Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Cuando comencé la
licenciatura, hace treinta años, la Facultad de Filosofía estaba aún repleta de
profesores cercanos al OPUS, la Iglesia y/o más o menos afectos – algunos – al
“antiguo régimen”, así que, rojo y ateo que era uno, acudía a sus clases con la
escopeta dialéctica cargada y dispuesto a discutirles todo lo que pudiera. Para
mí sorpresa, no solo se podía discutir con ellos, sino que incluso eran ellos
los que, a veces, no dejaban pasar ni una sin razonarlo a conciencia.
Ya por de pronto, y lejos
del autoritarismo que se les suponía, me sorprendió que aplicaran el mismo “soft
power” pedagógico que los profesores más jóvenes y “de izquierdas” que yo
admiraba. Así, tanto unos como otros minusvaloraban (retóricamente) la
jerarquía entre docentes y alumnos, se mostraban cercanos y accesibles (“se
enrollaban”, solíamos decir entonces) y declaraban, ante todo, estar abiertos
siempre, y en todo, al diálogo.
Y en esto del
diálogo vino mí mayor pasmo. Resulta que aquellos profesores calificados (por
la “intelligentsia” estudiantil) de “carcas”, teístas y dogmáticos, se
prestaban a dialogar mucho más que aquellos otros que, pese a su apariencia “alternativa”
o su furibundo nietzscheanismo, se mostraban menos dados a cuestionar
sus propios prejuicios (que eran también los míos).
Las generalizaciones
son odiosas, pero no puedo negar que, desde entonces (y hasta ahora), la mayor
parte de las veces que he leído o tratado a pensadores tachados a priori
de reaccionarios o dogmáticos (esencialistas, apóstoles del derecho natural,
teístas jesuíticos, metafísicos olvidados…) he encontrado a tipos que
demostraban un exquisito respeto por los argumentos en general (y por los del
contrario en particular), amén de rigor y capacidad para asumir todo lo que
significa pensar a fondo (con todas sus consecuencias) lo que creemos
superficialmente pensar.
Sin embargo y al
revés, con aquellos filósofos y colegas de la “izquierda intelectual”, y con
los que comparto más afinidad ideológica, me resulta a veces imposible el
diálogo. De entrada, no suelen aceptar hablar seriamente de todo: hay temas y
perspectivas relevantes – están de moda, son de las “nuestras” – y otras que
solo generan silencio o sonrisas displicentes. De otro lado, consideran los
argumentos como “objetos sospechosos” (ocultadores de la realidad, tiranos de
la experiencia, “falogocéntricos” dispositivos de poder…), aunque no por ello
se priven de usarlos constantemente. Y, por último, muestran, a mi juicio, una
profunda incapacidad para asumir (no digamos pensar o cuestionar) la parte más dogmática
o axiomática de sus teorías.
¿Por qué ocurre
esto? Lo ignoro. Quizá un teísta o creyente no necesite agarrarse con tanta
desesperación como un ateo a sus más mundanas creencias (con Dios como red
de seguridad uno se atreve a discutir de todo). O tal vez sea ese
injustificable complejo de superioridad moral y filosófica que sufre a menudo
el intelectual de izquierdas, y que hace que conciba sus tesis como dogmas de
fe.
El otro día – para
muestra un botón –, en un seminario universitario repleto de profesores de lo
más iconoclasta (aunque dedicados, todos, a la idolatría más posmoderna) se me
ocurrió insinuar que tal vez no teníamos suficientes argumentos para sostener
lo que se estaba sosteniendo de modo natural (es decir: porque está de moda y
la tribu entera lo mantiene). Y tras la reacción de costumbre (silencio,
sonrisas compasivas, incredulidad), uno de los profesores, el más dicharachero,
no pudo resistirse: “¡Y qué coño – exclamó divertido –, esto también es cosa de
fe!”. Solo le faltó proponer que compartiésemos unas birras.
Porque esa es otra:
en el colmo de la desfachatez y la intolerancia disfrazada de buen rollo, es corriente
entre mis colegas de la izquierda intelectual que se aborten las
discusiones esenciales con una especie de repentina deflación cordial. Es lo de
“esto se arregla con una cervecita”; lo cual viene a decir que la verdad
importa un comino, que el diálogo es, en el fondo, banal y que, puestos a vivir
en la noche en que todos los gatos son pardos, mejor es estar un poco más
ciegos.
Así que, ya ven, en
esta comedia del mundo los dogmáticos son, a veces, los que más razonan, y los anti-dogmáticos
los que – místicos sobrevenidos – aborrecen de todo lo que “imponga” esa
satánica prostituta (Lutero dixit) que es la razón. Sobra decir que los peligrosos
son, hoy, los segundos: te ahogan en cerveza (o en la escolástica que esté de
moda) igual que los primeros, en sus buenos tiempos, lo hacían en el agua: para
probar, igualmente, tu inocencia.
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