Es frecuente que recordemos con viveza cada pequeña
humillación o violencia sufrida. Más aún si no supimos o pudimos responder a
ella. El maltrato injustificado al que nos sometió una autoridad, la actitud prepotente
y amenazante de alguien, un insulto gratuito, la cacicada de un jefe o un
profesor… Son situaciones que recordamos con vergüenza y rabia, imaginando una
y otra vez lo que tendríamos que haber dicho y hecho para enfrentarnos al que
nos violentaba así.
Si nos afectan tanto esas cosas, ¿qué grado inconmensurable
de humillación y rabia no sentirá una persona a la que le arrancan a bombazos
todo lo que tiene? Si yo recuerdo durante años abusos anecdóticos como los
referidas antes, ¿qué no le pasará por la cabeza a alguien al que le han
hundido la casa, le han matado a la madre, o los soldados le han violado
consecutivamente a la hija y a la nieta, como contaba hace días en los medios
un anciano ucraniano? ¿Qué clase de abismal falta de respeto es que un tipo al
que no conoces, desde un bunker a mil kilómetros, y para satisfacer sus propias
ambiciones, te trate como a un insecto insignificante y arrase con tu casa y tu
ciudad, te deje sin medios de vida, asesine a tus hijos, y te obligue a morir o
a convertirte en un paria dependiente de la caridad ajena?
A veces me pregunto cómo hacen los que resisten en las
ciudades sitiadas de Ucrania sin apenas esperanza de victoria o siquiera de
supervivencia. ¿Qué haría yo en su lugar? ¿No estaría constantemente tentado
por la idea de rendirme y optar a conservar la vida? ¿Qué es lo que alimenta el
valor, que parece a veces temeridad, de los soldados y la población civil
ucraniana (o siria, o yemení, o…)?
A veces creo que la respuesta esté en el odio. Es tan
brutal, tan indeciblemente humillante la violencia que ejerce a veces un tirano
sobre ti, que el odio que inevitablemente genera supera cualquier previsión o
cálculo sobre tus propias fuerzas. El odio, como ocurre con el amor, puede
generar una energía casi sobrehumana, y proporcionarte, incluso en las peores condiciones,
la vitalidad necesaria para hacer lo que tienes que hacer sin desmayarte o
dejarte vencer por el pánico.
Pero no es solo odio o rabia lo que hace que nos opongamos
hasta el final a la iniquidad y el abuso. Es también la conciencia, tal vez no
muy clara, de que sin haberte enfrentado al que te pone la bota en la cabeza,
es muy difícil llevar una existencia digna o simplemente soportable. Si ya es
imposible superar del todo los acontecimientos traumáticos que asociamos a una
guerra, que no decir si has de afrontar la humillación añadida de rendirte al
tirano que ha arruinado tu vida y asesinado a tus seres queridos. Y mucha gente
en nuestro país sabe, lamentablemente, de lo que hablo.
El odio, hace falta decirlo, no siempre es malo o negativo.
La aversión hacia quien nos aplasta y el deseo de zafarnos a toda costa de él,
es un sentimiento, como se diría ahora, de lo más saludable. Hay cosas,
actitudes y actos que han de ser extirpados con decisión y ante los que toda
capitulación es una invitación a que el mal se multiplique. Tenemos derecho a
odiar. Es, en ocasiones, y desgraciadamente, nuestra única opción. El odio y la
intolerancia (o la “tolerancia cero”, para decirlo con un eufemismo
políticamente correcto) son actitudes necesarias frente a la arbitrariedad y la
violencia. Sin este despeje enérgico de lo que los imposibilita, no hay diálogo
ni convivencia pacífica posibles. No solo el odio o la intolerancia, por
supuesto; también son imprescindibles la memoria, la exigencia imprescriptible
de justicia, el reconocimiento y reparación de las víctimas, y, sobre todo, la
competencia para oponernos con todas las fuerzas, incluyendo la de las armas, a
los que se creen legitimados para tratarnos a los demás como carne de cañón o
víctimas colaterales de sus propios fines e intereses.
Releía hace unos días un viejo ensayo del famoso antropólogo
Marvin Harris. En él quería demostrar que las religiones (singularmente el
cristianismo) que predican el amor incondicional y el “poner la otra mejilla”
al enemigo germinan históricamente cuando las opciones más expeditivas han
fracasado (en el caso de los judíos del s. I, la de deshacerse a las bravas de
la ocupación romana), y es entonces que a los vencidos solo les queda conformar
su maltrecha dignidad a la esperanza de una justicia celeste. De ser como dice
Harris, habría una prueba más de que nadie puede vivir en la pura ignominia, de
que la mera existencia no representa nada especialmente valioso, y de que, pese
a los fatuos e inconsistentes modelos morales que se nos inculcan, estos no
pueden evitar, justo por su debilidad e inconsistencia, que todavía haya
personas dispuestas a luchar y morir por principios que son también, al menos
nominalmente, los nuestros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario