Este artículo fue originalmente publicado por el autor en la Revista Ex+
¿Qué más podríamos pedir? En rigor, nada. Lo que nos toca
ahora es dar y pagar. Pagar, por ejemplo, la deuda con nuestros mayores, que lo
dieron todo para que nosotros disfrutáramos de sus logros. Pero dar y pagar
también por lo que dejamos a las generaciones más jóvenes: un mundo amenazado
por el cambio climático, preñado de desigualdades cada vez más profundas, orwellianamente
vigilado, y en el que disponer de una enseñanza o sanidad públicas de calidad,
contar con un retiro digno, o poder encontrar trabajo y echar raíces, empiezan
a parecernos privilegios a extinguir, en lugar de derechos conquistados tras
siglos de lucha.
Pienso en todo esto cada vez que oigo a mis jovencísimos
alumnos soñar en voz alta con sus futuras carreras y todo lo que piensan hacer
en una vida que imaginan, al menos, como la nuestra: en paz, libre, fiada a un
trabajo estable (vocacional incluso) y protegida por el Estado. Para lograrlo,
estudian como posesos, convencidos de que el “triunfo” es cuestión de trabajo y
méritos, y se pertrechan con dosis incalculables de paciencia y esperanza, sin
ser del todo conscientes, me temo, de lo que se les viene encima.
¿Estamos educando de forma adecuada a los jóvenes para
afrontar un porvenir que se pinta, con razón, cada vez más oscuro? De momento,
lo único que se nos ocurre es exigirles un frustrante sobreesfuerzo formativo
(en absoluto acompañado de una oferta laboral equiparable), y una infinita
capacidad de adaptación (“flexibilidad, resiliencia, dinamismo” se le llama en
la jerga neoliberal) para aceptar con buen ánimo cualquier cosa que quiera
depararles el mercado. Pero esto no es, ni mucho menos, justo o suficiente. Les
debemos más, muchísimo más.
De entrada, y en el ámbito educativo, los más jóvenes
necesitan una rigurosa formación crítica, por la que puedan tomar consciencia
de la crisis civilizatoria que les acecha y de sus causas políticas e ideológicas.
Quien no conoce el mundo, no puede cambiarlo. De nada les sirve a los jóvenes
hincharse de conocimientos “técnicos” o instrumentales en un orden en el que
los fines representan algo ajeno a su bienestar y sus posibilidades de
futuro.
En segundo lugar, los más adultos hemos de dar ejemplo de
responsabilidad ante esta situación y exigir un reparto más equitativo de las
oportunidades y los beneficios. El pacto intergeneracional – por el que
los jóvenes aceptan el statu quo de sus mayores convencidos de heredar
algún día sus privilegios – está hoy más que quebrado, y es claro que nos toca
a nosotros repararlo.
Esto no quiere decir que los jóvenes no tengan nada que
hacer en todo esto. Su compromiso activo es fundamental para cambiar las cosas.
De hecho, y contra todos los tópicos, los estudios muestran que los jóvenes
están cada vez más interesados en política (aunque no exactamente en la
política tradicional). Y tiene sentido. No todo puede ser “resiliencia”: hacen
falta también resistencia, capacidad especulativa para imaginar otro mundo, y
movilización social para construirlo. Propuestas como un ingreso mínimo
ciudadano, una regularización estricta de los empleos hoy precarios, o muchas
más ayudas públicas para los que comienzan a abrirse camino (becas, alquileres
públicos, medidas de apoyo a la natalidad) son solo unos tímidos primeros
pasos. Pero hay que dar otros, mucho más radicales, sin los que el futuro se
prevé insostenible.
Recuerdo un viejo cuento de Achille Campanile en el que se
narra la fabulosa historia de un tipo que, recién muerto, es llevado al
purgatorio para ser juzgado. Mientras aguarda al juez, va desgranando
mentalmente sus pecados y la manera de justificarlos, incapaz de imaginar que
quien va a juzgarle no es sino él mismo, pero con el alma, la franqueza, los
escrúpulos morales y los ideales de su juventud. La moraleja es clara: seamos
fieles a lo mejor que fuimos, y démosle paso encarnado en la vida de esos otros
jóvenes, plenos de voluntad e ideas, que han de tomar, hoy, el timón de un
mundo que es ya mucho más suyo que nuestro
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