miércoles, 27 de marzo de 2024

El gran poder

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura. 


Más o menos todos tenemos un ramalazo místico, un cierto gusto por lo mistérico y sacro, por lo que creemos o sentimos que nos trasciende y nos permite soñar que somos algo más que barro y tiempo. Y esto no solo atañe a las personas religiosas. Lo místico se busca de múltiples maneras: a través de la contemplación intelectual, en la abnegación moral, mediante la experiencia estética…

El correlato estético de la vivencia mística es el sentimiento de lo sublime. Según los filósofos, lo sublime es aquello que sentimos ante lo infinito, lo incomprensible, lo inconmensurablemente poderoso… Decía uno de ellos, Edmund Burke, que lo sublime genera un terror placentero, y al leerlo no puedo dejar de recordar el miedo (a la vez que la curiosidad) que de niño me producía la Semana Santa: el denso y lúgubre olor del incienso, las filas de fantasmagóricos penitentes portando cruces y hachones, y sobre todo los pasos, esos tétricos galeones que navegaban sobre la multitud con sus bamboleantes ídolos cargados de un misterioso y grandioso poder ante el que uno solo podía sentir temor y culpa.

Lo sublime y lo místico son también el elixir mágico del poder político. No hay época o cultura en la que el poder no se haya sustentado en una representación sublime de sí mismo. Recuerden a los faraones y emperadores antiguos, a los caciques tribales o a los monarcas absolutos. Ninguno de ellos tenía o tiene una capacidad excepcional para coaccionar a la gente; ni argumentos suficientes para demostrarles la legitimidad de su poder; su principal recurso para imponerse es y era el de provocar esa experiencia mística y sublime que nos horroriza a la vez que nos encanta y subyuga.

Es por esto por lo que las figuras de poder humano se representan a sí mismas envueltas en un halo de misterio y a través de ceremonias religioso-teatrales en las que no solo se atemoriza a la gente, sino que se la persuade del sentido trascendente y sobrehumano del orden social y del poder que lo rige. ¿Cómo no reconocer la potestad y autoridad de un emperador, un jefe tribal o un rey absoluto cuando se nos presentan imbuidos (y semiocultos) en sus fastuosos trajes ceremoniales, observándolo todo sobre un imponente trono, o rodeados por la temible y emocionante coreografía de un desfile militar?

En algunos ritos teatrales del poder, como el de nuestra Semana Santa (creada durante la contrarreforma como expresión propagandística de un poder político plenamente sustentado en la creencia religiosa), se busca generar una ilusión múltiple: la de la trascendencia del «statu quo», haciendo desfilar a las distintas instancias y jerarquías sociales junto a las imágenes sagradas; la de la sacralidad del poder terrenal, emparentándolo con la omnipotencia, eternidad, unicidad y justicia divina – recuerden a Franco bajo palio – ; la de la validez universal de los valores comunes; o la de la relevancia existencial del individuo, haciéndole partícipe, aun solo como figurante, de un entramado sublime, terrible y mágico a la vez, que colma de orden y sentido su vida.

¿Y hoy? ¿Qué ocurre en nuestra época aparentemente secularizada? ¿En qué resortes ideológicos y estéticos se sustenta hoy el poder de los poderosos? El poder político carece desde hace mucho de esa aura de misterio y sacralidad que lo volvía incontestable hace siglos. ¿Entonces? ¿Cómo hace para generar conformidad y obediencia?

Antes de responder a esta pregunta conviene hacer una distinción entre el «poder nominal» (el de los políticos que nos representan en el parlamento, los partidos, los jueces, etc.) y el poder más real, el gran poder que rige globalmente el mundo, y que parece constituido por una suma desorganizada de intereses y designios de grandes corporaciones financieras, tecnológicas y mediáticas.

Es este último el que parece presentarse hoy de ese modo misterioso y omnipotente, místico y sublime, con que legitimaban su suprema autoridad los emperadores y reyes de antaño. Un poder oculto que escruta todos nuestros datos, nos chantajea con las infinitas baratijas del mercado y nos mantiene seductoramente entretenidos a través de las vidas virtuales ofrecidas por redes y pantallas.

Parte de ese entretenimiento es, por cierto, el del «show business» de la política tradicional, ese pobre y triste teatrillo decimonónico en que los parlamentarios, a modo de grotescos bufones, parecen mantener la ilusión de control democrático y marcar la diferencia con ese otro poder, terrible e inconmensurable, que gobierna el mundo sin que, alucinados y subyugados por él, queramos poder hacer nada por evitarlo…

 

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