miércoles, 25 de mayo de 2022

¿Qué es lo que no se entiende de la palabra “universidad”?

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Estamos en época de exámenes, entre ellos los de EBAU (la antigua selectividad), y la prensa nos recuerda en tono laudatorio que determinadas titulaciones universitarias exigen una nota de ingreso casi imposible. Hace años era el grado de Medicina, y ahora el premio a la exigencia se lo lleva el doble grado de Física y Matemáticas. Hay hasta una lista “top cien” con las carreras en las que es más difícil entrar. ¿No les resulta increíble celebrar tal estupidez?

¿Por qué deberíamos aplaudir como papanatas una política universitaria que lo que hace es recortar un servicio público? ¿Por qué no va a poder un chico o chica con buenas notas, o incluso regulares, estudiar la carrera de sus sueños en la universidad pública (sobra decir que los que pagan una privada no necesitan notas ni siquiera regulares)? Todos conocemos estudiantes de enorme talento que no empezaron a demostrarlo hasta que no pudieron aplicarlo en algo que les interesara de verdad.

Afirma en la prensa el decano de una de las facultades que participan de este doble grado de Física y Matemáticas (la Facultad de Física de la Complutense) que uno de los motivos para limitar el acceso es que faltan recursos (laboratorios, personal…), pero no explica por qué no se les da prioridad a tales recursos, siendo como son tan demandados, y uno tiende a creer que el verdadero motivo es otro, a saber: que “si ponemos pocas plazas – declara el decano aludido – nos aseguramos de que los que entran son los mejores y, por tanto, podrán cursar las asignaturas con menos dificultad”. Es decir, que se trata también (¿o fundamentalmente?) de mantener un ridículo espíritu elitista alrededor de unos conocimientos presuntamente más difíciles y que parece que no pueden estar al alcance de cualquiera que se esfuerce por adquirirlos.

Y ojo: poner el conocimiento al alcance de todos no quiere decir abaratar dicho conocimiento, sino dar a todo el mundo (y no solo a cierto estándar – bastante discutible – de estudiante modélico) la oportunidad de dominarlo. Y este es precisamente, o debería ser, uno de los significados del término “universidad”: el del empeño por universalizar el saber. Más aún cuando hablamos de saberes (la física y la matemática) fundamentales no solo para entender otras ramas de la ciencia, sino también para acceder a aquellos modos de gestión y producción de información de los que dependen hoy los flujos económicos y de poder.   

Un segundo significado esencial del término “universidad”, igualmente ajeno a todo tipo de elitismos, es el de ser la institución en la que se promueve un conocimiento total, es decir: un conocimiento que atiende a todas las dimensiones del saber y a todos los aspectos de la persona, y que lo hace, además, enraizándose críticamente en las ideas y concepciones que, desde la antigüedad clásica (aunque no solo desde ella), determinan nuestra manera de conocer y pensar.

Que la universidad, haciendo honor a su nombre, haya de proporcionar un saber y una formación total o universal, quiere decir que, lejos de concebirse como una formación profesional de alto nivel al servicio de las empresas (que deberían prestar y pagar por sí mismas esa formación, al menos en su dimensión más específica), ha de entenderse como lo que desde su origen fue: una institución educativa diseñada para el cultivo de la ciencia y el conocimiento puro (sea o no útil para multiplicar el dinero), la capacitación política de la ciudadanía y el desarrollo moral de las personas. Más aún en una época como la nuestra, en la que apenas tenemos más certidumbre que la de los enormes desafíos políticos que vamos a tener que afrontar colectivamente: el cambio climático, la distribución de los escasos recursos, el aumento de las desigualdades, los populismos antidemocráticos, el cambio de modelo productivo, la disminución del trabajo disponible, etc. Una época para la que más nos vale formar ciudadanos ética y políticamente activos, dueños de un saber global y una concepción integral de la realidad, que mileuristas casi analfabetos y super-especializados en sectores económicos que lo mismo están hoy en la cima de la empleabilidad que son completamente olvidados en unos años.

Me enteré hace unos días que en las universidades norteamericanas existe un “currículo fundamental” (“core currículum”) obligatorio en todos los grados y por el que se dota al alumnado de una formación intelectual básica y general (tanto de humanidades como de ciencias) a través del análisis y el diálogo crítico o socrático en el aula. Una formación que es tan importante y decisiva para los estudiantes como la que los capacita como especialistas en una u otra rama del saber. Bueno sería que lo copiáramos, y que no nos hiciéramos siempre con lo peor, sino también con lo mejor del modelo imperante.

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