Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
El último informe de la Fiscalía General del Estado nos
advierte de un aumento alarmante de conductas violentas en niños y
adolescentes, incluyendo agresiones sexuales y homicidios. La Fiscalía
relaciona este aumento con la proliferación de bandas juveniles violentas, que
parecen estar extendiéndose más allá de las grandes ciudades. Pero el asunto
quizás sea un poco más complicado.
Antes de nada es difícil de creer que el problema se reduzca
a la simple existencia de bandas juveniles. Las pandillas existen desde hace
mucho. No pocos de los que hoy peinamos canas tuvimos algo que ver con las
tribus urbanas de los 70 y 80. Y todos recordamos decenas de películas, algunas
memorables (West Side Story, The Wandered, Grease…), sobre
jóvenes pandilleros norteamericanos dándose mamporros. Cosa que no implicaba,
ni mucho menos, un aumento de la violencia juvenil como el que refleja el
informe citado. ¿Entonces?
Tal vez el problema se vea más claro pensando en lo que
significa pertenecer hoy a una de esas pandillas juveniles, en contraposición a
lo que suponía hace tres o cuatro décadas. Pertenecer a un grupo juvenil era
entonces una parte más de los ritos de paso a la edad adulta; integrarte ahora
en ellos parece una salida desesperada para chicos que no tienen la más mínima
confianza en que exista ninguna «edad adulta».
Fíjense que el argumento de aquellas películas de jóvenes
rebeldes que marcaron nuestra adolescencia (especialmente a los chicos) era
siempre el de cierto ritual de tránsito a la madurez: unos mismos personajes
arquetípicos, expuestos a aventuras en las que ponían a prueba sus virtudes
varoniles (valentía, lealtad, camaradería, etc.), y que acababan por dejar a un
lado la cazadora de cuero para casarse con la chica que habían dejado preñada o
marcharse a la universidad que les correspondía por su estatus. El mensaje
escasamente subliminal era claro: uno podía jugar a ser rebelde, e incluso a
coquetear con el delito, hasta que comprendía que el orden social era la
prolongación natural de la propia subversión pandillera, y pasaba entonces a integrarse
en los grupos de referencia (en las “pandillas”) de los adultos: la familia, la
hermandad universitaria, el ejército, la empresa…
¿Qué pasa, por el contrario, en las pandillas que proliferan
hoy en la periferia de ciudades como Madrid y se extienden por todos sitios? Lo
primero es que estas nuevas pandillas no son asociables a un ritual de paso
entre formas de sociabilidad más o menos asentadas (de la familia a los grupos
de referencia adultos ligados al trabajo), sino más bien a una estructura estable
que las sustituye a todas. Esta estructura, a imitación de las maras y otros
grupos parecidos, llegan, de hecho, a suplir el papel de la familia para sus
miembros más jóvenes y operan como entorno laboral alternativo (pequeña
delincuencia, tráfico de drogas, extorsión) para los más mayores, de manera que
te captan en la infancia y te retienen para siempre, como las sectas o las
familias mafiosas.
El por qué proliferan las pandillas inspiradas en este
modelo es una pregunta complicada, y seguramente tiene que ver con fenómenos
socioculturales a gran escala, como la desarticulación de la familia
tradicional y de sus valores, la precariedad laboral y la falta de arraigo
social que esto provoca, o el debilitamiento general de los lazos sociales,
sustituidos hoy por conexiones virtuales intercambiables y de baja intensidad.
La «pandilla
tribal»
que suponen maras y similares supone, de hecho, una propuesta comunitaria que,
con sus valores, fines, señas de identidad y lazos socioafectivos, constituye
un mundo completo y concreto que oponer al anónimo y desangelado supermercado
cultural y humano que ofrece la «aldea global».
Por otra parte, que estas nuevas pandillas generen más
violencia no es raro, dado su formato tribal y la necesidad de retener a sus
miembros durante más tiempo. Emprender acciones violentas y delictivas en común
es siempre un factor de cohesión (especialmente si hace en nombre del grupo – y
contra otro grupo –), además de proporcionar una suerte de entorno laboral
alternativo. Eso sin contar con que la violencia, y la sensación de poder
inmediato que genera, es de por sí atrayente para la mayoría de los
chicos.
¿Cómo luchar contra esto? Las causas estructurales están
ahí, y no van a desaparecer. Engordar el código penal, abrir canchas de
baloncesto o celebrar campañas educativas en las escuelas es insuficiente. Es
mucho más importante activar la función disolvente del pensamiento crítico. Una
educación crítica bien planificada inmuniza a la mayoría de los chicos frente
al rudimentario y patriarcal sistema de creencias y valores de las pandillas (y
de otras organizaciones sectarias). Es también cierto que esto les deja frente
a un tiempo y un mundo que, pese a su relativo grado de civilización, es
hostil, frío y solitario como pocos. Pero, de momento, no parece que
dispongamos de una opción mejor.
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