Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura
Ya saben ustedes que tenemos un grave problema con el planeta que habitamos. Un cambio climático de consecuencias catastróficas, unos alarmantes niveles de contaminación y una pérdida irreparable de biodiversidad son algunas de sus cabezas de hidra.
El problema, más que con el planeta, es con nosotros mismos,
pues sus causas son reconocidamente humanas, y diría que reducibles a tres: (1)
la irresponsabilidad de una parte especialmente codiciosa de la población; (2)
lo mal repartido que está lo importante (suelo, agua, alimento, energía…); y
(3) lo sobrevalorado que está lo que no importa (casi todo lo que
frenéticamente producimos y consumimos).
Actuar sobre estas tres causas, exigiendo responsabilidad a
los que más daño hacen, estableciendo una distribución más equitativa de los
recursos, y promoviendo un modo de vida ajustado a los límites del planeta,
exige medidas inmediatas, tanto políticas como educativas. Pero está claro que
sin las educativas las políticas no son posibles: para obligar a los que están
arriba a renunciar a parte de sus privilegios es imprescindible la presión de
los de abajo, y para generar esta presión son indispensables la concienciación
y la educación.
La educación para la sostenibilidad y la toma de conciencia
de los problemas ecosociales ha venido siendo hasta ahora apenas más que un
adorno retórico en leyes y currículos. Era hora, pues, de que asuntos tan
importantes, y en los que nos va la vida, ocuparan (tal como establece la nueva ley
educativa) un lugar central en la formación de los ciudadanos.
En este sentido, el nuevo currículo educativo da un paso de gigante en relación con esta tarea de concienciación ecosocial. En él se reconoce a la educación para la sostenibilidad – por vez primera de forma explícita – como finalidad del sistema educativo. De momento es casi pura retórica, pero que la retórica haya pasado del preámbulo al articulado de la ley no es moco de pavo.
Por demás, la ley introduce el enfoque ecosocial en todos
los ámbitos de funcionamiento de los centros: no solo en el proyecto didáctico
de las distintas etapas (incluyendo Educación Infantil y Formación
Profesional), sino también a nivel administrativo, tanto en la gestión
sostenible de los recursos (edificios, energía, accesos, alimentación,
transporte…), como en la interacción con ese «espacio educativo extendido» que
es el entorno (familia, instituciones, asociaciones, medios de comunicación,
empresas…). Arraigar el desarrollo del currículo en entornos reales garantiza
el despliegue de su carácter competencial, y también su resistencia ante cambios y
veleidades políticas.
Hay que insistir en que la educación ecosocial que propugna
el nuevo currículo no se reduce a una vaga mención general, transversal a las
distintas áreas y materias, sino a una articulación explícita y detallada de
competencias y contenidos. El alumnado, a partir de ahora, tendrá que analizar,
con el mayor rigor científico, y en el marco de distintas disciplinas (Ciencias Naturales, Historia, Geografía, Matemáticas, Economía, Tecnología, Filosofía, Educación Física…) las causas y
consecuencias del cambio climático, la dinámica de los ecosistemas, el uso
responsable y justo de los recursos que son vitales para todos, la importancia
de la movilidad y el desarrollo urbano sostenibles, el papel de la publicidad
en relación con el consumo responsable, la arquitectura bioclimática, el diseño
sostenible de proyectos, la economía circular, los detalles de la Política
Agraria Común, o los peligros del extractivismo o la ganadería
intensiva, entre otras muchas cosas. Con todo esto va a ser mucho más difícil
que los ciudadanos sean víctimas de bulos, paranoias conspiratorias o
vergonzantes apreciaciones de cuñado.
Ahora bien, si los alumnos y alumnas no están convencidos,
desde su propios códigos y razones, de la necesidad de un giro sustancial en
nuestras relaciones con el entorno (y con nosotros mismos), todo esto será en
vano. Por ello, el nuevo currículo exige también que los estudiantes aborden y
valoren críticamente todos los planteamientos posibles (científicos, éticos,
políticos, culturales) para afrontar la crisis climática, que analicen en
profundidad ideas como la de progreso ilimitado, que discutan sobre los
derechos de los animales, el decrecimiento o el ecofeminismo, y que, en
general, conozcan y desmenucen las distintas posiciones que se plantean en el
ámbito de la ética ambiental.
No olviden que lo que nos abre los ojos no son las
mostrencas acciones, ni las ciegas y fugaces emociones, ni las fábulas
bienintencionadas, ni los meros datos, sino las muy poderosas razones. Son
ellas las que, una vez asentadas, generan acciones, emociones, relatos, hábitos y
actitudes. Somos animales, desde luego. Pero animales racionales. Y es lo
racional lo que mueve a lo animal, incluso en aquellos que están convencidos
(con razones, por supuesto) de lo contrario.
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