Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Cuentan que Tales de Mileto – el primer filósofo conocido –,
harto de que le tildaran de bobo por no preocuparse de los asuntos materiales,
decidió dar una lección a sus vecinos. Y luego de haber previsto, gracias a sus
conocimientos astronómicos, una cosecha desmesurada de aceitunas, compró todas
las prensas de Mileto para alquilarlas después a precio de oro. Tales demostró
así que los filósofos pueden ser ricos si lo desean. Otra cosa es que no
quieran, y que su ambición los lleve por otros derroteros…
¿Pero qué otros derroteros? ¿Los hay? Pues aunque parezca
extraño, sí. Diga lo que se diga, hay mucha gente que no tiene una especial predilección
por ser rico. Y es normal. La psicología nos enseña que, una vez cubiertas las
necesidades vitales, las personas aspiramos a satisfacer otro tipo de deseos,
todos ellos relacionados con uno, genérico y fundamental: el de que nuestra
vida tenga valor y sentido.
Pero este deseo de dar significado a la vida no se sacia rodeándose
de lujos, ni con un aprecio o reconocimiento interesado. Todos queremos tener
amigos o amores verdaderos; «ser alguien» por nosotros mismos, y no por
lo que poseemos. El sentido, el valor, el aprecio de los demás no se adquieren
por Amazon, sino demostrando que se es capaz de contribuir de alguna
manera a mejorar el mundo y a las personas que nos rodean.
Decía Platón que el mayor deseo de los seres humanos es
vencer a la muerte – lógico: no hay cosa más insignificante que estar muerto –.
Es por eso por lo que se tienen hijos, se realizan proezas memorables o se
escriben libros inmortales. «Ser alguien» también quiere decir dejar
huella. Y para esto es fundamental tener un oficio, saber hacer algo, conformar
un trocito de mundo en orden a nuestros mejores proyectos… Recuerdo haber
conocido a un viejo y notable encofrador, sencillo y humilde salvo cuando
paseaba con sus hijos y presumía sin reparo de los edificios que había ayudado
a moldear con sus propias manos e ideas. Para ese hombre, su oficio no solo era
una manera de mantener a su prole, sino también de realizarse, de ser alguien
importante, de dar ejemplo a sus hijos…
Cuento todo esto a propósito de la retahíla recurrente de
personajes corruptos que, como cartas de su inacabable partida por el poder, se
van sacando de la manga nuestros políticos (¡no sé cómo ni cuándo encuentran
tiempo para otra cosa!). Una jugada engañosa e hipócrita como pocas, porque el
problema no es solo que haya unos pocos sinvergüenzas que defraudan al fisco o se
aprovechan de un cargo público; el problema más grave es que para gran parte de
la gente esa sinvergonzonería forma parte indesligable de las virtudes de un
modo de entender la vida que, aunque dañino para todos, se ha vendido siempre
como la repera, al menos desde los tiempos de Tales: el del hombre de negocios…
Casi diría, sin miedo a exagerar, que el gran problema de la
humanidad radica en toda la gente que se ha dedicado exclusivamente a obtener
beneficios sin dar nada a cambio y parasitando para ello al resto de la
sociedad. Fíjense que, a diferencia de las personas con un oficio, que producen
un bien o servicio a cambio de una compensación económica, los que se dedican
al puro y crudo beneficio no reportan bien alguno a los demás, no crean ni
añaden valor a nada, se dedican únicamente a intermediar, a comprar y vender
sin otra función que la de especular y ganar más dinero para sí mismos.
Puede sonar fuerte, pero a mi juicio esta actividad es
fundamentalmente inmoral, tanto para los demás como para quien la práctica.
Además de parasitar el trabajo ajeno y corromperlo todo, denota una incapacidad
insana por superar los deseos más primarios y una ignorancia supina de todo
aquello que puede dar verdadero sentido a la vida – nada de lo cual se puede
adquirir con dinero –.
Y sin embargo ahí están los grandes negociantes y
especuladores, encumbrados tras sus fondos de inversión, capaces de trastocar
lo que haga falta (negociar con mascarillas o vacunas en mitad de una pandemia,
avivar conflictos bélicos, hundir precios y sectores productivos, esquilmar
recursos naturales, arruinar países enteros…) y, pese a todo, admirados como
prohombres por millones de pobres émulos que, de vez en cuando, asoman en los
periódicos como tristes chivos expiatorios de alguna trifulca política y no
menos patética.
No hay cultura más abocada a la nada que aquella en la que
el más prestigioso modelo moral o laboral no es ya el del sabio, el santo, el
artista, el profesional reconocido o el industrioso empresario… sino el del
simple intermediario, el especulador, el bróker, el estafador a lomos de un Maserati...
No hay otra figura más acorde con nuestro nihilismo moral y nuestra
irreversible decadencia que la de esa gente sin oficio, pero con todo el
beneficio, que ha acabado por tomar las riendas del mundo.
Lo que debiera ser y no siempre lo es, magistralmente descrito
ResponderEliminarCierto. Muchas gracias.
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