Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Digo lo de “ritual” porque esto de colocar barbacoas
municipales en mitad de un paraje idílico (inflamable, para más inri,
durante cuatro o cinco meses al año) o se me explica de un modo
estético-religioso – como una suerte de grasiento sacrificio o rito de comunión
que desconozco –, o no le veo más justificación que la del capricho de poder
hartarse de panceta en cualquier lugar más o menos agradable. Lo que no es, en
ningún caso, es algo racional. Y lo traigo a colación para intentar explicarme
la reacción visceral e igualmente alocada que ha provocado la timidísima
campaña del Ministerio de Consumo en pro de un consumo moderado y cuidadoso de
productos cárnicos. Una campaña avalada por la OMS, la UE y la Agencia Española
de Seguridad Alimentaria y Nutrición, y dirigida a un país en que se consume
seis veces más carne de lo recomendable.
Honestamente, y en relación con esta polémica, yo aún no me
he enterado de qué parte de las consecuencias que genera el consumo masivo de
carne no entienden los que echan espumarajos por la boca o se burlan en plan
chuleta del ministro y su campaña. Porque no es solo que la dieta de nuevo rico
de carne día sí, día también, provoque multitud de enfermedades (a pagar
solidariamente entre todos); es que la necesidad de alimentar a los cientos de
millones de animales necesarios para que todos los pudientes comamos carne al
mismo ritmo que un americano de clase media es una de las causas fundamentales
de la desforestación del planeta, del cambio climático y de la falta de
alimentos saludables para todo el mundo. Piensen que con solo una mínima
porción del grano cultivado para alimentar a todo ese ganado se podría dar de
comer, mañana mismo, a los ochocientos millones de personas que pasan hambre en
el mundo.
Pero es que, además, promover campañas para contrarrestar esta
“cultura de la hamburguesa” en la que se está educando globalmente a la gente,
haciéndoles creer que viven mejor por comer carne barata todos los días, no
solo atiende a objetivos que deben ser ahora absolutamente prioritarios, como
parar o aminorar la catástrofe medioambiental y social que se nos viene encima,
sino que también supone un estímulo al modelo de ganadería extensiva y
regenerativa de la que viven muchas familias
y que sufre de forma agónica de la competencia de las grandes empresas
de producción intensiva, que son las que hinchan a antibióticos a los animales,
agotan y contaminan los recursos, y emiten anualmente millones de toneladas de
gases de efecto invernadero a la atmósfera.
Claro que, como decíamos al principio, todo esto no es solo
culpa de un sistema agroindustrial concebido fundamentalmente para producir
beneficios, y no para alimentar saludablemente a la gente, sino también de la
misma dosis de inmadurez con que esa misma gente idolatra esa cultura del
exceso pantagruélico y el hedonismo low cost que, en el ámbito
gastronómico, nos ha llevado a cambiar la olla o la paella tradicional por las
hamburguesas chamuscadas. Y las chanzas de cuñado castizo-liberal defendiendo –
aunque solo sea en la barra del bar – el consumo libérrimo de chuletas no ayuda
en esto para nada; mucho menos cuando, de modo irresponsable, vienen del mismísimo
presidente del Gobierno.
Por todo esto hacen falta no una, sino cien campañas como la
lanzada por el Ministerio de Consumo. A ver si así recuperamos la razón. Porque
es la razón, y no los colmillos, lo que nos define como especie. Lo digo
porque, en el colmó del absurdo, un prestigioso tertuliano de la televisión
pública enseñaba el otro día los suyos (tal como oyen) para “demostrar” lo
carnívoros que somos. Hay que tenerlo flojo o retorcido para no calcular que
por encima del colmillo tenemos la frente y, por delante, unos problemas de
narices como para andar con tantas tonterías.
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