Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Primero, como diría Brecht, vinieron por la literatura
infantil, desfigurando los cuentos clásicos y trocándolos por homilías
fabuladas que aburren a las piedras. Luego fueron por la cultura popular,
intentando cancelar todo aquello (canciones, películas, bromas…) que no se
ajustara al programa de reeducación ideológica que pretenden imponer a la
fuerza. Y hace ya tiempo que han venido a por la literatura para adultos.
La nueva inquisición de la corrección política alcanzó hace
unos días a Agatha Christie. Las nuevas ediciones inglesas de sus famosas
novelas policíacas han sido expurgadas de todo contenido presuntamente lesivo
para la sensibilidad de los lectores. Asesorada por equipos de censores
(llamados eufemísticamente «comités de lectores sensibles»), la editorial
Harper Collins ha decidido cercenar o eliminar descripciones, parlamentos y
hasta pasajes completos (incluyendo personajes) en los que se hagan referencias
étnicas, se usen adjetivos poco inclusivos, o se exprese (por ejemplo) tirria a
los niños. Así, ya no se puede escribir «nativo» u «oriental» (sino «local»),
ni «mujer agitanada» (sino «mujer»), ni «temperamento indio» (sino
«temperamento» a secas), ni comparar el torso de una persona con «el mármol
negro» (¡), ni decir que a uno de los personajes le repugnan los niños (sino
que «cree que no le gustan mucho»)…
Ya ven: tenemos la inmensa suerte, en pleno siglo XXI, de
contar con comités de probos ciudadanos ocupados en reescribirnos los libros
para que no nos dañen o perviertan. Por lo visto, somos tan vulnerables (o sin
censura: tan imbéciles), mental y moralmente, que no nos podemos aventurar a
leer una novela en la que se hable de «nativos» u «orientales» sin correr el riesgo
de sentirnos dolorosamente aludidos (o reforzados en nuestros vicios
colonialistas). Así están las cosas. Donde antes teníamos principios y
capacidad de juicio, ahora tenemos comités que velan por la salvación de
nuestras almas. Y donde antes había ciudadanos críticos y responsables, ahora
hay zombis morales a los que hay que reescribir los libros. ¡Y por la santa
inquisición, que no caigamos, zombis como somos, en manos de comités
equivocados!
Es cierto que las obras literarias, buenas o malas, han sido
modificadas a menudo. Todos hemos leído de jóvenes adaptaciones de los
clásicos, o aquellos resúmenes de novedades que publicaban revistas como
Reader’s Digest (en español Selecciones); pero mientras que estas adaptaciones
tenían una finalidad didáctica o divulgativa, las de ahora tienen un propósito
directamente moralizante: no permitir que la ciudadanía, prejuzgada como
enfermizamente sensible y moralmente incompetente, experimente como natural
ciertas actitudes, valores o ideas dados en el mundo de ficción de las obras
literarias (por si le pasa como a Don Quijote con la caballería, que de tanto
leer obras de griegos esclavistas y pederastas, o de detectives racistas y a
los que repelen los niños, el lector se vaya a volver como ellos).
Uno puede entender, a lo sumo, el interés comercial de este asunto: un mercado cada vez más repleto de memos incapaces de leer nada que no sea una apología de su moralina de burgueses acomplejados (acomplejados por vivir en la misma abundancia que desprecian). ¿Pero alguien cree que, más allá de vender libros a tontos del bote, toda esta misión apostólica sirve, de verdad, para algo?
Quienes crean tal cosa son unos insensatos. Primero, porque
invisibilizar los términos no acaba con la realidad que designan, solo la vuelven
más indetectable y, por lo tanto, peligrosa. En segundo lugar, porque censurar
libros para adultos es un ejercicio paternalista de negación de la soberanía
democrática, fundada en la autonomía y responsabilidad de los ciudadanos. Y,en
tercer lugar, porque eliminar de las obras literarias todo lo que zahiere los
valores vigentes priva a la literatura (yen general al arte) de una de sus
principales funciones: la de despertar las tensiones morales que laten tras la
aparente estabilidad de nuestras ideas y valores, provocando el conflicto
interno, el diálogo y el cambio. Y esto no solo en los adultos, sino también en
los niños, en los que los cuentos «incorrectos» suponen un revulsivo moral y un
elemento imprescindible para aprender a afrontar el mundo.
Así que rebélense: exijan leer a Agatha Christie en versión
original. A Christie y a todos los demás, porque no duden de que esto no acaba
aquí, y que estos orwellianos «comités de lectores sensibles» acabarán
reescribiéndolo y homogenizándolo todo, de la epopeya de Gilgamesh al último
mensaje en las redes, olvidando que parte de la fuerza que aplicamos a luchar
por lo mismo que ellos, depende de que sigamos reconociendo en el lenguaje toda
la complejidad humana, buena o mala, que nos rodea (y habita). Y de que, así,
nos hagamos más sabios y críticos; no más lerdos y ciegos.
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