Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Ya conocen el calvario que están viviendo más de treinta
niñas de Almendralejo tras difundirse imágenes suyas manipuladas con
inteligencia artificial para que aparezcan desnudas. Para más inri parece que
los responsables directos son niños, también menores, que conocían a las
chicas. Es una auténtica película de terror que no va a acabar aquí. No solo
por el sufrimiento de las víctimas, que va para largo, sino por el efecto
contagio que provoque el caso.
Ante lo ocurrido en Almendralejo, la reacción de las
autoridades es similar a la que da ante otros terribles sucesos (violencia de
género, acoso escolar, suicidios, adicciones, discursos de odio, etc., etc.):
abrir una investigación, crear observatorios y grupos de trabajo y, sobre todas
las cosas, la socorrida apelación a la
educación. Y en concreto, en este caso, a la educación sexual.
No está mal. La educación es la estrategia fundamental para
prever este tipo de delitos. Especialmente si quienes los cometen son menores y
si, como es el caso, la regulación estricta y a tiempo de todas las
posibilidades abiertas por las nuevas tecnologías es poco menos que imposible.
Ahora bien, antes de hacer las declaraciones retóricas de
rigor nuestros responsables políticos tendrían que informarse un poco. Porque
resulta que esa famosa educación sexual que invocan cada vez que hay un caso de
acoso, agresión o violencia machista (es decir, casi cada día), ¡ya la hay!
¡Está en el currículo educativo! Muchos y muchas docentes hemos peleado y
trabajado durante años para que estuviera allí. Otra cosa es que las
administraciones competentes no suelan hacerle el más mínimo caso, y la tengan
convertida en una inservible “maría”.
Fíjense, además, que en los currículos oficiales no solo
aparece, como saber básico y obligatorio, la educación afectivo-sexual, sino
también el área y materia que le sirve de contexto, que es la Educación en Valores Cívicos y Éticos.
Un contexto imprescindible, pues la educación sexual que buscamos no consiste
fundamentalmente en información sobre sexualidad (que también es importante y
nunca viene mal), sino en promover aquellas ideas, valores y actitudes que
deben presidir nuestras relaciones con los otros, especialmente las íntimas, a
las que, por tabúes culturales y por estar tradicionalmente sujetas a la moral
religiosa, el sistema educativo no les ha prestado nunca atención.
La educación cívica y ética debe estar vinculada a la
educación sexual (como de hecho está en los programas educativos) por lo mismo
que ha de estarlo a la lucha contra el acoso escolar, la prevención de las
adicciones, la resolución pacífica de los conflictos, la eliminación de
actitudes discriminatorias, la promoción de conductas seguras en las redes o la
creación de hábitos saludables y sostenibles entre los más jóvenes. La razón es
que todas estas conductas (y las contrarias) dependen de las ideas y valores
éticos que tenemos en la cabeza, de manera que si no tratamos con esas ideas no
haremos, educativamente hablando, absolutamente nada.
Ahora bien, la única disciplina que se ocupa de tratar
críticamente esos valores e ideas es la ética. Las demás materias se ocupan de
explicar o describir el mundo, no de ayudarnos a prescribir lo que debemos
hacer en él. Tampoco basta con que esa educación ética se trate
transversalmente, ni dejarla únicamente en manos de la familia, ni reducirla a
cursillos de concienciación en los que el alumnado recibe la homilía
correspondiente para olvidarla, con toda justicia, a los quince minutos.
Educar a niños y adolescentes para que cambien realmente su
conducta y no ocurran hechos tan desgraciados como los de Almendralejo implica
un trabajo serio, diario, realizado por especialistas, en el que, con
paciencia, conocimiento y dotes didácticas, se vayan desmontado y transformando
esos sistemas de ideas y valores que hacen, por ejemplo, que un chico vea
deseable y aceptable publicar fotos humillantes de sus compañeras. Sin ese
trabajo de fondo, todo lo que puedan hacer los demás (sexólogos, psicólogos,
policías, jueces, periodistas…) es inútil.
Así que sí, claro que hace falta educación sexual y ética.
¿Quién lo duda? ¡Solo hace falta que nos dejen impartirla! Es decir, que la
administración dé tanta importancia a las clases de ética como la que da a las
matemáticas, el inglés o la lengua. Mientras todo el ambicioso plan de
educación cívica y ética, educación sexual incluida, previsto por la ley, quede
reducido a una o dos miserables horas semanales en un solo curso por etapa,
todas las declaraciones de los políticos sobre el papel fundamental de la educación
(sexual o no) para resolver todos o casi todos los problemas que copan los
periódicos, no será más que un rollo infumable que nadie, y menos los
profesores y profesoras de ética, nos podemos creer.
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