Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Estamos en época de exámenes, entre ellos los de EBAU (la
antigua selectividad), y la prensa nos recuerda en tono laudatorio que
determinadas titulaciones universitarias exigen una nota de ingreso casi
imposible. Hace años era el grado de Medicina, y ahora el premio a la exigencia
se lo lleva el doble grado de Física y Matemáticas. Hay hasta una lista “top
cien” con las carreras en las que es más difícil entrar. ¿No les resulta
increíble celebrar tal estupidez?
¿Por qué deberíamos aplaudir como papanatas una política
universitaria que lo que hace es recortar un servicio público? ¿Por qué no va a
poder un chico o chica con buenas notas, o incluso regulares, estudiar la
carrera de sus sueños en la universidad pública (sobra decir que los que pagan
una privada no necesitan notas ni siquiera regulares)? Todos conocemos
estudiantes de enorme talento que no empezaron a demostrarlo hasta que no
pudieron aplicarlo en algo que les interesara de verdad.
Afirma en la prensa el decano de una de las facultades que
participan de este doble grado de Física y Matemáticas (la Facultad de Física
de la Complutense) que uno de los motivos para limitar el acceso es que faltan
recursos (laboratorios, personal…), pero no explica por qué no se les da
prioridad a tales recursos, siendo como son tan demandados, y uno tiende a
creer que el verdadero motivo es otro, a saber: que “si ponemos pocas plazas –
declara el decano aludido – nos aseguramos de que los que entran son los
mejores y, por tanto, podrán cursar las asignaturas con menos dificultad”. Es
decir, que se trata también (¿o fundamentalmente?) de mantener un ridículo
espíritu elitista alrededor de unos conocimientos presuntamente más difíciles y
que parece que no pueden estar al alcance de cualquiera que se esfuerce por
adquirirlos.
Y ojo: poner el conocimiento al alcance de todos no quiere
decir abaratar dicho conocimiento, sino dar a todo el mundo (y no solo a cierto
estándar – bastante discutible – de estudiante modélico) la oportunidad de
dominarlo. Y este es precisamente, o debería ser, uno de los significados del
término “universidad”: el del empeño por universalizar el saber. Más aún cuando
hablamos de saberes (la física y la matemática) fundamentales no solo para
entender otras ramas de la ciencia, sino también para acceder a aquellos modos de
gestión y producción de información de los que dependen hoy los flujos
económicos y de poder.
Un segundo significado esencial del término “universidad”,
igualmente ajeno a todo tipo de elitismos, es el de ser la institución en la
que se promueve un conocimiento total, es decir: un conocimiento que
atiende a todas las dimensiones del saber y a todos los aspectos de la persona,
y que lo hace, además, enraizándose críticamente en las ideas y concepciones
que, desde la antigüedad clásica (aunque no solo desde ella), determinan
nuestra manera de conocer y pensar.
Que la universidad, haciendo honor a su nombre, haya de
proporcionar un saber y una formación total o universal, quiere decir que,
lejos de concebirse como una formación profesional de alto nivel al servicio de
las empresas (que deberían prestar y pagar por sí mismas esa formación, al
menos en su dimensión más específica), ha de entenderse como lo que desde su origen
fue: una institución educativa diseñada para el cultivo de la ciencia y el
conocimiento puro (sea o no útil para multiplicar el dinero), la capacitación
política de la ciudadanía y el desarrollo moral de las personas. Más aún en una
época como la nuestra, en la que apenas tenemos más certidumbre que la de los
enormes desafíos políticos que vamos a tener que afrontar colectivamente: el
cambio climático, la distribución de los escasos recursos, el aumento de las
desigualdades, los populismos antidemocráticos, el cambio de modelo productivo,
la disminución del trabajo disponible, etc. Una época para la que más nos vale
formar ciudadanos ética y políticamente activos, dueños de un saber global y
una concepción integral de la realidad, que mileuristas casi analfabetos y
super-especializados en sectores económicos que lo mismo están hoy en la cima
de la empleabilidad que son completamente olvidados en unos años.
Me enteré hace unos días que en las universidades
norteamericanas existe un “currículo fundamental” (“core currículum”) obligatorio
en todos los grados y por el que se dota al alumnado de una formación
intelectual básica y general (tanto de humanidades como de ciencias) a través
del análisis y el diálogo crítico o socrático en el aula. Una formación que es
tan importante y decisiva para los estudiantes como la que los capacita como
especialistas en una u otra rama del saber. Bueno sería que lo copiáramos, y
que no nos hiciéramos siempre con lo peor, sino también con lo mejor del modelo
imperante.
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