Esté artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura y en el diario de Ibiza.
El movimiento por la “positividad corporal” abriga el ideal
de que todos los seres humanos deben tener una imagen corporal positiva de sí
mismos, y se opone a que la sociedad promueva estándares de belleza poco
realistas o inclusivos, abogando por la representación de todos los tipos de
cuerpos, especialmente en ámbitos como los de la moda o la publicidad. Sin
embargo, y aunque tras estos propósitos hay una innegable buena intención, es
conveniente que los pensemos más a fondo.
En primer lugar, que todas las personas tengan una imagen
corporal positiva de sí mismas no debe confundirse con pensar que todos
los cuerpos son indistintamente bellos. Esto no es ni lógica ni
fácticamente cierto. No lo es lógicamente, porque la belleza sería
indistinguible si nada se le opusiera o limitara (¿cómo distinguir lo bello si
no existe más que eso?); y no lo es desde un punto de vista fáctico porque, de
hecho, todos tenemos criterios de belleza y emitimos juicios estéticos sobre
los cuerpos o cualquier otra cosa (aunque no nos atrevamos a reconocerlo a
veces – precisamente porque creemos que en ocasiones resulta “feo” y de “mal
gusto” –).
Por otra parte, tener criterios de belleza no está reñido
con el aprecio por la diversidad. Las cosas o cuerpos pueden ser diversos también
en cuanto a su cualidad estética (reconocer que unos son más bellos que otros,
es, también, un reconocimiento de la diversidad), y las cualidades y criterios
estéticos son más interesantes aún gracias a que se plasman de manera
relativamente distinta en cada cultura o incluso en cada tipo o género de
cuerpo (hay muchas maneras de ser guapos – y de ser feos –). Incluso,
rizando el rizo, y dado que estimamos que lo diverso es más bello o “positivo”
que lo “estandarizado”, ¿no deberíamos deducir a partir de ahí que un cuerpo es
más bello cuanta más diversidad encierra, y más feo cuanto más se
ajusta a los estándares vigentes?
Otro elemento a considerar es la crítica al “poco realismo”
de los estándares o modelos de belleza. Porque, ¿cabe exigir realismo a
lo que, justo por ser modélico, ha de distinguirse de lo real (o
de lo que concebimos vulgarmente como tal)? Piensen, además, que la belleza es
un valor, no un hecho. Los hechos reales (tal como los cuerpos
que habitamos) no son en sí mismos bellos o feos; somos nosotros los que los
valoramos como “bellos” aplicándoles un determinado criterio, esto es,
comprobando hasta qué punto se ajustan a nuestras normas o ideales de belleza.
Exigir un “modelo-realista” es, pues, un oxímoron, una contradicción “in
terminis”.
Pasemos a otro asunto. Que debamos renegar de los ideales de
belleza porque haya gente que se deprime al no verse adecuadamente reflejada en
ellos es otra supina memez. De entrada, el ideal de que no hay más ideal que lo
que hay, y de que hay que adorar el propio cuerpo sí o sí, resulta tan
exigente y estresante como cualquier otro ideal. Y, en segundo lugar, negar la
evidencia de que hay personas más bellas (y nobles, inteligentes, simpáticas,
carismáticas…) que otras, por la sola razón de que esto pueda serle doloroso o
frustrante a alguien, no es sino un engaño inútil, condescendiente y absurdo.
¿Deberíamos sacarnos también un ojo para no molestar o deprimir a los tuertos?
Es claro que no. Lo que hay que hacer es educar a las
personas para lidiar con la propia condición humana. Y es parte de esa
condición el ser conscientes de nuestras miserias (también de las corporales)
tanto como el aprestarse constantemente a superarlas. Decía Shakespeare que
estamos hechos de la materia de los sueños, y, según Platón, del deseo de
unirnos a los que nos engrandece y mejora. Sin esa tensión erótica entre lo
real y lo ideal, o entre lo que somos y lo que anhelamos ser, la vida carecería
completamente de sentido. ¿Qué esto implica dolor e insatisfacción? Claro. Es el
precio a pagar por estar lúcido y vivo; algo que una sociedad tan infantiloide
y narcisista como la nuestra, que reclama comisarios políticos para que les
quiten de delante todo aquello (¡hasta los maniquíes de las tiendas!) que pueda
hacerle daño, no parece dispuesta a reconocer.
Ah, y otra cosa: sería estupendo dejar de obsesionarse con el
cuerpo, en relación con el cual hemos pasado del extremo del dualismo que lo
concebía como algo radicalmente distinto y opuesto al “espíritu”, a un monismo
idólatra, no menos extremista, que pretende reducirlo todo a él. Frente a todo
esto recuerden que la belleza, como se ha dicho siempre, está en el interior. Y
que, en todo caso, y esté donde esté, para ser bello (o bueno, o listo, o
sabio…) lo primero es reconocer que uno no lo es (al menos todavía). Cosa para
lo cual los ideales y los modelos (y hasta los maniquíes) nos vienen que ni
pintados.
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