Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
El problema de la educación en nuestro país es complejo,
pero hay dos aspectos, al menos, que parecen capitales. Uno es el de su
instrumentalización ideológica, con el consecuente vaivén legal y la
desmoralización creciente del profesorado, el alumnado y sus familias. El otro
es el de su calidad, que no es en general deficiente, pero tampoco suficiente
para bajar la tasa de abandono escolar y contribuir a reparar la brecha –
creciente – entre las élites sociales y el resto.
Reconocidos estos problemas, ¿sería posible afrontarlos
desde unos mínimos programáticos con los que estuviésemos todos de acuerdo, y
que sirvieran para romper la inercia de utilizar la educación como escenario de
batallas culturales e identitarias en las que jugarse el voto? Vayamos a ello.
Soñar es gratis. Pero también útil para para imaginar y clarificar fines y
referentes.
El primero de estos soñados mínimos está dicho: consensuar,
de una vez por todas, una ley educativa
que no responda a la lógica de la reacción y la vendetta, sino a un acuerdo de mínimos que la blinde, en sus
aspectos centrales, frente a los cambios de gobierno. Todos sabemos que la
educación es un asunto político – todo sistema educativo reproduce un
determinado modelo social y moral –, pero, por eso mismo, ha de estar sujeto a
la política en su acepción más noble: la de arbitrar una ética común que la
mayoría comprenda y comparta. Para ello – sigamos soñando – harían falta
políticos lúcidos y honestos, capaces de gobernar considerando los intereses,
principios y sensibilidades de todos, y no solo los de su propia «parroquia».
El segundo elemento de este programa imaginario de mínimos
es la financiación. A la estabilidad legislativa debería acompañarla una normativa presupuestaria generosa e
igualmente blindada frente a recortes coyunturales. Una completa
financiación estatal que, de un lado, permitiese a todos educarse a
conveniencia (eliminando guetos y centros de élite, y reconvirtiendo, de facto,
los centros concertados en públicos) y que, en justa correspondencia, implicase
un nivel mucho más exigente de control y evaluación del trabajo educativo.
El tercer elemento se refiere a la formación del profesorado y a la dignificación de la tarea docente.
La docencia debe dejar de ser un refugio laboral para personas sin una clara
inclinación por la enseñanza. Por supuesto, esa inclinación inicial ha de
complementarse con una formación y unas condiciones laborales que permitan el
pleno desarrollo profesional: formación sistemática y rigurosa, ratios
adecuadas, recursos materiales, licencias e incentivos para la investigación,
promoción, apoyo al rol del profesor en el entorno del centro…
El cuarto elemento, relacionado directamente con el
anterior, es asegurar la eficacia del
proceso educativo, esto es: el logro en el alumnado de determinados aprendizajes.
Tanto da que los definamos como «competencias fruto de la asimilación
de conocimientos» que como «conocimientos asimilables de un modo
competente»;
o que empleemos para ese fin herramientas didácticas novedosas o más
tradicionales. Todo esto es una discusión menor y de carácter preferentemente
técnico.
En quinto lugar, y en cuanto a la concreción de los aprendizajes, debería ser un requisito mínimo su
conexión con los retos y problemas (laborales, políticos, científicos…) que
determinan el futuro de alumnos y alumnas, con los objetivos y agendas de
instituciones de referencia (la ONU, la UNESCO) y con las recomendaciones que
establece consensuadamente la Unión Europea en aras de desarrollar un espacio
educativo común.
En sexto lugar, es ya inevitable la concepción del
aprendizaje desde una perspectiva
integral e integradora. Una educación
integral es la que atiende a todas las dimensiones de la persona, no solo a
la cognitiva o intelectual, sino también a su salud física y mental, a sus
vínculos y responsabilidades sociales, a su faceta afectivo-sexual, a su
experiencia emocional o a sus criterios éticos.
Y una educación integradora es
la que conciliar el principio meritocrático con la compensación de las
desigualdades socioeconómicas, culturales e individuales (que son las que más
influyen en el éxito o el fracaso escolar del alumnado) a través de decenas de
medidas (la detección temprana de problemas de aprendizaje, la atención a la
diversidad, el apoyo a ciertos centros, la atención a la escuela rural, la
dignificación de la formación profesional, etc.)
En séptimo lugar, y volviendo al principio, creo que todos
estamos de acuerdo en el rechazo a una escuela ideologizada y adoctrinadora. Es
cierto que en todo sistema educativo se imparten valores, por activa y por
pasiva. Pero justo por ello es necesario priorizar el desarrollo del juicio crítico del alumnado. Enseñar a pensar (no en
qué pensar) y a dialogar argumentada y constructivamente deberían ser, por
ello, no la guinda del pastel educativo, sino su misma masa madre.
Pues impecable, Víctor
ResponderEliminarMuchas gracias
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