La educación ambiental o, como se dice ahora con más ambición, "ecosocial", es fundamental para entablar una relación más conveniente, justa y sabia con la naturaleza y, a la vez, con el resto de los seres que vivimos de ella y con ella. Siempre que esta educación, como toda educación en valores (¿Cuál no lo es?) se imparta desde una perspectiva crítica, es decir: ética. Sobre todo esto, la Fundación Manuel Mindán nos publica un artículo en el nuevo número de su boletín anual. Para leer todos los artículos pulsar aquí.
Filosofía para cavernícolas
viernes, 22 de agosto de 2025
La educación ecosocial desde una perspectiva ética y crítica
La educación ambiental o, como se dice ahora con más ambición, "ecosocial", es fundamental para entablar una relación más conveniente, justa y sabia con la naturaleza y, a la vez, con el resto de los seres que vivimos de ella y con ella. Siempre que esta educación, como toda educación en valores (¿Cuál no lo es?) se imparta desde una perspectiva crítica, es decir: ética. Sobre todo esto, la Fundación Manuel Mindán nos publica un artículo en el nuevo número de su boletín anual. Para leer todos los artículos pulsar aquí.
miércoles, 20 de agosto de 2025
De cabras y cabrones
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Corría hace días un meme que afirmaba que
el problema de los incendios forestales se resolvía con «más cabras en los montes y menos cabrones en los despachos». Se trata de una ingenua o malintencionada cretinez que, como cualquier otro meme, tenía el éxito asegurado entre quienes se impacientan por leer más de dos frases seguidas. Pero veamos por qué se trata de una simpleza.
En primer lugar es dudoso que el
incremento de los incendios se deba a un exceso de legislación «ecologista» presuntamente culpable de despoblar los campos y multiplicar la masa forestal,
como viene a decir el tal meme (y algunos políticos y representantes de
organizaciones agrarias). Hace treinta o cuarenta años, con leyes
medioambientales menos restrictivas, más población rural y menos masas
forestales, se quemaban el doble de hectáreas (miren las estadísticas). Y si
los incendios han disminuido a la mitad parece que es, precisamente, gracias a
esas políticas forestales que, sin ser perfectas, son el doble de buenas que lo
que había. El problema de los incendios no es, pues, que haya demasiadas leyes,
¡sino que no se cumplan! La «ecologista» Ley de Montes, en vigor desde 2003, ya obligaba a la limpieza de
montes durante todo el año. Otra cosa es que los dueños del cortijo (el
territorio forestal es en su inmensa mayoría propiedad privada) y las CC. AA.
competentes hagan lo que les toca. Por cierto: ¿serán las comunidades donde hay más incendios «por culpa de las leyes ecologistas» las que menos respetan las «leyes ecologistas»?
Por otra parte, controlar el nivel de
maleza del monte ayuda, pero solo después de que se haya producido el incendio, que es
lo que hay que evitar. Los bosques tienen malezas y sotobosque desde el principio de los
tiempos, y no siempre se queman. Para que ardan hay que prenderles fuego. Y
desengáñense, el rayo o el pirómano loco representan un porcentaje mínimo:
la mayoría de los incendios son provocados por negligencias humanas, sobre todo
por el uso ilegal del fuego en actividades agrícolas y ganaderas (vuelvan a mirar
las estadísticas). Si a esta inveterada tradición rural de «la quema», más otros
descuidos y negligencias humanas, le unimos el cambio climático global – sí,
ese que demuestran miles de científicos de todo el mundo y niega una porción de
demagogos de barra de bar con aspiraciones políticas – nos encontramos con lo
que tenemos: gigantescos incendios casi imposibles de parar.
