miércoles, 20 de marzo de 2024

Oficio y beneficio

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


Cuentan que Tales de Mileto – el primer filósofo conocido –, harto de que le tildaran de bobo por no preocuparse de los asuntos materiales, decidió dar una lección a sus vecinos. Y luego de haber previsto, gracias a sus conocimientos astronómicos, una cosecha desmesurada de aceitunas, compró todas las prensas de Mileto para alquilarlas después a precio de oro. Tales demostró así que los filósofos pueden ser ricos si lo desean. Otra cosa es que no quieran, y que su ambición los lleve por otros derroteros…

¿Pero qué otros derroteros? ¿Los hay? Pues aunque parezca extraño, sí. Diga lo que se diga, hay mucha gente que no tiene una especial predilección por ser rico. Y es normal. La psicología nos enseña que, una vez cubiertas las necesidades vitales, las personas aspiramos a satisfacer otro tipo de deseos, todos ellos relacionados con uno, genérico y fundamental: el de que nuestra vida tenga valor y sentido.

Pero este deseo de dar significado a la vida no se sacia rodeándose de lujos, ni con un aprecio o reconocimiento interesado. Todos queremos tener amigos o amores verdaderos; «ser alguien» por nosotros mismos, y no por lo que poseemos. El sentido, el valor, el aprecio de los demás no se adquieren por Amazon, sino demostrando que se es capaz de contribuir de alguna manera a mejorar el mundo y a las personas que nos rodean.

Decía Platón que el mayor deseo de los seres humanos es vencer a la muerte – lógico: no hay cosa más insignificante que estar muerto –. Es por eso por lo que se tienen hijos, se realizan proezas memorables o se escriben libros inmortales. «Ser alguien» también quiere decir dejar huella. Y para esto es fundamental tener un oficio, saber hacer algo, conformar un trocito de mundo en orden a nuestros mejores proyectos… Recuerdo haber conocido a un viejo y notable encofrador, sencillo y humilde salvo cuando paseaba con sus hijos y presumía sin reparo de los edificios que había ayudado a moldear con sus propias manos e ideas. Para ese hombre, su oficio no solo era una manera de mantener a su prole, sino también de realizarse, de ser alguien importante, de dar ejemplo a sus hijos…

Cuento todo esto a propósito de la retahíla recurrente de personajes corruptos que, como cartas de su inacabable partida por el poder, se van sacando de la manga nuestros políticos (¡no sé cómo ni cuándo encuentran tiempo para otra cosa!). Una jugada engañosa e hipócrita como pocas, porque el problema no es solo que haya unos pocos sinvergüenzas que defraudan al fisco o se aprovechan de un cargo público; el problema más grave es que para gran parte de la gente esa sinvergonzonería forma parte indesligable de las virtudes de un modo de entender la vida que, aunque dañino para todos, se ha vendido siempre como la repera, al menos desde los tiempos de Tales: el del hombre de negocios

Casi diría, sin miedo a exagerar, que el gran problema de la humanidad radica en toda la gente que se ha dedicado exclusivamente a obtener beneficios sin dar nada a cambio y parasitando para ello al resto de la sociedad. Fíjense que, a diferencia de las personas con un oficio, que producen un bien o servicio a cambio de una compensación económica, los que se dedican al puro y crudo beneficio no reportan bien alguno a los demás, no crean ni añaden valor a nada, se dedican únicamente a intermediar, a comprar y vender sin otra función que la de especular y ganar más dinero para sí mismos.

Puede sonar fuerte, pero a mi juicio esta actividad es fundamentalmente inmoral, tanto para los demás como para quien la práctica. Además de parasitar el trabajo ajeno y corromperlo todo, denota una incapacidad insana por superar los deseos más primarios y una ignorancia supina de todo aquello que puede dar verdadero sentido a la vida – nada de lo cual se puede adquirir con dinero –.

Y sin embargo ahí están los grandes negociantes y especuladores, encumbrados tras sus fondos de inversión, capaces de trastocar lo que haga falta (negociar con mascarillas o vacunas en mitad de una pandemia, avivar conflictos bélicos, hundir precios y sectores productivos, esquilmar recursos naturales, arruinar países enteros…) y, pese a todo, admirados como prohombres por millones de pobres émulos que, de vez en cuando, asoman en los periódicos como tristes chivos expiatorios de alguna trifulca política y no menos patética.

No hay cultura más abocada a la nada que aquella en la que el más prestigioso modelo moral o laboral no es ya el del sabio, el santo, el artista, el profesional reconocido o el industrioso empresario… sino el del simple intermediario, el especulador, el bróker, el estafador a lomos de un Maserati... No hay otra figura más acorde con nuestro nihilismo moral y nuestra irreversible decadencia que la de esa gente sin oficio, pero con todo el beneficio, que ha acabado por tomar las riendas del mundo.

 

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