viernes, 9 de julio de 2021

Fatigas adolescentes


Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


 Las urgencias psiquiátricas se han disparado durante la pandemia, especialmente entre los más jóvenes. Depresiones, ataques de ansiedad e intentos de suicidio son tres de las situaciones más o menos etiquetables que han motivado los ingresos hospitalarios. ¿A qué vienen estas fatigas adolescentes?

No es fácil responder a esta pregunta. Sin duda que las causas son muchas y variables. Pero estoy seguro de que una de ellas, ligada al confinamiento y al cese de rutinas y actividades, es que, sencillamente, chicos y chicas han tenido más tiempo para pensar.  

Pensar no suele ser un ejercicio fácil, ni siempre placentero. Pensar duele, solía pensar el filósofo Wittgenstein; más aún a quién se pierde por primera vez a conciencia en ese laberíntico discurrir que lo descuadra y desfonda todo. Pensar en el pensar (es decir: en nosotros mismos) y en aquello que pensamos (es decir: en el mundo) es una aventura fascinante, inenarrable a veces, pero también, como toda aventura que lo sea, una fuente inagotable de zozobra.

¿Qué es todo esto? ¿Qué pinto yo aquí? ¿Cómo pueden los adultos hablar con tanta seguridad de lo que ni ellos ni nadie sabe? ¿Cómo pueden vivir en esa gran mentira que parecen haber inventado para soportar la existencia? Al adolescente que de golpe se hace estas preguntas la realidad empieza a parecerle – con razón – como esa jalea temblona y llena de agujeros con que alucinaba Johnny Carter, el genial protagonista de El Perseguidor de Julio Cortazar, o como el holográfico mundo de Morel en la isla inventada por Bioy Casares.

Pero ojo, la perplejidad metafísica no tiene por qué derivar necesariamente en angustia. Descubrir que la realidad o la vida no tienen sentido es, para algunos adolescentes, una excitante oportunidad de recuperarlo entregándose a su búsqueda. El problema es otro: es tener que soportar la empanada mental y la cobarde suma de trolas y autoengaños de aquellos (padres, profesores, médicos, curas y demás ralea) que no entienden (u olvidaron, que es lo mismo) lo incierto de todo y que, convencidos de no se sabe qué, les presionan sin piedad para que traguen y pasen por el aro de las ruedas de molino de sus patéticas milongas.

Yo al menos no creo que el incremento de ansiedad de los adolescentes se deba a que son poco “resilientes ante la frustración” o tonterías por el estilo. Se debe, como siempre (aunque ahora más, porque tienen más tiempo para pensarlo), a la presión con que se les empuja para que acepten con entusiasmo un mundo absurdo, montado sobre un kafkiano y peligroso andamiaje de mentiras, sin más motivo que el de la claridad con que lo ven los ciegos (por nacimiento o elección) que lo parasitamos. Violentar así de irracionalmente a un adolescente, con la saña de quien tiene más poder que argumentos (y lo sabe), es como mutilarles la humanidad en flor – esas alas de la razón recién desplegadas –. ¿Y cómo no va a provocarles angustia esa patada en el alma? ¿De qué nos extrañamos, entonces, si piden, desorientados e incapaces aún de abandonarnos, acudir a ese padre o madre alternativo que es el psicólogo?

Pero la terapia solo ayuda a ajustarle las mentiras al que ya vive con ellas, lejos de esas grandes preguntas adolescentes que ninguna terapia o pastilla resuelve. El único tratamiento eficaz para la ansiedad común de los más jóvenes es el de escucharlos y tratar de responderles con absoluta franqueza. Si les permites que te pongan en tu sitio (esto es: cara a tus contradicciones y tu mundo de morondanga) y aprendes con ellos a relativizar la importancia y urgencia de lo que con impaciencia les pides, y a no responsabilizarlos de tus propias neuras e inseguridades, estarás ayudándolos más que mil psicólogos juntos. Mucho más si, además, logras hacerte cómplice, aunque solo sea un poco, de aquella busca que los invade.

Porque no hay nada más terrorífico y angustioso para cualquiera que esa soledad metafísica del que no puede entenderse con nadie (ni aún consigo mismo). Y ese miedo radical a salirse completamente del redil, a la tiniebla sin corazón y sin caminos, y no la falta de madurez o vigor (“Estos jóvenes de en día no valen para nada”, han dicho todas las gelatinosas generaciones de viejos desde hace cien mil años), es lo que, sobre las mentiras e imposiciones del adulto, alienta la ansiedad del adolescente.

Con razón decía Kant aquello de “atrévete a pensar”. Si alguna vez, en lugar de la huida continua hacia adelante, el consumo infantil de emociones, el rezo, el mantra, el jogging, el emprendimiento, los cuencos tibetanos y todas las novelerías del mundo, nos atreviéramos de verdad a pensar como lo hace (hasta que lo mutilamos o no puede más) un adolescente, el mundo cambiaría de eje, e igual hasta pasaba algo, algo que no fuera insoportablemente leve, repetido o previsible. Piénsenlo. No se lo dejen al psiquiatra.


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