La solución no es, pues, soltar cabras
por el monte (curiosamente, los incendios más graves se dan en las CC. AA.
donde hay más ganadería extensiva), sino que personas verdaderamente expertas
trabajen –y perdón por la expresión – «como cabrones» en los despachos generando estrategias de gestión forestal no basadas en bulos o
en el quimérico retorno a una falsa arcadia rural, sino en el cumplimiento de
las leyes, la identificación de los delincuentes, la dignificación de los
trabajadores forestales y la coordinación entre expertos, profesionales y
autoridades para prevenir, reducir y extinguir con mayor eficacia los
incendios. Si nos dejamos de memes y actuamos responsablemente como ciudadanos
(no votando, por ejemplo, a quienes niegan lo evidente y reniegan de las leyes
que protegen nuestros recursos forestales), tal vez evitemos que nuestros
nietos hereden un pedregal desértico donde no puedan vivir ni las cabras.
miércoles, 13 de agosto de 2025
Educación y mestizaje
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Lo primero que les pregunto el primer día de clase a mis alumnos es quiénes son. La mayoría comienza diciéndome cosas tan extravagantes como su nombre u ocupación actual; como si no pudieran llamarse de otro modo o dedicarse a otra cosa. Otros, poseídos por la mitología del género, me dicen muy serios que son varones, mujeres o vete tú a saber; como si las personas no pudiéramos ser tales más allá de nuestra condición genética y cultural. Y otros, más patriotas, proclaman que son españoles, ahí es nada; como si no se pudiera pasar de la tribu y probar otras costumbres, vivir en otros lugares, hablar otras lenguas y creer en otros dioses … sin dejar de ser lo que somos…
Si es que tal cosa es posible, pues todo lo dicho encierra una invencible paradoja filosófica: ¿cómo mantener el más mínimo asomo de identidad si todas las propiedades que nos definen son variables y accesorias? El viejo filósofo Parménides decía que las cosas que cambian no pueden ser nada. Y Heráclito el Oscuro afirmaba que lo único que no cambia es que todo está cambiando. Tal vez sea esta imposibilidad lógica de «ser» la que haga que la gente se agarre a cualquier ilusión de inmovilidad – el nombre, el oficio, el género, la patria, la lógica... – como si no existiera un mañana que lo deshiciera aparentemente todo.
Ahora bien, ¿tan terrible es el cambio? ¿Es que no hay cosas que cambiar y mejorar? Imaginad – les digo que dice otro filósofo – que no fuéramos más que el deseo de esa identidad y plenitud que nos falta. ¿No nos lanzaríamos entonces a buscarnos en todo lo que difiere y divierte, a ver si en el encuentro con lo diferente y «otro» logramos cambiar y reconocernos más íntegros y mejores? Si no creyera en esta posibilidad – les confieso – cambiaría de oficio, pues qué otra cosa es educar sino celestinear ese encuentro…
Es por esto que la demagogia de algunos sobre la necesidad de «proteger los usos y costumbres españolas» frente a los inmigrantes es no solo falsa (las «costumbres españolas» – las buenas y las malas – están de moda, y en absoluto amenazadas) e incongruente (no hay uso, costumbre, lengua o religión «españolas» que no sea fruto del mestizaje con otras culturas, entre ellas la islámica), sino también patética, en cuanto ensalza el «pathos» del miedo al «eros» del encuentro con lo que nos saca de nuestras casillas y nos empuja a crecer.
Pero ojo, esto no quiere decir que no sea igual de incongruente y patético sacralizar los usos, costumbres o valores de los inmigrantes. Hacer comunidad y facilitar un encuentro fértil e integrador entre culturas exige derribar usos, costumbres, prejuicios, dogmas y guetos – sean de quienes sean – que impidan la convivencia real, esto es: el intercambio libre y honesto de ideas. Y esto exige que quienes vivan o lleguen a nuestro país acepten, como cualquier otro ciudadano, las condiciones necesarias de ese encuentro: dominar un idioma común, aceptar el cuestionamiento de las propias creencias, abrirse a participar en la búsqueda de acuerdos, rechazar toda posición dogmática, tolerar las ideas contra las que aún no se logrado (con)vencer a los demás, y no admitir en el diálogo y la interacción con otros más fuerza que las de los argumentos (y, en su defecto, la de las leyes). Si estamos todos bien educados en esto, ya pueden pasearse por la calle todos los que quieran y quepan, por diferentes que nos parezcan. Los presuntos privilegios que tememos perder por su culpa nos serán recompensados con ese fértil mestizaje que nos va haciendo ser aquello tan problemático que somos.
