jueves, 19 de mayo de 2022

El derecho al odio

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


Es frecuente que recordemos con viveza cada pequeña humillación o violencia sufrida. Más aún si no supimos o pudimos responder a ella. El maltrato injustificado al que nos sometió una autoridad, la actitud prepotente y amenazante de alguien, un insulto gratuito, la cacicada de un jefe o un profesor… Son situaciones que recordamos con vergüenza y rabia, imaginando una y otra vez lo que tendríamos que haber dicho y hecho para enfrentarnos al que nos violentaba así.

Si nos afectan tanto esas cosas, ¿qué grado inconmensurable de humillación y rabia no sentirá una persona a la que le arrancan a bombazos todo lo que tiene? Si yo recuerdo durante años abusos anecdóticos como los referidas antes, ¿qué no le pasará por la cabeza a alguien al que le han hundido la casa, le han matado a la madre, o los soldados le han violado consecutivamente a la hija y a la nieta, como contaba hace días en los medios un anciano ucraniano? ¿Qué clase de abismal falta de respeto es que un tipo al que no conoces, desde un bunker a mil kilómetros, y para satisfacer sus propias ambiciones, te trate como a un insecto insignificante y arrase con tu casa y tu ciudad, te deje sin medios de vida, asesine a tus hijos, y te obligue a morir o a convertirte en un paria dependiente de la caridad ajena?

A veces me pregunto cómo hacen los que resisten en las ciudades sitiadas de Ucrania sin apenas esperanza de victoria o siquiera de supervivencia. ¿Qué haría yo en su lugar? ¿No estaría constantemente tentado por la idea de rendirme y optar a conservar la vida? ¿Qué es lo que alimenta el valor, que parece a veces temeridad, de los soldados y la población civil ucraniana (o siria, o yemení, o…)?

A veces creo que la respuesta esté en el odio. Es tan brutal, tan indeciblemente humillante la violencia que ejerce a veces un tirano sobre ti, que el odio que inevitablemente genera supera cualquier previsión o cálculo sobre tus propias fuerzas. El odio, como ocurre con el amor, puede generar una energía casi sobrehumana, y proporcionarte, incluso en las peores condiciones, la vitalidad necesaria para hacer lo que tienes que hacer sin desmayarte o dejarte vencer por el pánico.

Pero no es solo odio o rabia lo que hace que nos opongamos hasta el final a la iniquidad y el abuso. Es también la conciencia, tal vez no muy clara, de que sin haberte enfrentado al que te pone la bota en la cabeza, es muy difícil llevar una existencia digna o simplemente soportable. Si ya es imposible superar del todo los acontecimientos traumáticos que asociamos a una guerra, que no decir si has de afrontar la humillación añadida de rendirte al tirano que ha arruinado tu vida y asesinado a tus seres queridos. Y mucha gente en nuestro país sabe, lamentablemente, de lo que hablo.

El odio, hace falta decirlo, no siempre es malo o negativo. La aversión hacia quien nos aplasta y el deseo de zafarnos a toda costa de él, es un sentimiento, como se diría ahora, de lo más saludable. Hay cosas, actitudes y actos que han de ser extirpados con decisión y ante los que toda capitulación es una invitación a que el mal se multiplique. Tenemos derecho a odiar. Es, en ocasiones, y desgraciadamente, nuestra única opción. El odio y la intolerancia (o la “tolerancia cero”, para decirlo con un eufemismo políticamente correcto) son actitudes necesarias frente a la arbitrariedad y la violencia. Sin este despeje enérgico de lo que los imposibilita, no hay diálogo ni convivencia pacífica posibles. No solo el odio o la intolerancia, por supuesto; también son imprescindibles la memoria, la exigencia imprescriptible de justicia, el reconocimiento y reparación de las víctimas, y, sobre todo, la competencia para oponernos con todas las fuerzas, incluyendo la de las armas, a los que se creen legitimados para tratarnos a los demás como carne de cañón o víctimas colaterales de sus propios fines e intereses.

Releía hace unos días un viejo ensayo del famoso antropólogo Marvin Harris. En él quería demostrar que las religiones (singularmente el cristianismo) que predican el amor incondicional y el “poner la otra mejilla” al enemigo germinan históricamente cuando las opciones más expeditivas han fracasado (en el caso de los judíos del s. I, la de deshacerse a las bravas de la ocupación romana), y es entonces que a los vencidos solo les queda conformar su maltrecha dignidad a la esperanza de una justicia celeste. De ser como dice Harris, habría una prueba más de que nadie puede vivir en la pura ignominia, de que la mera existencia no representa nada especialmente valioso, y de que, pese a los fatuos e inconsistentes modelos morales que se nos inculcan, estos no pueden evitar, justo por su debilidad e inconsistencia, que todavía haya personas dispuestas a luchar y morir por principios que son también, al menos nominalmente, los nuestros.


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