Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Las urgencias psiquiátricas se han disparado durante la pandemia, especialmente entre los más jóvenes. Depresiones, ataques de ansiedad e intentos de suicidio son tres de las situaciones más o menos etiquetables que han motivado los ingresos hospitalarios. ¿A qué vienen estas fatigas adolescentes?
No es fácil responder a esta pregunta. Sin duda que las causas son muchas y variables. Pero estoy seguro de que una de ellas, ligada al confinamiento y al cese de rutinas y actividades, es que, sencillamente, chicos y chicas han tenido más tiempo para pensar.
Pensar no suele ser un ejercicio fácil, ni siempre
placentero. Pensar duele, solía pensar el filósofo Wittgenstein; más aún
a quién se pierde por primera vez a conciencia en ese laberíntico discurrir que
lo descuadra y desfonda todo. Pensar en el pensar (es decir: en nosotros
mismos) y en aquello que pensamos (es decir: en el mundo) es una aventura
fascinante, inenarrable a veces, pero también, como toda aventura que lo sea,
una fuente inagotable de zozobra.
¿Qué es todo esto? ¿Qué pinto yo aquí? ¿Cómo pueden los
adultos hablar con tanta seguridad de lo que ni ellos ni nadie sabe? ¿Cómo
pueden vivir en esa gran mentira que parecen haber inventado para soportar la
existencia? Al adolescente que de golpe se hace estas preguntas la realidad
empieza a parecerle – con razón – como esa jalea temblona y llena de agujeros
con que alucinaba Johnny Carter, el genial protagonista de El Perseguidor de
Julio Cortazar, o como el holográfico mundo de Morel en la isla inventada por
Bioy Casares.
Pero ojo, la perplejidad metafísica no tiene por qué derivar
necesariamente en angustia. Descubrir que la realidad o la vida no tienen
sentido es, para algunos adolescentes, una excitante oportunidad de recuperarlo
entregándose a su búsqueda. El problema es otro: es tener que soportar la
empanada mental y la cobarde suma de trolas y autoengaños de aquellos (padres,
profesores, médicos, curas y demás ralea) que no entienden (u olvidaron, que es
lo mismo) lo incierto de todo y que, convencidos de no se sabe qué, les
presionan sin piedad para que traguen y pasen por el aro de las ruedas de
molino de sus patéticas milongas.
Yo al menos no creo que el incremento de ansiedad de los
adolescentes se deba a que son poco “resilientes ante la frustración” o
tonterías por el estilo. Se debe, como siempre (aunque ahora más, porque tienen
más tiempo para pensarlo), a la presión con que se les empuja para que acepten
con entusiasmo un mundo absurdo, montado sobre un kafkiano y peligroso
andamiaje de mentiras, sin más motivo que el de la claridad con que lo ven los
ciegos (por nacimiento o elección) que lo parasitamos. Violentar así de
irracionalmente a un adolescente, con la saña de quien tiene más poder que
argumentos (y lo sabe), es como mutilarles la humanidad en flor – esas alas de
la razón recién desplegadas –. ¿Y cómo no va a provocarles angustia esa patada
en el alma? ¿De qué nos extrañamos, entonces, si piden, desorientados e
incapaces aún de abandonarnos, acudir a ese padre o madre alternativo que es el
psicólogo?
Pero la terapia solo ayuda a ajustarle las mentiras al que
ya vive con ellas, lejos de esas grandes preguntas adolescentes que ninguna
terapia o pastilla resuelve. El único tratamiento eficaz para la ansiedad común
de los más jóvenes es el de escucharlos y tratar de responderles con absoluta
franqueza. Si les permites que te pongan en tu sitio (esto es: cara a tus
contradicciones y tu mundo de morondanga) y aprendes con ellos a relativizar la
importancia y urgencia de lo que con impaciencia les pides, y a no
responsabilizarlos de tus propias neuras e inseguridades, estarás ayudándolos
más que mil psicólogos juntos. Mucho más si, además, logras hacerte cómplice,
aunque solo sea un poco, de aquella busca que los invade.
Porque no hay nada más terrorífico y angustioso para
cualquiera que esa soledad metafísica del que no puede entenderse con nadie (ni
aún consigo mismo). Y ese miedo radical a salirse completamente del redil, a la
tiniebla sin corazón y sin caminos, y no la falta de madurez o vigor (“Estos
jóvenes de en día no valen para nada”, han dicho todas las gelatinosas
generaciones de viejos desde hace cien mil años), es lo que, sobre las mentiras
e imposiciones del adulto, alienta la ansiedad del adolescente.
Con razón decía Kant aquello de “atrévete a pensar”. Si
alguna vez, en lugar de la huida continua hacia adelante, el consumo infantil
de emociones, el rezo, el mantra, el jogging, el emprendimiento, los
cuencos tibetanos y todas las novelerías del mundo, nos atreviéramos de verdad
a pensar como lo hace (hasta que lo mutilamos o no puede más) un adolescente,
el mundo cambiaría de eje, e igual hasta pasaba algo, algo que no fuera
insoportablemente leve, repetido o previsible. Piénsenlo. No se lo dejen al
psiquiatra.
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