Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
La idea moderna de Estado se fundó sobre la creencia de que
los seres humanos somos, por definición, malos y egoístas. Una creencia (esta
del “homo hominis lupus”) que no se deja corroborar por hechos (de hecho, sin
la gran capacidad para cooperar que tenemos no estaríamos ahora aquí), pero que
se sigue de una cierta concepción judeocristiana de la naturaleza culpable del
hombre, algo de lo que no se libró en absoluto una modernidad que, en gran
medida, es la hija secular del protestantismo.
Un buen ejemplo de este estado ideológico-religioso de cosas
fue la institución, durante el siglo XVIII, de la democracia representativa en
sus dos principales versiones: la norteamericana y la francesa, ambas salidas,
en gran parte, de las cabezas de los filósofos (de Locke, la primera, y de
Rousseau la segunda), y ambas empeñadas, pese a sus discrepancias, en mantener
un pesimismo congénito con respecto a la condición humana en general – y a la
del pueblo en particular –.
Muestra de este pesimismo recalcitrante es el reparto de
funciones en la democracia liberal, en la que el pueblo reina (u ostenta
la soberanía) pero no gobierna, sino que se limita a refrendar con su
voto a las élites de notables (los partidos) que se turnan en el poder. Tras
esta distribución de tareas está la presunción, no solo de la incapacidad del pueblo
para gobernar, sino, más aún, del incorregible egoísmo de la mayoría, lo que no
daría pie a más proyecto común que al de un “laissez faire” arbitrado por el
Estado. Muchos siguen creyendo hoy que es esto, y no otra cosa, lo único que
puede y debe ser la democracia: un simple marco legal en que dirimir (de forma
más o menos equitativa) la inevitable lucha darwiniana por la existencia.
De otra parte, en el modelo republicano de estado debido a
Rousseau y la Revolución francesa, menos escéptico con las virtudes ciudadanas,
e instituido en torno a la idea de un bien común (y no a la de un común
egoísmo, como el estado liberal), el pesimismo se plasma en la creencia por
parte de las élites precursoras (tan ilustradas y burguesas como las del modelo
liberal) en la incapacidad del pueblo para tomar conciencia de sus intereses y
ejercer directamente el poder. De ahí la necesidad de múltiples instituciones y
procedimientos (doble cámara de representantes, tribunales superiores, listas
cerradas…) destinados a ralentizar y filtrar la participación política, así
como la insistencia en la instrucción del pueblo, una educación que se va a
desarrollar antes como adiestramiento moral que como educación para el
ejercicio autónomo de la ciudadanía.
Diríamos, por simplificar (seguramente en exceso), que la
democracia moderna ha oscilado habitualmente entre un pesimismo de derechas y
otro de izquierdas, elitistas y desconfiados los dos del ejercicio del poder
por parte del pueblo (esto es: desconfiados del ejercicio mismo de la democracia).
Para los primeros, los individuos serían tan irracional o apasionadamente
codiciosos que al Estado solo le cabría arbitrar unas mínimas reglas de juego
en la competencia entre unos y otros (cada uno con sus legítimos, aunque
privadísimos intereses); para los segundos, el pueblo estaría siempre tan
carente de ilustración que es el Estado el que tendría que hacerse cargo de él,
sometiéndole (por su bien) a un sinfín de leyes restrictivas (hoy, hasta del
lenguaje mismo) y a un férreo adiestramiento educativo en los valores naturalmente
correctos (de la ciudadanía, la revolución, la patria…), para que nadie (salvo
el Estado y sus ministros de la verdad y la cultura) pueda manipularlo; todo
ello dirigido al logro (como rezan algunos decretos educativos actuales) de la
“salud mental y física” de los ciudadanos – algo que no deja de recordar,
vagamente, a los jacobinos comités de salud pública – .
Ahora bien, frente a estas dos expresiones de pesimismo y
democracia elitista y alienante, con sus correspondientes dosis de violencia
(la del mercado y la del Estado, la de los hechos y la de los dogmas), ¿por qué
no recordar esa otra concepción optimista de la política, no entendida ya como
mal necesario (con que reprimir o adiestrar nuestra viciosa y manipulable
naturaleza), sino como actividad imprescindible para nuestro desarrollo como
ciudadanos y personas (aspectos estos que la modernidad se ha empeñado
erróneamente en separar)? Al fin, solo la política es capaz de someter a
principios los hechos y de cuestionar, por principio, los dogmas. De hecho, solo
somos malos y dogmáticos cuando no tenemos otros principios mejores a los que atenernos.
Principios que, para ser nuestros, tendrían que ser pensados, elegidos y
aplicados por nosotros mismos. Echémosle optimismo. Y democracia.
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