Justo Gallego, constructor de la "Catedral de Justo" |
Vamos a ver. Si usted
cree que el universo es todo cuanto hay, ha de creer también que todo está
continuamente cambiando. Lo dice la física. Ahora bien, si todo
estuviera continuamente cambiando nada sería lo mismo de un instante a
otro: ni usted, ni yo, ni el gobierno, ni España, ni la diferencia de género,
ni las leyes físicas, ni nada de nada. No es ya que nadie se pudiera bañar dos
veces en el mismo río; es que no habría sustancia ni para una. Es lógico. A no
ser que la lógica también cambie a cada instante, en cuyo caso no podríamos… ni
pensarlo.
Ahora bien, si ya es
difícil (o mejor: imposible) mantener que el mundo sea como dice la física, y
que, a la vez, usted, yo, o las cosas seamos lo mismo que somos, imaginen que
hablamos, no ya del ser, sino del deber ser; esto es: no de las cosas que
creemos inexplicablemente que hay, sino de las que ni siquiera las hay, pero
soñamos o afirmamos muy serios que debería haberlas. ¡Ya decía el gran Kant (el
filósofo, no el emperador mogol) que nuestra capacidad metafísica para ir más
allá de este mundo insustancial no tiene límites!
¿Y en qué basamos
entonces nuestras extrañas ideas acerca de lo que son y deben ser las cosas? En
la ciencia ya hemos visto que no: ni esencias ni valores son cosas que existan
en el tiempo o en los laboratorios. Valdría la religión, que, como saben,
postula realidades eternas y separadas para buenos y malos. El problema es que
los modernos no somos ya (¡aparentemente!) muy amigos de los dogmas de fe.
Una dificultad añadida es
que algunos no nos conformamos con una moral de andar por casa, fundada en
consensos más o menos coyunturales, sino que aspiramos a una moral universal que nos comprometa a todos y que, por así decir, quepa «tallar en piedra»; o
dicho de otro modo, una ética de valores universales que nos permita pensar a
lo grande, poniendo en práctica lo que el filósofo Roman Krznaric llama el «pensamiento
catedral».
El pensamiento-catedral
es el modo de pensar y actuar «sub specie aeternitatis» que se tenía en otras
épocas, como en el medievo, en las que la gente se embarcaba en proyectos (como
la construcción de catedrales) cuyos hipotéticos frutos solo eran visibles a
muy largo plazo. Este pensamiento-catedral es justo el que
necesitaríamos ahora para afrontar problemas que, como el de la crisis climática,
exigen sacrificios presentes para garantizar la vida y el bienestar futuro.
Ahora bien: ¿está a nuestro alcance un pensamiento de esta talla? ¿Podríamos
nosotros, tan apegados al «carpe diem» y a la visión materialista del mundo,
sostener masivamente un compromiso moral así? ¿Por qué íbamos a asumir
sacrificios para lograr algo que no íbamos a ver ni a disfrutar nunca?
La respuesta no es fácil.
De entrada, aquí no funciona el recurso al miedo. ¿Qué más nos da lo catastrófico
que pueda ser el futuro, si no vamos a estar en él? (algunos han propuesto
creer en la reencarnación para que esto funcione, pero no cuela). El filósofo
Hans Jonas propuso en su día acudir a una suerte de amor paternofilial (o
maternofilial) universal como fundamento emotivo del compromiso moral con las
generaciones futuras, pero esto también es discutible: el amor por los hijos ni
es universal (¿qué hay de quienes no los tienen?), ni eterno, ni creo que dé
para tanto.
Una opción recurrente es
volver a la religión. De hecho, desde la órbita de la ecología profunda se
promueve una suerte de religión pagana en torno a la Naturaleza y al supuesto
deber de mantener su Esencia, sin cambiarla ni destruirla (¡como si la
naturaleza no fuera un proceso indefinido de cambios y de continua creación y
destrucción de sí!), pero, salvo por la fe, esta creencia es igualmente
insostenible…
¿Entonces? ¿Qué nos
obliga a subordinar nuestra vida (que es única, breve, etc.) a fines morales
que la trasciendan? Es seguro que algo así daría sentido a la existencia, pero
solo si antes lo tuviera en sí mismo. ¿Y lo tiene?... A los constructores de
catedrales les sostenía la creencia en que, si no en este mundo, verían el fin
y la recompensa de su obra en el otro. ¿Pero y los que no creen más que en lo
que creen que ven? ¿En qué habrían de fundar su sentido moral? ¿En las
emociones, en la cultura, en la racionalidad práctica…? ¿Pero qué extraña
entidad habrían de tener estas cosas para no estar también sujetas al cambio y
la disolución, como el resto de los seres que rebullen en este sindiós de
partículas que parece la realidad?
Sin una profunda
reflexión, en fin, sobre la trascendencia, toda nuestra cultura está moral y
materialmente abocada a un callejón sin salida, amén de vendida a todo tipo de
fundamentalismos. Solo asumiendo que las cosas mantienen una cierta esencia
resistente al tiempo, y que la realidad entera responde a un orden y un fin por
descubrir, tendría sentido lanzar mensajes como los que invitan al compromiso
con esas «catedrales» que son las agendas mundiales, las revoluciones
pendientes o los valores eternos.
Inmenso y profundo artículo
ResponderEliminarMuchas gracias.
ResponderEliminarGran artículo! Soy un gran defensor de lo que dices. Desde mi punto de vista, la clave está en entender que nos definimos como seres humanos, y por tanto, la individualidad es un espejismo de nuestra humanidad que debemos utilizar pero también trascender en pos del interés de la humanidad misma. Solo así romperemos la dualidad entre individuo y colectivo que nos corroe y nos pone en peligro cada vez más. Sinceramente, creo que comprender esto es verdaderamente la clave en la paradoja de Fermii y no algo tecnológico.
ResponderEliminarMuchas gracias por tu comentario, Rubén. Aunque la idea de que la individualidad es un espejismo no es fácil de comprender.
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