Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
¿Hay adoctrinamiento moral o ideológico en las aulas? Sí,
por supuesto. Con la nueva ley educativa y con cualquier otra. Aquí y en Pekín
(en Pekín muchísimo más). ¿Cómo no iba a haberlo? Una de las funciones de la
escuela es transmitir los valores comunes en torno a los que se articula una
sociedad. Sin un mínimo adoctrinamiento en tales valores (es decir, sin un
mínimo de educación cívica), los niños y niñas solo conocerían los valores
particulares de su familia o entorno inmediato, y la vida pública carecería de
referentes morales desde los que orientar la convivencia.
Ahora bien, aunque toda educación y sociedad implican un
cierto adoctrinamiento moral, no todo adoctrinamiento moral es educativo ni
socialmente valioso. Cuando este es excesivo y adopta un carácter completamente
dogmático, la educación se reduce a mera instrucción, es decir, al tipo de
aprendizaje en que prima la obediencia al razonamiento, algo que en nada
conviene a una sociedad democrática en la que lo deseable es que la gente, que
es la que en última instancia toma las decisiones políticas, piense de forma
racional y por sí misma.
Pues bien, ¿cómo podemos hacer entonces para que el
necesario adoctrinamiento moral que compete a todo sistema educativo no sea
excesivo ni demasiado dogmático, de manera que los niños y niñas sean
correctamente educados como ciudadanos capaces de ejercer la soberanía política?
Aquí va la receta. Apunten (u opinen al respecto).
Lo primero para que el adoctrinamiento escolar sea el justo
y necesario es que los valores morales en los que se adoctrina sean únicamente
aquellos que emanan de las leyes o principios que despiertan mayor acuerdo o
consenso democrático: la Constitución, la Declaración Universal de los Derechos
Humanos, los Objetivos de Desarrollo Sostenible aprobados por la ONU, etc. En
esas leyes y acuerdos de amplio consenso está contenida la moral mínima
en que se ha de educar a la ciudadanía.
Lo segundo se deduce de lo anterior, y consiste en que las
administraciones velen para que en la escuela no se dé especial cuartelillo a
ningún mensaje moral o ideológico que (dejando aparte el que se deriva de la
enseñanza de las distintas materias) no sea el mínimo consensuado y consignado
en leyes y acuerdos. Así, es estupendo, como proponen algunos políticos, que se
revisen los libros de texto para eliminar sesgos ideológicos impropios (es
decir: no derivados de las leyes y consensos vigentes), ¿pero por qué no se
revisa también el modo entero de enseñanza de algunos colegios concertados, en
los que también se adoctrina, y de forma más invasiva y persistente, en valores
alejados de lo que hoy consideramos moralmente aceptable (piensen, por ejemplo,
en aquellos colegios religiosos en los que se segrega a chicos y chicas para
educarlos por separado)?
Una tercera medida útil para minimizar el adoctrinamiento
escolar es dejar de emplear la educación como arma arrojadiza en la pelea por
el poder. Ya sabemos que la única que da y quita votos es hoy la “batalla
cultural” (la económica o política se agotaron hace mucho), pero los políticos
deberían trasladarla a otros escenarios menos lesivos para el sistema que les
da de comer. No puede ser que tras cada cambio de gobierno vengan los halcones
de la derecha montaraz, o los iluminados inquisidores de la izquierda verdadera,
a imponer a todo el mundo sus consignas y valores vía decretos educativos,
impidiendo una y otra vez el mil veces implorado consenso educativo.
La cuarta medida ha de consistir en promover la pluralidad
del profesorado (algo que, por cierto, es mucho más difícil en la concertada,
donde los profesores no son elegidos por oposición, sino, a menudo, por
afinidad ideológica con quien los contrata), y en formarlos como buenos
profesionales de manera que, entre otras cosas, no aprovechen su posición de
autoridad para adoctrinar dogmáticamente al alumnado (¡menor de edad!) en sus propios
valores o posiciones políticas.
Y la quinta y última medida: fortalecer la educación crítica,
esto es, aquella que promueve una actitud analítica y reflexiva frente a todo
tipo de adoctrinamiento, incluido aquel que viene amparado por la ley (pues el
fundamento de una democracia está precisamente en permitir la revisión
dialéctica de sus propios fundamentos, leyes y valores). Así, si dejamos que aquellas
materias en las que más se ejercita el pensamiento crítico (la ética, la
filosofía, la crítica literaria, la historia…) hagan su trabajo formativo (en
lugar de convertirlas en panfletos moralizantes o desquiciados ejercicios de
revisionismo histórico al servicio de los ismos de turno), estaremos
garantizando la mejor inmunización contra el adoctrinamiento excesivo, así como
una educación cívica consecuente con los propios valores democráticos, esto es:
basada en la convicción y el diálogo, y no en el dogma y la catequesis
ideológica.
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