Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Un grupo de más o menos reconocidos intelectuales acaba de publicar un manifiesto contra la nueva ley educativa, la LOMLOE, y en defensa, dicen, de la enseñanza como bien público. Entre otras cosas, se afirma en él que la LOMLOE es incompatible con una educación de calidad, entendiendo como tal una “instrucción basada en los conceptos nucleares de esfuerzo, mérito y contenidos”. Una afirmación harto simplista, pues tales “conceptos nucleares” son, cada uno de ellos, un complejo compendio de particulares y discutibles suposiciones.
El concepto de mérito, por ejemplo, presupone ingenuamente
que todos los chicos compiten en igualdad de condiciones y que la competencia
que demuestran es, ante todo, fruto de su iniciativa y empeño personal. Pero
esto no está en absoluto claro. De hecho, la mayoría de los factores de los que
depende el “éxito” académico de un alumno (dotes naturales, educación recibida,
influencias del entorno…) no dependen fundamentalmente de ninguna decisión
suya; como tampoco depende de él, por cierto, que el sistema educativo decida
estimar como meritorio el dominio de determinadas capacidades en lugar de
otras.
Otra prueba de la discutible relevancia del concepto de
mérito es que la inmensa mayoría de los alumnos y alumnas que obtienen peores
resultados académicos pertenezcan a entornos socioeconómicos deprimidos. Sería
mucha casualidad que todos ellos fracasaran por “falta de mérito”. Es
especialmente sangrante, por ello, que muchos de mis colegas (algunos, para más
inri, de izquierdas) insistan en el cuento de la cenicienta neoliberal de que
la “excelencia educativa” y la “cultura del esfuerzo” (contra lo que, según
ellos, va la LOMLOE) sean la única y mínima oportunidad que tiene la gente
humilde de triunfar en un sistema social que los aliena y explota, con lo que
estarían confirmándonos (a) que con la desigualdad social no hay quien pueda,
(b) que los que están abajo han de esforzarse el doble por llegar arriba (así
es la vida), y (c) que los que no logran “triunfar” y dejar de ser pobres (la
inmensa mayoría) lo tienen merecido por no haberse esforzado lo suficiente, con
lo que a su inferior condición de partida han de sumarle la humillación moral
de postularse como responsables de la misma.
A esta simplona y demagógica noción de “mérito” une el
manifiesto la crítica, no menos superficial, a la presunta “disminución de
contenidos” que propugna la LOMLOE, cuando lo que realmente promueve esta ley
es todo lo contrario: la amplificación de la propia noción de “contenido”, que
no solo se refiere a los conceptos de toda la vida, sino también, y con el
mismo nivel de explicitud y rigor, a un buen número de destrezas, actitudes y
valores. Además, la misma ley, y por el desarrollo del enfoque competencial al
que obligan las recomendaciones europeas, exige ahora un dominio pleno (no solo
teórico y académico) de tales contenidos, de forma que no solo sirvan para
hacer ejercicios en una pizarra, sino también para pensar, plantear y resolver
cuestiones en muchos otros ámbitos.
Reivindica también el manifiesto que no desaparezcan las
notas numéricas y las “Menciones de Honor”, lo que presupone otras dos cuando
menos discutibles creencias. La primera es que la complejidad que implica la
evaluación de un alumno pueda ser reducida a algo tan absurdo como la
diferencia entre un 4,75 y un 5 en la puntuación de un examen; y la segunda,
que el interés de un ser humano por aprender sea asimilable al de un perro de
Pavlov por salivar, es decir, a algo que solo se manifiesta bajo la promesa de
un premio o mención.
Acabo refiriéndome al asunto del adoctrinamiento. Dice el
manifiesto que los conceptos de tipo moral o ideológico deben ser desplazados
de las aulas. ¿Pero cómo? No hay un solo sistema educativo en el mundo, ni una
sola ciencia, saber o práctica, que no incorpore, de forma explícita o
implícita, aspectos ideológicos y morales (concepciones del mundo, criterios
más o menos acríticos de verdad, creencias sobre el ser humano, pautas morales
y cívicas, nociones políticas, presupuestos estéticos…). Así, y como cualquier
otra ley educativa de cualquier lugar y época, la LOMLOE establece los valores
(emanados de leyes y principios vigentes) que han de regir la convivencia y la
propia práctica educativa. ¡Ni existe, ni es posible, una educación moralmente
aséptica tal como la que propugna el manifiesto!
Lástima, eso sí, que la ley no haya insistido en dotar de
mayor presencia en todos los niveles educativos a materias que, como la ética,
sirven precisamente para inmunizar al alumnado contra la asunción acrítica de
todo presupuesto moral o ideológico (también de los que se desprenden del
manifiesto que hemos comentado). De ser
así, la LOMLOE habría dado un paso aún más decisivo en la tarea de mejorar la
calidad educativa y, por lo mismo, de preparar a los alumnos para un verdadero
ejercicio, crítico y comprometido, de la ciudadanía.
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