Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
La continua trifulca educativa que caracteriza a nuestro
país tiene dos dimensiones: la que se da entre los partidos políticos, casi
siempre alrededor de los mismos asuntos (el lugar de la escuela concertada, la
enseñanza religiosa, las lenguas autóctonas…), y otra, más esotérica, que es la
que prende una y otra vez entre los profesores.
La trifulca entre docentes es polémica hasta de contar. Se
podría decir que es la que mantienen los “innovadores” con los defensores de la
escuela “tradicional”, aunque todo esto depende de cómo entendamos los
términos. Así, si “innovación” significa una cosa (“mercado”) para los docentes
más liberales – y antiliberales – y otra (“modernización”) para parte de los
progresistas, “tradición” significa una cosa (“nacionalcatolicismo”) para los
conservadores (y anticonservadores) y otra distinta (“ilustración”) para los
izquierdistas poco amigos de innovaciones (y defensores – dicen – de la “tradición”
de la escuela republicana). En todo caso, el mayor lío, como vamos a ver, lo
tenemos en la izquierda.
Comencemos por esto de la innovación. Es cierto que el
término se ha convertido en una palabra fetiche para la tropa de altos cargos,
expertos y gurús al servicio de la neoliberalización de la escuela (es decir:
de su subordinación a los objetivos del mercado y su completa reconversión como
nicho de negocios). Pero que esta innovación de charlas TED,
publirreportajes pagados por empresas y congresos de postín, sea toda ella
una trampa neoliberal, no quiere decir que la innovación no sea en sí misma
algo necesario. Innovar también significa sustituir la “expendeduría de
títulos” que es hoy el sistema educativo por algo en lo que, como mínimo, pueda
darse una experiencia real de aprendizaje – no digamos de realización personal
y compromiso social – para la mayoría.
Ahora bien, ¿cómo mejorar la educación sin el
concurso de las ciencias de la educación? Parece impensable. Y, sin
embargo, pocas veces he visto un desprecio más visceral y prepotente que el que
expresan algunos profesores de la (autodenominada) izquierda verdadera por la
pedagogía. La idea básica – y bien que lo es – de estos compañeros es que el
buen profesor “se hace a sí mismo” en el aula, de lo que se deduce que todos
los docentes deben ser igualmente buenos (pues todos trabajan en un aula), y
que enseñar es algo tan simple que no requiere de más saber (o gramática parda)
que el llevar haciendo lo mismo una pila de años.
Otro asunto con el que se desgañitan algunos docentes de la
izquierda fetén (también aquí junto a los más conservadores) es el de la
“depreciación de los contenidos y de la cultura del esfuerzo” que, según ellos,
supone la “nueva pedagogía”, algo que – dicen – genera alumnos cada vez más
ignorantes, vagos e incapaces de salir de su nicho social – esta última
concesión a la lógica liberal no deja de tener su gracia en boca de furibundos
antiliberales –. Ahora bien, ¿de qué contenidos y esfuerzo hablan estos
docentes? Porque si estos se reducen al cúmulo de información concreta con que
se ceba mecánicamente al alumnado antes de los preceptivos exámenes, no creo
que hagan falta muchos argumentos para demostrar la inutilidad de insistir en
ellos; y si los contenidos a que se refieren son, en cambio, aquellos conceptos
y habilidades que nos hacen competentes para comprender, procesar y utilizar
consciente y críticamente el caudal de información que recibimos por doquier,
no hay nada que discutir: son, precisamente esos contenidos los que muchos
“innovadores” pretendemos situar, hoy, en el centro del proceso educativo.
Es cierto, por último, que el pragmatismo estrecho de muchos
de los (inexplicables) prebostes de la política educativa (tales como la OCDE)
resulta, cuando menos, sospechoso (yo, cada vez que salen con aquello de educar
“para la vida” o “el mundo real” me echo a temblar: ¿qué entenderán ellos, y
sus expertos y psicólogos, por tales cosas?); pero no es menos cierto que si el
aprendizaje no gira en torno a eventos significativos para el alumnado, y en
los que este involucre todas las dimensiones de su personalidad – no solo la
cognitiva, sino también la moral, social y emocional –, todo se queda en el
simulacro de costumbre. “Educar para la vida” ya es algo más que educar para
zombis a los que no les cabe más que vegetar en las aulas.
Aclarémonos. Si la educación ha de transformarlo todo – como
creemos desde la izquierda – ha de empezar por dar ejemplo y transformase ella
misma en orden a criterios científicos (los de la pedagogía) y con al fin de
educar no solo expertos o eruditos, sino también personas capaces de entender,
valorar y adoptar una posición coherente, crítica e innovadora ante eso,
siempre por hacer, que es el “mundo real”.
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