Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
El debate actual entre (simplificando muchísimo) el feminismo
clásico y el llamado feminismo queer tiene, como todo en esta vida, un
profundo trasfondo filosófico. Tras la disputa en torno al sexo, el género, las
sexualidades, las corporalidades o el transgenerismo, laten problemas
ontológicos, antropológicos o políticos que distan mucho de estar resueltos.
Una de las nociones filosóficas y más problemáticas en este
debate es, por ejemplo, la de «género». No ya en el sentido
particular en que lo usa el feminismo, para referirse a la construcción social
de lo femenino o masculino, sino en su sentido más genérico y
fundamental, como clase lógica o como forma aplicable a una pluralidad de
seres.
La polémica filosófica en torno al género, o a la relación
género-individuo, es más vieja que el mundo. Sobre ella siempre han existido
(simplificando infinitamente) posiciones realistas y constructivistas. Para la
primera, los géneros (entendidos en sentido filosófico, como la forma o
propiedades que comparte una clase de cosas) gozarían de una naturaleza
objetiva (material o ideal); mientras que para la segunda, estos mismos géneros
o formas serían única o fundamentalmente constructos o convenciones culturales
y subjetivos.
Apliquemos ahora esta distinción al tema que nos ocupa. El
feminismo clásico, en un alarde de realismo o esencialismo filosófico
(mayormente materialista), afirma que el género o clase «mujer» (como el de «varón», y muchos otros)
sería definible según propiedades de orden biológico (determinadas
características sexuales) y, a lo sumo, histórico (determinadas condiciones
históricas, relaciones de poder, etc.); mientras que el llamado
feminismo queer, expresión de una suerte de constructivismo filosófico,
afirmaría (no sin innumerables matices) que el género o clase «mujer»
respondería, como el de «varón» y muchos otros, a una invención cultural, tanto en su
presunta dimensión biológica (la biología sería también un constructo
cultural), como en su dimensión sociocultural (suposición esta última en que
coincide con el feminismo clásico).
¿Qué papel juega, en esta disputa, el llamado «transgenerismo»
(simplificando toda la casuística que esconde el término, y distinguiéndolo,
por ejemplo, del transexualismo), al menos el más cercano al feminismo? Pues
diríamos que la reivindicación (en la línea del constructivismo filosófico y
cierto feminismo queer) de una experiencia o construcción del género o
clase (femenino, masculino u otros) libre no solo de constricciones biológicas
(de ahí que algunas personas trans no estén interesadas en modificar su sexo
biológico), sino también de los estereotipos socioculturales y psicológicos
vinculados a dicho género.
Ahora bien – y esta es la cuestión importante –, si el
estatuto de feminidad, masculinidad u otros no se refiere necesariamente a
determinadas características orgánicas, ni pretende revalidar los rasgos
culturales o psicológicos asociados estereotípicamente a los géneros, ¿a qué
llaman «mujer» o
«varón»
algunas personas transgénero cuando dicen percibirse (y piden que le
reconozcan) como tales, especialmente desde parámetros feministas?
Esta pregunta no parece tener una respuesta clara. Algunos
hablan de una sexualidad simbólica, pero no está claro que ese simbolismo esté
libre de las convenciones culturales que denuncia, en general, el feminismo.
Otras veces se menciona el concepto de «género fluido»; pero si esta fluencia del
género no es absoluta (si fuera absoluta, no habría género que experimentar),
se presenta el mismo problema a escala menor: ¿cómo determinar en ese proceso
el estado, por fugaz que sea, de feminidad, masculinidad u otros?...
Toda esta aparente indeterminación del género casa mal con
la determinación y urgencia con que se exige un reconocimiento administrativo
irrestricto de la autopercepción de género. Si los géneros objetivos no
existen, y su experiencia subjetiva es indeterminable y fluida, ¿qué podría
aquí certificar el administrador?
Es perfectamente comprensible que la sociedad, que no puede
organizarse sino bajo la presunción de existencia de todo tipo de clases o
géneros (por eso reconoce, justa y legalmente, entre otros, al género de las
personas trans), y que se fundamenta en una dialéctica, no siempre
sencilla, entre los intereses comunes y los deseos individuales, tome sus
precauciones y someta la adscripción de género, dada su relevancia social y su
complejidad jurídica, a un mínimo protocolo de pautas objetivas.
Sea como sea, este debate no debería empañar una
conmemoración como la de hoy, que tiene como protagonista la lucha histórica de
las mujeres por liberarse de la opresión y la violencia. Como tampoco comprometer
el derecho de toda persona a vivir su sexualidad y experimentar su corporalidad
como le plazca, sin verse, en ningún sentido, discriminada o atacada por ello.
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