Este artículo fue publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Un dato interesante y alentador es el desarrollo, acelerado
desde mediados del siglo XX, de una «opinión pública globalizada» y con
capacidad de movilización frente a acontecimientos o situaciones de interés
común. Una opinión pública que ha crecido engranada al poder y alcance de los
medios y, en los últimos veinte años, a la expansión de internet y las nuevas
tecnologías de la información y la comunicación.
Ejemplos recientes de los efectos de esta opinión «mundializada»
son, entre otros, la «primavera árabe», los movimientos de regeneración
democrática que dieron lugar al 15M en España, o la globalización de las
reivindicaciones feministas o ecologistas. En todos estos casos se han logrado
cambios políticos a escala nacional e internacional, incluso cambios de
gobierno y hasta de régimen a veces.
Frente a las guerras, sin embargo, esta «opinión pública
global» (distinta a las corrientes de opinión interna que, salvo en las
democracias liberales, son rápidamente amordazadas en situaciones de
conflicto), no ha sido nunca muy efectiva. Hace treinta años, impresionado por
las imágenes de televisión sobre el asedio a Sarajevo, participé junto a otros
dos mil estudiantes en una marcha pacifista que llego hasta el frente; pero en
una época sin móviles ni internet todo quedo en poco más que una extravagancia.
Diez años más tarde, la injustificable invasión norteamericana de Irak generó
por todo el planeta manifestaciones multitudinarias, en algunos casos de
millones de personas. Estas movilizaciones fueron más efectivas – señal de que
el mundo empezaba no solo a visualizarse, sino también a conectarse –, pero
tampoco lograron detener la contienda. Un poco después, la guerra de Siria,
pese a las terribles imágenes que nos llegaban por TV, solo despertó protestas
masivas en relación con los refugiados que arribaban a Europa.
¿Podrían cambiar las cosas ante la guerra que asola ahora
mismo Ucrania? Hay, de entrada, dos poderosas razones para responder
afirmativamente a esta pregunta, y son la peligrosidad y las consecuencias
económicas, ya palpables, de un conflicto de mayor envergadura política y en el
que andan involucradas las dos mayores potencias nucleares del mundo.
Pero hay también una tercera razón que, aunque no sea suficiente (ahí tienen el caso de
Siria), sí que parece cada vez más necesaria.
Me refiero al nivel de «conexión» antes nunca visto entre personas con capacidad
de influir, aun a pequeña escala, en un entorno global. Esta «conectividad»,
debida esencialmente a la expansión de las tecnologías digitales, y asentada en
un contexto ya enraizado de intercambio comercial y simbólico, supone el
despliegue masivo y cotidiano de dos de los componentes esenciales de toda
comunidad civil: la información y la comunicación.
Con respecto a la información, es innegable que, pese a los
bulos y otras estrategias de desinformación, la cantidad de gente que está al
tanto de lo que ocurre en cualquier parte del planeta es hoy mayor que en
cualquier otra época. Y esto tanto con respecto a la información más
superficial (las «noticias»), como a los conocimientos necesarios para
interpretarla.
Una de las consecuencias, por cierto, de esta circulación
global de la información es la de rebajar el peso de aquellos elementos
ideológicos más particularistas que están en el origen de la mayoría de las
guerras modernas. Se podría decir, incluso, que el auge del nacionalismo y el
populismo que soportamos hoy, no responde más que a una reacción coyuntural de
defensa frente al proceso inexorable de globalización cultural (y en último
término política) que supone la mundialización del mercado, la tecnología y la
información misma.
La proliferación de la información y de la comunicación
global serían, así, dos elementos clave para que la opinión pública
internacional, todavía ciega y sujeta a burdos mecanismos de manipulación,
adoptara progresivamente la forma de una ciudadanía global consciente de
su papel histórico. El tercer y último elemento de esta decisiva transformación
sería el reconocimiento generalizado, por parte de esa comunidad virtual, de
aquellos principios democráticos que se deducen naturalmente de la propia
conectividad universal: centralidad del individuo y sus derechos,
horizontalidad de los procesos de formación de la opinión, mayor empatía,
cooperación y movilización internacional…
Me gusta pensar que el logro, de facto, de una verdadera ciudadanía mundial, y de su
correspondiente reconocimiento político, solo precisaría de un poco más de
tiempo. Y, claro está, de que ninguna de las reacciones desesperadas contra
esta tendencia a constituirnos en una comunidad global lo transforme todo del
único modo en que ya es posible: mediante una destrucción igualmente global de
los lazos que nos unen y de la civilización que los sustenta.
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