martes, 2 de marzo de 2021

Dar paso

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en la Revista Ex+ 


Me decía hace poco una joven e influyente amiga que aquellos que hoy frisamos los cincuenta somos, probablemente, la generación más afortunada de la historia de este país. Y a fe que tenía razón: gozamos, durante la infancia, de los prósperos años del desarrollismo franquista; disfrutamos, ya jóvenes, de las libertades recién conquistadas y de una educación superior casi gratuita; y accedimos relativamente pronto a empleos dignos y estables. Incluso de viejos, y a poco que nos descuidemos, podemos llegar a ser de los últimos en disfrutar de unas pensiones y unos servicios sociales propios de un país civilizado.

¿Qué más podríamos pedir? En rigor, nada. Lo que nos toca ahora es dar y pagar. Pagar, por ejemplo, la deuda con nuestros mayores, que lo dieron todo para que nosotros disfrutáramos de sus logros. Pero dar y pagar también por lo que dejamos a las generaciones más jóvenes: un mundo amenazado por el cambio climático, preñado de desigualdades cada vez más profundas, orwellianamente vigilado, y en el que disponer de una enseñanza o sanidad públicas de calidad, contar con un retiro digno, o poder encontrar trabajo y echar raíces, empiezan a parecernos privilegios a extinguir, en lugar de derechos conquistados tras siglos de lucha. 

Pienso en todo esto cada vez que oigo a mis jovencísimos alumnos soñar en voz alta con sus futuras carreras y todo lo que piensan hacer en una vida que imaginan, al menos, como la nuestra: en paz, libre, fiada a un trabajo estable (vocacional incluso) y protegida por el Estado. Para lograrlo, estudian como posesos, convencidos de que el “triunfo” es cuestión de trabajo y méritos, y se pertrechan con dosis incalculables de paciencia y esperanza, sin ser del todo conscientes, me temo, de lo que se les viene encima.

¿Estamos educando de forma adecuada a los jóvenes para afrontar un porvenir que se pinta, con razón, cada vez más oscuro? De momento, lo único que se nos ocurre es exigirles un frustrante sobreesfuerzo formativo (en absoluto acompañado de una oferta laboral equiparable), y una infinita capacidad de adaptación (“flexibilidad, resiliencia, dinamismo” se le llama en la jerga neoliberal) para aceptar con buen ánimo cualquier cosa que quiera depararles el mercado. Pero esto no es, ni mucho menos, justo o suficiente. Les debemos más, muchísimo más.

De entrada, y en el ámbito educativo, los más jóvenes necesitan una rigurosa formación crítica, por la que puedan tomar consciencia de la crisis civilizatoria que les acecha y de sus causas políticas e ideológicas. Quien no conoce el mundo, no puede cambiarlo. De nada les sirve a los jóvenes hincharse de conocimientos “técnicos” o instrumentales en un orden en el que los fines representan algo ajeno a su bienestar y sus posibilidades de futuro. 

En segundo lugar, los más adultos hemos de dar ejemplo de responsabilidad ante esta situación y exigir un reparto más equitativo de las oportunidades y los beneficios. El pacto intergeneracional – por el que los jóvenes aceptan el statu quo de sus mayores convencidos de heredar algún día sus privilegios – está hoy más que quebrado, y es claro que nos toca a nosotros repararlo.

Esto no quiere decir que los jóvenes no tengan nada que hacer en todo esto. Su compromiso activo es fundamental para cambiar las cosas. De hecho, y contra todos los tópicos, los estudios muestran que los jóvenes están cada vez más interesados en política (aunque no exactamente en la política tradicional). Y tiene sentido. No todo puede ser “resiliencia”: hacen falta también resistencia, capacidad especulativa para imaginar otro mundo, y movilización social para construirlo. Propuestas como un ingreso mínimo ciudadano, una regularización estricta de los empleos hoy precarios, o muchas más ayudas públicas para los que comienzan a abrirse camino (becas, alquileres públicos, medidas de apoyo a la natalidad) son solo unos tímidos primeros pasos. Pero hay que dar otros, mucho más radicales, sin los que el futuro se prevé insostenible.

Recuerdo un viejo cuento de Achille Campanile en el que se narra la fabulosa historia de un tipo que, recién muerto, es llevado al purgatorio para ser juzgado. Mientras aguarda al juez, va desgranando mentalmente sus pecados y la manera de justificarlos, incapaz de imaginar que quien va a juzgarle no es sino él mismo, pero con el alma, la franqueza, los escrúpulos morales y los ideales de su juventud. La moraleja es clara: seamos fieles a lo mejor que fuimos, y démosle paso encarnado en la vida de esos otros jóvenes, plenos de voluntad e ideas, que han de tomar, hoy, el timón de un mundo que es ya mucho más suyo que nuestro

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