Este artículo fue publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Cerramos la columna hasta septiembre, sin seguridad de que a
la vuelta no hayamos retrocedido diez o doce temporadas de Cuéntame y nos
encontremos con ministros falangistas, el Opus (o vete tú a saber qué secta
ultracatólica) copando las instituciones, la violencia de género catalogada
como problemilla doméstico, los parques nacionales como cotos de caza, y las plazas
de toros como el lugar del renacimiento cultural patrio escenificado en la
vuelta del bombero torero… ¡Que el dios del Papa Francisco nos pille
confesados!
He de reconocer que, de todo lo dicho, lo de los enanitos
toreros es lo que menos me disgusta. Tiene mucho de la España carpetovetónica y
cañí, pero también del recio y hondo esperpento valleinclanesco: ese ruedo
ibérico y cóncavo en el que los españoles podemos vernos cómicamente
reflejados. No hay más que asistir al circo político diario, con su troupe
de correveidiles y negociantes retrasando, con divertidos cambios de
trayectoria, el cogobierno inevitable de los neofalangistas; o (en la pista de
al lado) intentando elevarse con complicados castellets sobre su
acondroplasia voluntaria y su complejo de superioridad moral.
Porque lo que ha casi matado a este gobierno no han sido la
economía, la pandemia, la prensa o los pérfidos poderes fácticos… sino el afán
moralizador, algo que nunca funciona en este país donde puedes machacar a la
gente con recortes, reconversiones o palos, pero no decirles una y otra vez
cómo tienen que vivir, hablar, amar, odiar, comer o reír. Si por obligar a los
españoles a recortarse la capa formó la que formó Esquilache, poco parece, por
todo lo anterior, perder unas elecciones. La gente no soporta – ¡y con razón! –
el paternalismo despótico de los iluminados, ni el de la izquierda ni el de
nadie.
Lo de la risa es un ejemplo paradigmático. La gente está
hasta las narices de tener que andarse con pies de plomo con aquello sobre lo
que se bromea, sean los dioses, la etnia, el género, el físico… o el
sentimiento identitario, algo infinitamente dudoso y risible, y para lo cual el
pueblo tiene una expresión correctiva implacable: «¿Pero tú quien c… te crees que
eres?»
… Pues eso, ¿quién c… se cree que es ningún gobierno para decirnos de
qué hemos de reírnos, o a qué ridículas pretensiones de qué colectivo hemos de
respetar más que a la sacrosanta libertad de partirnos el culo? La risa no es
necesariamente un ataque y sí, a menudo, una vacuna contra la más preclara
estupidez.
Uno de los últimos casos de este risible paternalismo fue,
justamente, el de la prohibición de los espectáculos cómico-taurinos (volvemos
a los enanitos toreros). El gobierno interpretó, bajo la presión de algunas
asociaciones de enfermos de acondroplasia, que tales espectáculos atentaban
contra la dignidad de las personas, algo a lo que se oponían vivamente los
protagonistas, a quienes por descontado nadie preguntó. Debieron pensar que
empoderar y tratar dignamente a la gente es decidir por ellos y obligarles a
dejar de ejercer libremente el farandulero oficio de cuya grave indignidad,
pobrecitos míos, no estaban tan al tanto como sus déspotas e ilustrados
protectores.
Pero, ¿por qué diablos atenta contra la dignidad de alguien
(suponiendo que sabemos lo que es eso) acudir a un espectáculo cómico-taurino?
La gente no se ríe, y mucho menos se burla de los enanos, sino de su ingenua
comedia, de su representación liliputiense y apayasada de la condición humana,
siempre rota por la desproporción infinita entre lo que queremos y podemos. ¿Y
qué mejor contra esa común discapacidad que el bálsamo de fierabrás de la risa?
¿Que en esto contribuyen en parte los rasgos físicos propios
a las personas con acondroplasia? ¿Y qué? Hay rasgos físicos que, por lo desacostumbrado,
provocan sorpresa y risa: la obesidad o la excesiva delgadez, una nariz
prominente, una desacostumbrada forma de andar o hablar. Si el Gordo y el
Flaco fueran modelos de Dior, Harpo Marx no fuera mudo o Woody Allen no
tuviera la pinta que tiene, no harían tanta gracia. ¿Es eso reírse de ti? Solo
de lo más accesorio: por suerte, no somos el cuerpo ni la cara que tenemos.
El problema de fondo es que tenemos satanizada la risa,
razón por la cual nadie se molesta cuando los anormales rasgos físicos de
alguien (los músculos de un atleta, el sex appeal de un cantante, la
corpulencia de un actor...) producen pasmo, excitación o miedo, pero sí – ¿por
qué? – cuando provocan una carcajada
espontánea.
Algún día, en fin, tendremos que pensar seriamente por qué molesta
tanto la risa, y no, por ejemplo, jalear a gritos a gente anormalmente alta o
fibrosa encestando canastas o corriendo como conejos en un estadio. ¿Qué mayor problema
hay en que unas personas, especialmente bajitas, nos hagan reír mientras, entre
acrobacias y monerías, intentan torear a una pobre – esa sí que ninguneada – vaquilla?
… Más aún si – volviendo al ruedo ibérico – esa berlanguiana vaquilla somos
también nosotros; y reímos, ay, para no llorar.
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