miércoles, 7 de junio de 2023

Soledades

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura

El de la soledad es un problema cada vez mayor en las sociedades desarrolladas, en las que se extiende especialmente entre jóvenes y personas mayores. En países como Reino Unido o Japón se ha instituido un «Ministerio de la Soledad», dirigido a paliar los efectos más dramáticos de la soledad no deseada (como los suicidios), y hay quienes la denominan la «epidemia del siglo XXI». Para más inri, hablar de ella o reconocer que nos afecta sigue siendo un asunto complejo y vergonzante. Todavía hoy, a la persona solitaria (sea o no por elección propia) se la mira con desprecio o lástima, cuando no con cierta prevención.

Sin embargo, la soledad es parte de nuestra condición humana, y no una anomalía psicopatológica (al menos, en principio). Aunque somos seres extraordinariamente sociales, hemos desarrollado un grado excepcional de autoconsciencia y, por lo mismo, una capacidad no menos sorprendente para aislarnos, ensimismarnos y generar mundos propios. Esta capacidad de individuación con respecto al entorno hace que vivamos, durante la mayor parte del tiempo, desde ese lugar íntimo y estrictamente solitario que es nuestra consciencia personal.

Precisamente porque es parte de nuestra humana condición, lo soledad ha sido estimada en otras épocas como un objeto de deseo, e incluso como un privilegio reservado a las élites (las únicas que podían gozar de espacio y tiempo suficientes para el cultivo de la interioridad). En contextos en que el paradigma moral lo representaban la persona sabia o piadosa (tal como ahora lo representan el famoso o el negociante), la soledad se consideraba un atributo de los mejores, pues se entendía que solo en soledad se tenía acceso a una vida plenamente lúcida o virtuosa. Incluso en nuestra propia cultura moderna la soledad se ha concebido excepcionalmente como un estado idóneo para el «encuentro con uno mismo» (expresión secularizada de la comunicación personal con Dios) y la realización individual.

Ahora bien, dado el grado de vacuidad, desconcentración y confusión moral e intelectual que caracteriza nuestro tiempo, no es raro que la soledad no solo no contribuya hoy al autoconocimiento o la reflexión, sino que, por el contrario, incremente el caos mental en que vivimos, empujándonos a la búsqueda angustiosa de estímulos que nos distraigan del extravío interior y haciéndonos recaer en una soledad aún más terrible y crónica que aquella de la que huimos. Porque no hay peor soledad que la de estar uno alienado o perdido de sí mismo. Cuando eso ocurre, da igual la cantidad de gente que nos rodee; seremos incapaces de no sentirnos angustiosamente incomunicados y aislados de todo y de todos…

En cualquier caso, sea cual sea el «tipo» de soledad en que uno habita, y por dolorosa que esta pueda ser, no hay ninguna que no suponga una cierta condición constructiva. Piensen, por ejemplo, en las soledades de raíz más «biológica» (la del malogrado encuentro amoroso, o la del desamparo de los mayores, por dar dos ejemplos), y en como todas ellas se abren habitualmente a una solución «natural», aunque no perfecta, como nada en este mundo (el arrebato romántico – siempre que se mantenga lejos del suicidio o al crimen –, o la solidaridad con los iguales en el caso de los ancianos). De otro lado, y complementando a veces a la anterior, la soledad propiamente «social» – por la que uno se siente poco apreciado, e incluso insignificante para los demás –, aunque no tenga fácil remedio (y con frecuencia promueva conductas terribles como forma perversa y desesperada de resignificación), puede movernos también a la autocrítica y, si uno está muy atento (atento a la verdadera naturaleza del otro), a una suerte de amable y ataráxica magnanimidad.

Más interesantes aún son la soledad de naturaleza moral y la que podemos llamar existencial o «metafísica». La primera es condición de la autonomía y dignidad personal, y es la que asumimos («más vale solo que mal acompañados») cuando contrariamos justificadamente las opiniones o modos de vida comunes. Y la segunda, la soledad existencial, representa el germen de toda verdadera creación del espíritu. Cuando uno lee a grandes filósofos o literatos no puede por menos de intuir la enorme cantidad de soledad «metafísica» – esto es: de ausencia radical de sentido – que han logrado revertir en forma de luminosas y estimulantes creaciones. En soledades así germina lo mejor de nuestra cultura y, por ello, lo que más perfectamente puede librarnos de la soledad no deseada, aunque sea abismándonos en esa otra soledad compartida que comporta el disfrute de las más grandes y bellas obras humanas.  

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