Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
La trágica historia del
mito de Narciso no consistió – como se cree – en que se enamorara de sí mismo,
sino en que se encandilara con una imagen (sin saber que era la suya) en lugar
de con algo real; esto es: que se dejara llevar por el engaño y la apariencia.
Podemos decir en este sentido que todas las culturas – y no solamente la
nuestra – son profundamente narcisistas, o lo que es lo mismo, fatalmente
subyugables a través de imágenes.
Decimos que lo son «fatalmente»
porque ese engaño narcisista es parte consustancial de toda realidad social.
Desde la época de las cavernas a la de nuestra caverna mediática, el orden
político se ha instituido y mantenido mediante la gestión de un extenso
imaginario de apariencias (mitos, símbolos, ritos, ceremonias, obras de arte)
dirigido a conformarnos irracionalmente con él.
El motivo está claro.
Dado que para mantener dicho orden social no suele bastar con la coacción
(faltarían vigilantes y quien los vigilara), ni tampoco con la convicción
(faltarían razones y justicia en que sustentarlas), el poder ha tenido que
recurrir siempre a la seducción, es decir, al juego teatral con las imágenes,
ya fuera mezclándolas con la religión, cultivándolas artísticamente por sí mismas,
o constituyendo con ellas el universo mediático que confundimos hoy con lo
real.
Además, y como sabemos,
el poder opera en esto de dos maneras distintas y complementarias:
directamente, a través de imágenes que magnifican y celebran el orden (piensen
en una procesión religiosa, un palacio barroco o una película propagandística),
o inversamente, a través de representaciones que critican y subvierten dicho
orden de forma estética y ritual (piensen ahora en un carnaval, en una obra
bufa o en el arte «comprometido»). Esta segunda manera es enormemente efectiva,
pues genera la ilusión de un contrapoder que no existe, pero cuyo solo reflejo
o apariencia nos basta, como a todo buen narcisista, para creer que nos
prendemos de «lo otro» sin dejar, en el fondo, de conformarnos con «lo mismo»…
Vayamos ahora del arte a
los museos de arte. Los museos, igual que los Ministerios de Cultura, las
Academias y otras instituciones similares, brotan en la modernidad como soporte
de un Estado que, divorciado ya de la Iglesia y sus imaginarios sacros, ha
convertido al arte en la nueva religión al servicio del poder. Los museos en
concreto, surgidos en muchos casos de las galerías reales (el rey ya no es
investido de realeza solo por Dios, sino también por el buen gusto), son los
encargados de custodiar y celebrar, a través de ciertos rituales laicos, el
segmento más culto o elitista del imaginario común, tanto de manera directa,
exhibiendo el patrimonio patrio, como de forma inversa, cediendo espacio ritual
a la más rabiosa vanguardia, al grafitero más salvaje, a la instalación más
provocadora… o a esa suerte de exquisita «meta-performance» que es la «descolonización»
del propio museo por parte del Estado (tendencia europea a la que se ha sumado
recientemente nuestro ministro Urtasun).
Esto último es
interesante de analizar. Que la representación de la contrición «descolonizante»
ocurra propiamente en ese territorio explícitamente consagrado a la ficción
instrumentalizada por el poder que es el museo tiene su miga, y es difícil no
interpretarlo como una manera barroca y estetizante de confesar que esa
descolonización solo puede ser imaginaria y que, en el fondo, nadie querría (ni
siquiera desde la izquierda) pagar la inmensa deuda que supondría adoptar una
política real de descolonización.
Porque descolonizar de
verdad, y no en el museo, supondría desmantelar hasta casi los cimientos
nuestras naciones y nuestro bienestar, devolver toda la riqueza expoliada (esa
con la que se han levantado ciudades, palacios, teatros, iglesias o… museos),
integrar y resarcir a millones de migrantes, compensar todo el trabajo no
pagado, todos los crímenes no juzgados, todas las humillaciones recibidas…
Algo, en suma, impensable. Y justo para no pensarlo es que se nos ocurre
devolver generosamente unos cuentos frisos, momias y objetos artísticos a gente
que, por otra parte, los entiende como tales objetos «artísticos» gracias a que
fueron instruidos en ello por los mismos colonizadores… ¿No es… soberbio?
Porque además, y ya que
estamos en modo irónico, ¿no se han preguntado ustedes si toda esta mala
conciencia anti-etnocéntrica que nos lleva heroicamente a la descolonización de
museos o el derribo de estatuas de turbios conquistadores, arriesgándonos al
acoso tuitero o a llegar tarde a cenar a casa, es también, no ya solo una pose
estetizante con la que apaciguar nuestro indomable espíritu revolucionario,
sino una exhibición no menos etnocéntrica y narcisista de paternalismo y
superioridad moral ante pueblos y culturas que, si no han hecho aún lo mismo
(expoliar a sus vecinos para gozar de sus riquezas) es porque no han podido?
Piénsenlo al salir del museo. De uno previamente «descolonizado», por favor.
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