La avalancha de proyectos para construir gigantescas plantas
fotovoltaicas y, en menor medida, parques eólicos, en Extremadura y otros
lugares del país, está pidiendo a gritos un proceso de información y
deliberación pública. No con respecto al objetivo de sustituir las energías
fósiles por las renovables – en lo que todos estamos de acuerdo –, sino con
respecto al modo de hacerlo.
En primer lugar, toca hacer un llamamiento a la calma. No es
normal que los proyectos aprobados para construir plantas fotovoltaicas multipliquen
ya por diez (¡y los que están en estudio por veinte!) los objetivos de
producción establecidos por el gobierno para 2030. No hay que ser muy listo
para darse cuenta de que este desmadre obedece a intereses especulativos, y no
a una política planificada y sensata de transición ecológica, como debería ser.
Por demás, la ocupación del territorio, especialmente
tierras fértiles y arboladas, con inmensos bosques inanimados de placas solares
o molinos eólicos, acarrea consecuencias que no son solo de naturaleza estética
o ecológica, sino también y, sobre todo, de carácter económico y social. Unas
consecuencias que hay que analizar con detalle antes de dejarse llevar por la
vorágine del dinero fácil (sobre todo, para unos pocos).
La primera de estas consecuencias es el empobrecimiento y
abandono de las zonas rurales. El uso creciente de tierras fértiles, arrancando
frutales a veces centenarios, o el desmontaje de terrenos forestales, para
instalar placas, supone un cambio drástico para poblaciones que viven, desde
hace siglos, de la agricultura y del monte, y que van a pasar a convertirse, de
golpe y porrazo (y con mucha suerte), en simples vigilantes de inacabables
filas de placas.
No se olvide que el empleo que las plantas fotovoltaicas
prometen es temporal (dura lo que dura el montaje de las placas) y que, a
cambio, no solo eliminan una cantidad mayor y mucho más estable de puestos de
trabajo (los ligados a las tareas del campo) sino, más importante aún: amenazan
una antiquísima tradición de cultura y laboreo de la tierra que va a dejar de
transmitirse a las nuevas generaciones. Pueblos rodeados de placas van a ser
pueblos muertos, sin nada que ofrecer a la gente joven, y con propietarios
pudiendo vivir de las rentas en cualquier otro lugar.
Salvo para esos propietarios no parece, en fin, que este del
sol sea un buen negocio. Tampoco hay que ser un lince para saber que, a medio
plazo, las tierras fértiles o los bosques como sumideros de CO2 van a ser
recursos estratégicos de muchísimo más valor económico que las placas. En un
mundo atenazado por el cambio climático y el aumento demográfico lo que se va a
necesitar son bosques y alimentos (recursos de los que aquí andamos aún
sobrados) y no energía solar, de la que, muy probablemente, va a disponer
fácilmente casi todo el mundo.
Tampoco podemos olvidar las consecuencias para el sector
turístico. Es obvio que, si cubrimos el paisaje con placas solares y
gigantescas torres eólicas, poca gente va a tener interés en visitarnos. Urge,
pues, fiscalizar con mucha más firmeza los estudios de impacto ambiental,
incorporando en ellos estrictos criterios paisajísticos. La transformación de
cientos de parajes naturales, mantenidos sin apenas cambios durante siglos, va
a ser de tal magnitud, que la prudencia y el control sobre las empresas han de
ser igualmente extraordinarios.
Por otra parte, hasta ahora, y que yo sepa, nadie ha
explicado de manera convincente por qué resulta imprescindible construir
esas gigantescas plantas fotovoltaicas en el campo, en lugar de otras más
reducidas e instaladas en terrenos ya degradados, polígonos industriales o
incluso en los tejados y cubiertas de los edificios, promoviendo de paso el
autoconsumo y el uso responsable de la energía. ¿Será que, aunque esto resulta
mucho más beneficioso para todos, resulta menos rentable para unos pocos?
¿Y a qué, por cierto, tantas placas en Extremadura? Hace
unos meses, un joven ingeniero de una de las compañías que las plantan por aquí
me lo explicó con descarnada franqueza. Además de confirmarme que en su empresa
no existía la más mínima planificación paisajística ni preocupación
medioambiental (más allá de la imprescindible para afrontar velozmente los
trámites administrativos), me respondió que los proyectos abundaban en Extremadura
porque el terreno era más barato, porque había más territorio despoblado, y por
la menor resistencia de la gente. Así de simple. Le falto decir: “porque sois
los más pobres y desinformados”. Espero que no tuviera razón y que nos pensemos
muy bien esto de cambiar el oro de las vides y los olivos (no digamos las
encinas, que todo se andará) por la plata de esos bosques inanimados de silicio
que, sobre el espejismo del beneficio inmediato, van a acabar de desarraigar a
la gente de esta hermosa y prometedora tierra.
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