En unos meses tendremos que elegir gobierno. Dado que los
dos grandes partidos que solían capitalizar el poder tienen ahora que pactar
con otros grupos (pasa en las mejores democracias), solo hay dos opciones
realistas: un nuevo gobierno de derechas coaligado con la ultraderecha, o
mantener la coalición progresista que gobierna hoy. De esto se deduce que el
único modo de evitar que la ultraderecha llegue al poder es que gane las
elecciones la coalición progresista.
Segunda obviedad: la coalición de derechas tiene en sus
manos varias cartas habitualmente ventajosas (el apoyo de sectores económicos
muy poderosos, la crispación que generan sistemáticamente los medios de
comunicación afines, etc.), pero hay dos completamente decisivas: la
tradicional impasibilidad del voto progresista, y el deseo natural de
renovación por parte del electorado frente a un gobierno que inevitablemente, y
pese a sus logros, denota el desgaste propio al ejercicio del poder – recuerden
que, entre otras cosas, ha afrontado una pandemia mundial y las secuelas
económicas de una guerra –.
Dicho lo anterior, la tercera idea cae por su propio peso:
la única posibilidad de que gane las elecciones la coalición progresista es que
esta se presente como un proyecto renovado y fortalecido, capaz de generar
ilusión y movilizar a los votantes. Y para ello no sirve empeñarse en
publicitar lo ya hecho, por trascendente que sea: lo que ilusiona y moviliza a
la gente no es el pasado (lleno además de las sombras que proyecta todo lo que
se hace real), sino una cierta visión de futuro. Renovarse o morir. Eso, y
exhibir unidad y capacidad de consenso (hacia dentro y hacia fuera). Esa
capacidad de consenso es la marca de calidad distintiva de un gobierno de
coalición, y presupone, además, otro activo importantísimo para lograr la
victoria: ofrecer esa imagen de moderación, sensatez y diálogo resolutivo que
tanto aprecia la ciudadanía, y de la que pretende apropiarse en exclusiva el
bifaz Feijóo (digo «bifaz» porque a la vez que vende esa imagen de moderación
se abre al pacto con la ultraderecha, sin complejos ni cordones sanitarios que
valgan).
¿Qué se deduce de todo esto en términos concretos? Es fácil
y todo el mundo lo sabe. A las elecciones generales ha de concurrir, del lado
progresista, una proto-alianza entre el PSOE y SUMAR, la plataforma que ha ido
pacientemente construyendo Yolanda Díaz. Una alianza en la que SUMAR
proporcione justo esos elementos de renovación, unidad y diálogo que hacen
falta para ilusionar y movilizar al electorado progresista y de izquierdas.
¿Y por qué SUMAR y no otro proyecto político? Pues porque
SUMAR y Yolanda Díaz representan, ahora mismo, esa dimensión renovadora, de
unidad y de talante que acabamos de decir. SUMAR tiene todo el aire de ser un
movimiento político nuevo, constituido como una plataforma cívica y plural de
regeneración democrática (tal como lo fue Podemos en sus inicios); representa
también la anhelada unidad de la izquierda (tarea en la que Podemos ya dio de
sí lo que pudo); y encarna, en la figura y el carisma de su líder, una voluntad
de consenso y diálogo alejada de la crispación constante (ininteligible a veces
para la mayoría) que muestra con frecuencia Podemos. SUMAR supone entonces todo
lo que hace falta para romper el nicho electoral de la izquierda de toda la
vida (lo mismo que logró Podemos en sus inicios para convertirse, después, en
una Izquierda Unida 3.0).
Todo esto parece evidente. Y frente a estas evidencias, a
Podemos no le cabe más que sumarse disciplinada y responsablemente al único
proyecto viable que puede parar a la ultraderecha y con el que comparte el 90%
de sus objetivos. Todo otro asunto o polémica está completamente injustificado.
Es lógico que el resto de los partidos convocados por SUMAR quieran esperar a
los resultados del 28-M para establecer cuotas: el proyecto de Díaz es a
futuro, y tiene que jugar con una correlación actualizada de fuerzas. Es lo
justo y democrático. Parece mentira que algunos líderes de Podemos, muchos de
ellos talentosos politólogos, no vean lo que se nos viene encima y anden
reivindicando méritos como viejos y cansinos popes de la izquierda. Olvidan que
a sus potenciales votantes les dan soberanamente igual (si es que no les provocan legítimo rechazo) las trifulcas personales, las luchas internas de
poder, los protagonismos innecesarios y el destino, en general, de los
personajes que hoy, eventualmente, dan rostro a uno u otro proyecto. En
política sobran egos y soberbia, y falta sentido de la responsabilidad. En esto
se parecen todos los partidos, pero los de izquierda deberían ser aquí un
ejemplo de subordinación de las posiciones particulares al interés de esa
mayoría progresista que de ninguna manera quiere a un partido como VOX
gobernando este país.
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