Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
El de la soledad es un problema cada vez mayor en las
sociedades desarrolladas, en las que se extiende especialmente entre jóvenes y
personas mayores. En países como Reino Unido o Japón se ha instituido un «Ministerio
de la Soledad», dirigido a paliar los efectos más dramáticos de la soledad no
deseada (como los suicidios), y hay quienes la denominan la «epidemia del siglo
XXI». Para más inri, hablar de ella o reconocer que nos afecta sigue siendo un asunto
complejo y vergonzante. Todavía hoy, a la persona solitaria (sea o no por
elección propia) se la mira con desprecio o lástima, cuando no con cierta
prevención.
Sin embargo, la soledad es parte de nuestra condición humana,
y no una anomalía psicopatológica (al menos, en principio). Aunque somos seres
extraordinariamente sociales, hemos desarrollado un grado excepcional de autoconsciencia
y, por lo mismo, una capacidad no menos sorprendente para aislarnos,
ensimismarnos y generar mundos propios. Esta capacidad de individuación con
respecto al entorno hace que vivamos, durante la mayor parte del tiempo, desde
ese lugar íntimo y estrictamente solitario que es nuestra consciencia personal.
Precisamente porque es parte de nuestra humana condición, lo
soledad ha sido estimada en otras épocas como un objeto de deseo, e incluso
como un privilegio reservado a las élites (las únicas que podían gozar de
espacio y tiempo suficientes para el cultivo de la interioridad). En contextos
en que el paradigma moral lo representaban la persona sabia o piadosa (tal como
ahora lo representan el famoso o el negociante), la soledad se consideraba un
atributo de los mejores, pues se entendía que solo en soledad se tenía acceso a
una vida plenamente lúcida o virtuosa. Incluso en nuestra propia cultura
moderna la soledad se ha concebido excepcionalmente como un estado idóneo para
el «encuentro con uno mismo» (expresión secularizada de la comunicación
personal con Dios) y la realización individual.
Ahora bien, dado el grado de vacuidad, desconcentración y
confusión moral e intelectual que caracteriza nuestro tiempo, no es raro que la
soledad no solo no contribuya hoy al autoconocimiento o la reflexión, sino que,
por el contrario, incremente el caos mental en que vivimos, empujándonos a la
búsqueda angustiosa de estímulos que nos distraigan del extravío interior y haciéndonos
recaer en una soledad aún más terrible y crónica que aquella de la que huimos. Porque
no hay peor soledad que la de estar uno alienado o perdido de sí mismo. Cuando
eso ocurre, da igual la cantidad de gente que nos rodee; seremos incapaces de
no sentirnos angustiosamente incomunicados y aislados de todo y de todos…
En cualquier caso, sea cual sea el «tipo» de soledad en que
uno habita, y por dolorosa que esta pueda ser, no hay ninguna que no suponga
una cierta condición constructiva. Piensen, por ejemplo, en las soledades de
raíz más «biológica» (la del malogrado encuentro amoroso, o la del desamparo de
los mayores, por dar dos ejemplos), y en como todas ellas se abren
habitualmente a una solución «natural», aunque no perfecta, como nada en este
mundo (el arrebato romántico – siempre que se mantenga lejos del suicidio o al
crimen –, o la solidaridad con los iguales en el caso de los ancianos). De otro
lado, y complementando a veces a la anterior, la soledad propiamente «social» –
por la que uno se siente poco apreciado, e incluso insignificante para los demás
–, aunque no tenga fácil remedio (y con frecuencia promueva conductas terribles
como forma perversa y desesperada de resignificación), puede movernos también a
la autocrítica y, si uno está muy atento (atento a la verdadera naturaleza del
otro), a una suerte de amable y ataráxica magnanimidad.
Más interesantes aún son la soledad de naturaleza moral y la
que podemos llamar existencial o «metafísica». La primera es condición de la
autonomía y dignidad personal, y es la que asumimos («más vale solo que mal
acompañados») cuando contrariamos justificadamente las opiniones o modos de
vida comunes. Y la segunda, la soledad existencial, representa el germen de
toda verdadera creación del espíritu. Cuando uno lee a grandes filósofos o
literatos no puede por menos de intuir la enorme cantidad de soledad «metafísica»
– esto es: de ausencia radical de sentido – que han logrado revertir en forma
de luminosas y estimulantes creaciones. En soledades así germina lo mejor de
nuestra cultura y, por ello, lo que más perfectamente puede librarnos de la
soledad no deseada, aunque sea abismándonos en esa otra soledad compartida que comporta
el disfrute de las más grandes y bellas obras humanas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario