar y juzgar lo juzgado por otros, y de un interés bien
fundado (en razones) por el bien común, que solo la filosofía en sentido
amplio, y la ética y la filosofía política como disciplinas suyas, pueden
proporcionar (ni la historia ni ninguna otra ciencia positiva se ocupa del
“deber ser” – sino, a lo sumo, de esa estrecha parte del ser que son los hechos
–).
Sin esta educación ético-política del juicio, la democracia
no será más que teatro con el que disfrazar la imposición de los
impulsos, deseos y prejuicios de la mayoría, o, mejor, los de aquellos
(ignorantes, aun ricos y poderosos) que consiguen crispar, polarizar y
manipular emocionalmente a la mayoría.
Con una genuina educación ética y política veríamos, por el
contrario, cómo, a largo plazo, los ciudadanos asumirían con naturalidad (y no
como una carga insoportable) el “coste” de informarse y reflexionar antes de
emitir un juicio, voto u opinión pública, categorizarían y valorarían con
pasmosa facilidad (como basura) la ingente cantidad de sobreinformación de la
que viven medios y redes, y aprenderían a reducir en un elevadísimo tanto por
ciento el plantel de opinadores, tertulianos y parlamentarios dignos de ser
escuchados (bastaría con enseñarles a detectar diez o doce falacias
argumentales básicas).
Ya ven que todo son ventajas. Aunque, pese a ello, verán
también como nadie nos hace caso. A estas reflexiones suele imponérseles
siempre, o bien una suerte de pesimismo antropológico (“la gente prefiere por
naturaleza ser adoctrinada o manipulada a tomarse el trabajo de pensar y
gobernarse por sí misma”) o/y bien la ignorancia de aquellos que, por carecer
de un juicio bien educado, son incapaces de valorar la suprema importancia de
educar el juicio.
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