Este artículo fue originalmente publicado por El Periódico Extremadura.
Un debate a menudo superficial y prejuicioso. De entrada, lo
que han propuesto en Suecia es una revisión crítica, y no una cancelación de
las políticas de digitalización. Obvio. ¿Cómo íbamos a dejar de educar a los
niños en el lenguaje y la tecnología del mundo en el que viven? ¿Y cómo se iba
a evitar que abusaran de esa tecnología si no los educáramos, precisamente, en
su uso?
En cuanto a los prejuicios, hay donde escoger. Uno de ellos
es suponer que los jóvenes leen y se expresan cada vez peor. Suposición cuando
menos discutible. En cuanto a la lectura, los índices españoles son hoy 5,7
puntos más altos que hace diez años, y si hablamos de menores y adolescentes,
el incremento es el doble que en adultos. En comprensión lectora, los datos no
son concluyentes, al menos en nuestro país, y la bajada a nivel internacional
(Suecia incluida) parece achacable, fundamentalmente, a los efectos de la
pandemia. Tampoco la presunta degeneración en el uso del lenguaje por parte de
los jóvenes está demostrada, por mucho que abunden las típicas impresiones
subjetivas (cuenta divertido el lingüista Steven Pinker que en algunas
tablillas sumerias aparecen ya quejas por el modo de escribir y degradar el
idioma que tenían los jóvenes) …
Otro tópico viejísimo es el de culpar a las nuevas
tecnologías de todo tipo de males. Hace dos mil quinientos años, el filósofo
Platón denunciaba (no sabemos si irónicamente) los prejuicios para el
conocimiento que suponía la generalización de la escritura, es decir, de la «tecnología»
de los libros (Platón preludiaba ya, como luego pintara Goya, que no hay peor
burro que el burro erudito). Por otra parte, la retahíla de presuntos
desórdenes cognitivos que asociamos hoy a móviles u ordenadores es la misma que
alarmaba a padres y docentes cuando se generalizaron la televisión, el cine, la
radio o la música rock…
Vayamos, en cualquier caso, a la cuestión central. Supongamos
que es cierto que los jóvenes de ahora (haciendo abstracción de mil variables y
suposiciones) se manejan peor con el lenguaje escrito que los jóvenes
(alfabetizados) de hace treinta o cuarenta años. ¿A qué podría deberse esa
diferencia? Si tal cosa fuera cierta, tendría mis dudas de que se debiera al
uso de nuevas tecnologías antes que al abuso de determinados códigos no
verbales de interacción (y fíjense que una cosa no está ligada forzosamente a
la otra; de hecho, la mayoría de las culturas audiovisuales, en las que se han
utilizado masivamente las imágenes como vía de comunicación, han estado nada o
poco desarrolladas tecnológicamente).
Sí, como sospecho (sin prueba alguna), las presuntas dificultades de expresión verbal (si es que las hay) de los jóvenes (y no tan jóvenes) se deben al predominio cultural de las imágenes y de sus formas propias de transmisión e interpretación, esto podría explicar igualmente ciertos fenómenos conductuales, como esa dispersión o falta de atención que achacamos a los adolescentes actuales, y que no es más que el modo corriente de «leer» imágenes. De hecho, la atribución es injusta, pues la conducta juvenil de distraerse consumiendo un vídeo tras otro en Tik-Tok no es sustancialmente distinta de la de un adulto embobado viendo la televisión (o las procesiones de Semana Santa) ni la de un anciano mirando pasar el mundo desde un banco del parque.
Si la hipótesis es cierta, la solución para salvaguardar
nuestra capacidad verbal no es sencilla. Vivimos en una cultura profusa y
profundamente entregada a lo estético, en la que el culto a las imágenes está
tan asentado (y pseudo racionalizado) que hay toda una élite de intelectuales
empeñados en demostrar la equivalencia (o «diferencia inconmensurable», que
viene a tener el mismo efecto) entre el lenguaje verbal y otras formas alternativas
de comunicación, cuando no a reivindicar, de modo ambiguo (y retórico, claro),
la prevalencia de las imágenes sobre los conceptos.
Esto no es nuevo: en todas las épocas oscuras y necesitadas
de una ingente estructura mítica para autosoportarse, se insiste
dogmáticamente en el valor de lo estético (en su versión religiosa o puramente
artística) por encima de lo verbal y racional (lógico, dada la imposibilidad
racional de legitimar un orden social y productivo como el nuestro). Lo
esperanzador es que hoy, a la vez, y gracias precisamente a las nuevas
tecnologías (especialmente Internet), la alfabetización y el acceso – por
difuso y desordenado que sea – a la cultura verbal es generalizado y, como
decía el poeta, un «arma cargada de futuro». Cuidemos celosamente de ese
armamento, y dejémonos de tecnofobias y purismos estériles.
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