Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura
Sospechar está muy bien. Sirve para desvelar intenciones o
fuerzas ocultas. Pero deja de aparejarse noblemente con el pensamiento crítico
cuando se delata como un simple mecanismo de defensa. Y es esto lo que le pasa
a parte de la izquierda con respecto a la guerra de Ucrania: que dice que
sospecha y que no le cuadran las cosas, cuando lo que realmente no cuadra (ni
siquiera consigo misma) es la posición que ha decidido adoptar.
Y no cuadra por varias razones. La primera porque es de una
parcialidad que asusta. Vean si no: indignación unánime cuando el agresor es el
imperialismo occidental (en el Sáhara, Palestina, Cuba, Iraq…) y casuística y
suspicacia máxima cuando se trata del otro (imperialismo). No hay más que leer
estos días a los columnistas de los periódicos más alternativos. ¿Cambiarían
esta suspicacia por la indignación y la pancarta si la invasión de Ucrania
fuera obra de la OTAN? Ni lo duden.
El segundo elemento de descuadre es lo que el filósofo
Santiago Alba llama con acierto “elitismo paranoico”. Según este delirio
negacionista, compartido por parte de la extrema izquierda y la ultraderecha,
la información (“pro-ucraniana”) que recibimos es pura propaganda de guerra (la
de los USA y la OTAN, claro). De manera que el invasor podría estar realmente
defendiéndose, las matanzas ser ficticias y los bombardeos a saber. Solo ellos,
una pequeña élite al loro de las artimañas del sistema, sabe realmente de qué
va la cosa. ¿Se puede hacer algo ante una paranoia de este tamaño? Poco:
cualquier objeción en contra no sería más que otra prueba de lo manipulados que
estamos los demás.
Un descuadre por la tangente es el “recurso a la
complejidad”. “Es muy complejo de analizar”, te dicen, con superioridad, si te
posicionas en defensa del país agredido. “Hay que contextualizarlo muy bien”,
añaden. “No es una cuestión de buenos y malos (dicen con descaro los que no se
cansan de moralizar sobre todo), sino de un enrevesado conflicto geoestratégico
ante el que poco cabe hacer y todos son culpables”. “¡Vaya!”, dices tú,
sospechando (no vas a ser menos) que todo sería muchísimo más simple si, de
nuevo, el agresor fuese la pérfida OTAN.
A este recurso a la complejidad se le adjunta a veces
una suerte de pesimismo realista no menos desconcertante. De golpe, la misma
izquierda que expresa con entusiasmo su idealismo y su ira revolucionaria
frente a los tejemanejes yanquis en Oriente Próximo o América Latina, admite
resignada que frente al expansionismo ruso no hay nada que hacer, que Putin ya
avisó de que no quería intrusos en su “zona de seguridad”, y de que nos
merecemos lo que está pasando por no apreciar en lo que valen los delirios
hegemónicos del sátrapa ruso. ¿No es esto un tanto sospechoso?
Para ahondar en el descuadre, no falta en algunos una
auténtica (y miserable) demonización de la víctima. Así, para ellos Ucrania no
es realmente una democracia a defender, sino un nido de nazis (¿por qué no
también de drogadictos, como afirma Putin?) cuyos siniestros gobernantes (el
principal de ellos un sospechoso cómico proliberal) estarían sacrificando a su
pueblo para hacerle el juego (el juego que sospechan ellos) a la OTAN. ¿Serviría
de algo recordarles que hay muchos más nazis y ultraderechistas en la mayoría
de los países de la UE, o que las barbaridades del régimen de Sadam Hussein o
Afganistán no debilitaron ni un ápice la (justa) condena a la invasión USA? No.
Imbuidos como están de la falaz suposición de que “los enemigos de mis enemigos
son mis amigos”, y de que Putin, pese su imperialismo agresivo, su
tradicionalismo ultraconservador y la oligarquía mafiosa a la que representa, igual
tiene todavía su sex appeal como viejo espía bolchevique, se muestran
inmunes a toda evidencia.
El último contrasentido del que se sirve la izquierda para
mantenerse libre de toda relevancia política es la apuesta por un pacifismo
paternalista empeñado en dictaminar lo que realmente conviene a los ucranianos,
y en reivindicar unas negociaciones de paz que, fracaso tras fracaso, y con la
bota del agresor en la cabeza, no pueden ser más que una rendición de facto.
Como si de pronto, los adalides de las luchas justas y la rebelión de los
pueblos oprimidos manifestaran una aversión mística e incondicional a las armas.
Parece que el pueblo ucraniano no tiene derecho a vender cara su libertad y
soberanía. Y que aquello del “no hay paz sin justicia” o “el más vale morir de
pie que vivir de rodillas” no cuadra cuando se trata del enemigo secular del
imperio yanqui.
Algo no cuadra, en efecto, en parte de la izquierda. Y ganas
dan, como dice un amigo mío, de animarlos a irse a la Rusia de Putin. Tal vez
eso les ayude a juzgar con más claridad todo lo que los ucranianos están
defendiendo por nosotros, y que no es sino el “pérfido” imperio del que (muy
cómodamente) viven y en el que (a diferencia del otro) pueden decir y desvariar
todo lo que quieran sin ir por ello a la cárcel.
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