Este artículo fue publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Vuelve la polémica en torno a la nueva ley educativa. Además
del tema de la presencia o no de la filosofía en secundaria (aquí, la
Consejería ya ha asegurado que se impartirá como optativa en la ESO), el debate
gira en torno a dos de las trifulcas habituales en cada reforma educativa: la
cuestión del presunto adoctrinamiento de algunas materias, y el asunto de la
renovación pedagógica. Cuestiones ambas que tienen, también, una relación directa
con la filosofía.
La polémica sobre el adoctrinamiento en las aulas la provoca
habitualmente la derecha, denunciando que determinadas materias, como las de
educación en valores cívicos, tienen una fuerte carga ideológica. Y es curioso,
ya de entrada, que la controversia la genere una derecha que a la vez que ataca
el adoctrinamiento escolar en valores cívicos, defiende el adoctrinamiento
escolar en religión, reivindicando por sistema el refuerzo de la materia de
religión católica o pidiendo que se subvencionen los colegios religiosos.
Arguye la derecha que el adoctrinamiento religioso en la
escuela es por elección familiar y, por ello, legítimo. A lo que los
progresistas responden que la educación en valores cívicos (es decir: los
valores que emanan de las leyes, la Constitución o la Declaración de los
Derechos Humanos) es imprescindible, porque sin compartirlos no hay sociedad ni
convivencia democrática que valgan. A esto la derecha vuelve a replicar que sí,
que algunos valores sí, pero que otros (como los relativos a la ecología, el
feminismo, los derechos LGTBI, la educación afectivo-sexual, la memoria
democrática…) son discutibles o entran dentro de la batalla política. Los
progresistas replican que estos valores están ya recogidos en leyes en vigor. La
derecha aduce que esas leyes no las han votado ellos. Y así una y otra vez.
¿Qué se puede hacer frente a esta discusión bizantina?
La respuesta se ha repetido muchas veces. Para prever el
adoctrinamiento (sea del signo o tipo que sea), tanto en las aulas como en la
sociedad, no hay nada como la educación filosófica. La filosofía, cuando se
imparte adecuadamente, enseña a identificar las ideas de fondo de cada
doctrina, a evaluar su racionalidad y pertinencia ética, y a argumentar con los
demás al respecto. Y todo esto a partir de un bagaje de textos en los que se
han tratado y analizado aquellas ideas de mil formas distintas durante más de
dos mil años. Sabiendo todo eso es muy difícil que nos adoctrine nadie que no
nos convenza. Y convencer no es lo mismo que adoctrinar, ¿no?
Por cierto, que la controversia entre doctrinas no solo
afecta a los asuntos éticos, políticos o religiosos. La gente cree ingenuamente
que las ciencias o las artes están libres de creencias y valores, y que lo que
dicen o expresan no admite disputa, pero esto no es cierto. La ciencia está
cargada de ideología (como mínimo, de ciertas ideas preconcebidas sobre el
mundo o el propio conocimiento), y las obras de arte no digamos. Si los alumnos
no aprenden a analizar crítica y filosóficamente las ideas y valores
subyacentes a las teorías científicas, económicas, psicológicas, históricas,
etc., que les enseñan en clase (no digamos los que subyacen a las noticias, las
series, los videojuegos, la publicidad o todo lo que aparece por Internet),
estarán atados de por vida a esas ideas prejuiciosas. Por esto, y no por
prurito intelectual o por conservar ninguna tradición, es por lo que es
imprescindible la filosofía en las aulas.
Frente a la otra polémica, la relacionada con la renovación
pedagógica, el asunto es más complejo. Los renovadores afirman que el mundo ha
cambiado, y que esto exige cambios en la manera de educar a los jóvenes, pues los
métodos más tradicionales no funcionan. Por otra parte, los menos o nada
renovadores afirman que los cambios propuestos no son los adecuados, pues
desincentivan el esfuerzo y promueven un aprendizaje poco o nada riguroso, por
lo que abogan por dejar las cosas como están o retornar a formas más clásicas
de enseñar.
Ahora bien, con respecto a esta disputa la filosofía también
tiene algo que decir y hacer. Si se constata, por mero sentido común, que
ningún aprendizaje es posible sin contar con la voluntad o interés del aprendiz
o sin la comprensión profunda de lo que se aprende, algo en lo que deberían coincidir
las posiciones en liza, toca reconocer que el paradigma más puro de esta forma
de aprender es precisamente la filosofía, definida como el amor o voluntad de
saber, y como aquella ciencia que no admite como válido nada que no se pueda
comprender desde sus cimientos y en relación con todo lo demás.
Decía el gran filósofo Kant que no se enseña filosofía, sino
a filosofar, esto es: a pensar sin descanso para comprender mejor el mundo y
que nadie nos engañe. Educar en filosofía es, pues, la mejor garantía, no solo
para evitar el adoctrinamiento, sino para promover una educación comprensiva y
tan innovadora y competencial como rigurosa. ¿Quién da más?
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