miércoles, 1 de junio de 2022

Desorden, filosofía y salud mental.

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Uno de los rasgos más visibles de nuestro tiempo es el aparente aprecio por el desorden, una patología ideológica que se muestra, entre otras cosas, en la manera irreflexiva e inconsecuente con que se rechaza todo lo que suponga categorizar o jerarquizar las cosas. Así, definir se concibe hoy, por definición, como algo políticamente incorrecto (que estigmatiza y coarta la libertad de ser lo que se quiera a cada instante), sistematizar se percibe sistemáticamente como un ejercicio de dogmatismo poco respetuoso con la diferencia, y clasificar se clasifica como una inaceptable expresión de poder excluyente. No digamos si de lo que se trata es de valorar y (por tanto) de establecer jerarquías: eso es ya fascismo puro (ya saben que en la romántica metafísica de lo líquido y fluido rige aquello del viejo tango: todo es igual y nada es mejor…).

Pero negar el orden como impostura frente al presunto caos indomesticable de la realidad es ya, de entrada, un tipo específico de contradicción. Decir que “todo es fluido” es suponer que todo es permanentemente lo mismo y que, por tanto, nada cambia ni fluye; afirmar que “las cosas son indefinibles” es imposible sin suponer una definición mínima de lo que se define y lo que no; proclamar que “toda jerarquía es imposición arbitraria” implica que dicha proclamación (que sitúa una tesis por encima de otras) es tan arbitraria como su contraria. Y así podríamos seguir hasta el infinito. No hay verdad más dogmática que enunciar que “nada es verdad”, ni juicio de valor más “fascista” que estimar que “nada es en realidad más estimable que nada” (con lo que, finalmente, lo valioso solo puede ser lo que impone la voluntad del más fuerte).  

El presunto desorden regente tampoco tiene nada que ver con la realidad. El mundo no es energía indiferenciada ni simple materia en movimiento; en él hay leyes, constantes, jerarquía; y hay razones para creer (diga lo que diga la limitada fontanería teórica de los físicos) que no hay más realidad que esa estructura o forma suya (esa forma que tan bien describen las fórmulas matemáticas).

Lo mismo podríamos decir de la ciencia: que no es más que un modo estructurado de jerarquizar datos, hipótesis, teoremas y axiomas con objeto de definir la forma real que subyace al desorden aparente. O del ámbito moral o estético, en el que los seres se clasifican como mejores o peores en multitud de aspectos (entre los cuales también hay una clara jerarquía – no es lo mismo ser más sabio que más inteligente, ni más bello que más fornido –). Si no tuviéramos claro todo esto careceríamos de razón alguna para elegir a nuestros amigos, cuidar nuestra imagen o educar nuestro talento. 

Pero si en algún aspecto resulta especialmente sangrante esta aparente negación de la jerarquía y al orden es en el terreno político y social. Nada más estúpido que creer que estás al mismo nivel de los que mandan porque les tratas de tú o porque te hacen “sugerencias” en lugar de darte órdenes. Es falso que exista algo así como una estructura “horizontal”; toda organización mínimamente compleja (un estado, una empresa, un partido, una institución, una familia…) supone asimetría, niveles distintos y, por lo mismo, verticalidad y jerarquía. Simular que este orden no existe no es sino una manera perversa de invisibilizarlo y volverlo, por ello, más difícil de fiscalizar.

Uno de los “brazos armados” de este poder invisible (en la peor de sus versiones) es, justamente, el desorden informativo. La desinformación consiste en difundir representaciones indebidamente desorganizadas (en que se mezclan la ficción o apariencia con la realidad, las partes con el todo, lo contrastado con lo que no, lo que es con lo que debe, lo necesario con lo contingente, lo sustantivo con lo accesorio…), y frente a las que no queda otra que educar a la ciudadanía en habilidades tan filosóficas y desprestigiadas como definir, categorizar, sistematizar y jerarquizar las ideas y las cosas.

Y digo esto último porque buena parte de las personas con las que me topo son incapaces de hacer todo esto por sí mismas, ni, por tanto, de ordenar y expresar las ideas (las suyas y las ajenas) en un discurso o sistema estructurado desde el que se pueda entender algo de lo que ocurre o tomar decisiones con un mínimo de responsabilidad y espíritu crítico.

Esta alienante incapacidad para pensar de modo estructurado delata, además, un desorden mental que, aceptado con complacencia por el discurso dominante y multiplicado por la fábrica mediática del mundo, está en la raíz de ese deterioro de la salud psíquica que acusamos hoy, y ante el que lo que se precisa no son fármacos o atención psicológica, sino precisamente esto: aprender a pensar o, lo que es lo mismo, aprender a reconocer en el orden de las ideas el orden de todo lo demás. Sin ello, no hay más que cambalache: el viejo orden del poder y del dinero revestido de estupidez y confusión. El tango de siempre, vaya.

 


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