Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Los jóvenes y adolescentes españoles sufren de muchos más
trastornos psíquicos que hace una o dos décadas. Las estadísticas (suicidios
incluidos) son para echarse a temblar. ¿Cuáles son las causas de esta oleada de
«problemas mentales» (un término ambiguo que no se limita solo a las patologías
psíquicas)? El absurdo «tecnocratismo» que religiosamente cultivamos tiende a
hacernos creer que se trata solo de problemas psiquiátricos. Y si bien es
cierto que algunos trastornos requieren de asistencia médica, y que muchos
pueden ser parcialmente tratados con terapias psicológicas y fármacos, la
mayoría no tienen una raíz neurológica ni son reducibles a meros problemas de
conducta.
En mi opinión, los problemas mentales de jóvenes y
adolescentes obedecen, en su mayoría, a un estado crónico de desorientación y
confusión a todos los niveles, y a la inevitable zozobra, por no decir profunda
angustia que este estado genera, especialmente cuando, a la vez, se les exige adaptarse
(con éxito) a un mundo cada vez más complejo e incierto, en el que todos los
horizontes (desde el laboral hasta el que atañe al destino global de nuestras
sociedades) se presentan claramente desdibujados.
Y ante esto, de poco sirve aumentar el número de terapeutas
por habitante. Los jóvenes no necesitan talleres de atención plena o sesiones
de control de la frustración; lo que necesitan son referentes culturales,
herramientas intelectuales, modelos morales y espacios de sociabilidad y
diálogo desde los que reorganizar sus ideas y poder hacer frente por sí mismos,
y sin volverse locos, a un entorno muchísimo más complejo e incierto que el que
tuvieron que afrontar sus padres o abuelos.
A los más mayores nos gusta imaginar un pasado glorioso en
el que heroicamente tuvimos que esforzarnos por salir adelante con una entereza
de la que carecerían las nuevas generaciones. Pero esta estupidez – falsa y
síntoma habitual de senilidad – se derrumba en cuanto uno se percibe de la
diferencia abismal que hay entre sus circunstancias y las nuestras. Nadie duda
de que los jóvenes de ahora disfruten – aunque no siempre – de una vida materialmente
más desahogada, pero sufren, a cambio, de una existencia mucho más compleja e
incierta, un periodo mucho mayor de indefinición personal (por el que ni viven
como niños ni pueden permitirse una vida adulta), y un grado difícilmente
soportable de precariedad laboral y (por lo mismo) de inestabilidad social y
afectiva.
Sabemos que la adolescencia ni es ni ha sido nunca una
ganga, sino una época a menudo turbulenta y repleta de dudas e inseguridades,
en la que se derrumban las creencias infantiles y toca reinventar un mundo
nuevo de ideas, valores, actitudes y relaciones, a veces traumáticas, con las
que uno se juega una identidad aún titubeante y una autoestima casi siempre
precaria. Imaginen ahora este estado prolongado agónicamente durante quince o veinte
años y sin visos de una resolución clara o definitiva (no son pocos los jóvenes
que han de volver al hogar familiar tras ver frustradas, una y otra vez, sus
expectativas laborales).
Y este problema no se resuelve, insistimos, con talleres
de resiliencia, sino con medidas políticas mucho más ambiciosas (becas,
viviendas accesibles, reparto del trabajo, rentas universales) y, sobre todo,
con una educación que sirva para prever y afrontar realmente los conflictos
mentales que aquejan a nuestros jóvenes (y no solo a ellos). Una educación que,
más allá de llenarles las cabezas de información especializada, o empujarles
obsesivamente (cada vez a más temprana edad) a cualificarse para competir en un
mercado alocadamente impredecible, se ocupe de los problemas que verdaderamente
nos atañen como personas. Problemas que los adolescentes se toman muy a pecho,
y que tienen que ver con la necesidad de conformar su identidad, tener una
visión coherente del mundo, estructurar el maremágnum informativo en el que
viven, o gestionar la suma de ideas, creencias, valores, emociones y estímulos
de los que depende todo lo que hacen, desde la forma de afrontar un conflicto
hasta la consideración del valor de la propia vida antes de hacer algo
irreparable.
Por ello, en un mundo como el presente, en el que el marco
de socialización y referencia más estable y estructurado que tienen muchos
jóvenes es la escuela, esta ha de comprometerse activamente con la orientación
y formación personal, con la educación ética y en valores, y (siento la
deformación profesional) con la experiencia de la filosofía como esa suma de
conceptos, herramientas y hábitos diseñados desde hace siglos para domar al
angelical demonio que llevamos dentro. Sin esta experiencia formativa, y en un
mundo y tiempo cada día más líquido, abierto y globalmente desmadejado,
nuestros jóvenes estarán, de raíz, completamente perdidos.
Magistral...
ResponderEliminarMuchas gracias.
EliminarGracias Víctor, sabia reflexión
ResponderEliminarMuchas gracias
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