Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
El lenguaje es un gran invento. No solo sirve para comunicar
mensajes. También para imbuir de modo subrepticio ideas que faciliten ciertas
interpretaciones de estos mismos mensajes. Así, cuando estos días se habla de «capitalismo
despiadado»
– a propósito de la subida de precios— se está reforzando la idea de que existe
un «capitalismo
piadoso»,
e incluso de que esa forma piadosa de capitalismo sea la más normal,
siendo la despiadada una derivación accidental de la misma.
Es curioso también que la expresión aluda indirectamente al
término «piedad»,
de claras resonancias religiosas. Es curioso porque solo desde una perspectiva estrictamente
religiosa podríamos decir que el capitalismo admite la cualificación de «piadoso»,
al menos desde una cierta interpretación del cristianismo, tal y como analizó
hace mucho el sociólogo Max Weber.
Contaba Weber que ante el problema aparentemente irresoluble
de conciliar el modo de producción capitalista con la estigmatización cristiana
del afán de lucro, la moderna Reforma protestante ofreció una solución casi
perfecta: la de sacralizar el trabajo productivo y el éxito empresarial como
una prueba de la predestinación divina. De esta manera, y mientras que la
Iglesia católica seguía condenando la usura (es decir: el negocio bancario) y
la acumulación de riqueza como actividades pecaminosas, en los países
protestantes proliferaba la doctrina (tan oportuna) de que el enriquecimiento
personal no solo no era un problema para acceder al paraíso, sino el
pasaporte más seguro para llegar a él.
Este retorcimiento doctrinal del significado de «piedad»
está también en la base del liberalismo, en el que se ofrece una versión
secularizada de la justificación religiosa del «capitalismo piadoso». La
diferencia es que mientras en el protestantismo es la providencia divina
la que designa a través del éxito económico a los predestinados al cielo, en el liberalismo
es la mano invisible del mercado la que distingue a los que deben
salvarse en la tierra, demostrando que entre el Dios protestante y el Mercado
las diferencias son, en todo caso, de matiz: ambos derraman justicia y riqueza
de forma inescrutable (y a través de sus intermediarios, los más ricos), ambos
son omnipotentes y omnipresentes, y ambos representan un dogma sagrado e indiscutible…
Ahora bien, más allá de esta concepción religiosa del «capitalismo
piadoso»,
¿tiene realmente sentido la expresión o es un oxímoron de libro? Si la
analizamos a la luz de su opuesto («capitalismo despiadado»)
y desposeemos el término «piedad» de su aura religiosa, designando con
él valores como la compasión o la solidaridad, la respuesta es muy clara: el
capitalismo, por principio, no puede ser piadoso, sino necesariamente
competitivo y depredador (¿cómo podría darse, si no, la acumulación particular
de capital y recursos que lo define?).
Realmente, lo opuesto a «capitalismo despiadado»
no es «capitalismo
piadoso»
(ni ninguna de sus variantes laicas: capitalismo de rostro humano, capitalismo
responsable, capitalismo del bienestar, capitalismo sostenible…).
Lo opuesto al «capitalismo despiadado» (es decir, insensible a toda
ley distinta a la del Mercado) es el «capitalismo intervenido»
por alguna instancia realmente distinta de él.
Esa otra instancia, en nuestras democracias liberales, es o
debe ser la del interés común, por lo que es perfectamente legítimo que
el Estado, en nombre de ese interés común, regule el funcionamiento del mercado
cuando sus turbulencias especulativas perjudican gravemente a la mayoría;
interviniendo, por ejemplo, en la comercialización y producción de bienes de
indudable interés público, como alimentos, energía, fármacos, vivienda, u otros
más complejos, como lo es el propio dinero.
Con esto no se está invocando al fantasma del comunismo ni amenazando
a las clases medias (cada vez más esquilmada por ese mismo capitalismo). Este
intervencionismo es lo que se ha venido haciendo – aunque cada vez con más
dificultades – desde que el capitalismo es despiadado (es decir, desde que el
capitalismo es capitalismo). Y en todas direcciones; también (y sobre todo) en
la del interés de los más privilegiados.
Es por ello extraño que a las propuestas de regulación del precio
de alimentos básicos o hipotecas en momentos críticos (como el presente), se
conteste una y otra vez aludiendo al dogma del Mercado. ¿Por qué no se contestó
del mismo modo a los bancos que, tras la crisis del 2008 (debida justamente a
la falta de regulación), fueron rescatados con más de 100.000 millones del
dinero de todos? La piedad con los despiadados es un mal negocio, y desde un
punto de vista político tiene que estar sujeta a contrapartidas. Se trata aquí de
la ética, amigos. Y no del Mercado.
Efectivamente, el mercado es ajeno a la ética
ResponderEliminarTotalmente de acuerdo. Sobre todo si se trata del capitalismo financiero.
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