jueves, 7 de agosto de 2025
El verdadero secuestro de Israel
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Suele decirse que la primera víctima de una guerra es la información. Pero es difícil interpretar erróneamente lo que ocurre en Gaza. No solo porque los intérpretes que coinciden sean muchos y distintos (agencias internacionales, ONG, médicos, periodistas que se juegan la vida sobre el terreno, incluso organizaciones y medios israelíes), sino porque las propias autoridades hebreas lo confiesan sin el menor rubor: se trata de arrasar Gaza, volver el territorio inhabitable para los palestinos que sobrevivan y apropiarse de él. El plan está clarísimo. Y los atentados de Hamás han sido la ocasión de oro para los que suspiraban por llevarlo a cabo.
La pregunta clave es cómo justifica todo esto el resto de la ciudadanía israelí. Saber que tu propio ejército, con el dinero de tus impuestos, bombardea indiscriminada y diariamente a mujeres y niños, dispara a la gente que acude a pedir comida o bloquea la entrada de camiones con agua y alimentos para matar de hambre a los gazatíes, no debe ser fácil. Más aún si pensamos que Israel fue fundada al amparo de la ONU (de cuyas resoluciones se burla ahora y a cuyos trabajadores no tiene reparo en asesinar) y en torno al trauma del genocidio nazi. ¿Cómo pueden justificar la matanza sistemática de palestinos los hijos de aquellos que se preguntaban, escandalizados, por la indiferencia de los alemanes ante el acoso y exterminio de los judíos durante el nazismo?
Como ocurre en cualquier genocidio, las creencias que lo permiten o alientan han de poseer un grado de radicalidad parejo al de los crímenes que justifican. Esto puede observarse fácilmente en el caso de los fanáticos de Hamás, corresponsables de la destrucción de Gaza, cuyos milicianos no dudan de la dignidad religiosa del martirio de un pueblo entero; o en el caso del actual gobierno mesiánico y supremacista hebreo, igualmente convencido de la legitimidad de su guerra santa contra los palestinos (para cuya confusión se financió en sus orígenes a la propia Hamás). ¿Pero y el resto de la población israelí, aquella a la que solemos considerar cercana a nosotros en el ámbito de los valores morales y principios políticos? ¿De verdad puede creer que todos los gazatíes, niños incluidos, son sanguinarios terroristas merecedores del exterminio bajo las bombas o el hambre; que la forma más eficaz de acabar con Hamás es multiplicar al infinito el odio que lo retroalimenta; o que Israel es un Estado rodeado de poderosos enemigos – cuando Irán, el único que le queda, apenas es capaz de hacer despegar un solo avión para defender su espacio aéreo –?
El verdadero secuestro causante del exterminio de los parias de Gaza no es, pues, el de unos cientos de israelíes (muchos de ellos vivos, a diferencia de los más de 60.000 palestinos muertos y olvidados), sino el de los principios e ideas que hacían de Israel un bastión de la democracia y los valores occidentales en Oriente; valores que el gobierno israelí pisotea a diario, poniendo al estado judío a la «altura» de su archienemigo Irán. Tal vez es lo que deseaban tanto Hamás como el gobierno de Netanyahu quien, con la indiferencia de buena parte de la ciudadanía, y la complicidad de EE. UU y sus vasallos, tiene secuestrado un proyecto político que quiso ser radicalmente distinto al que hoy nos avergüenza.
miércoles, 25 de junio de 2025
Anarcobelicismo
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Suele pensarse de manera harto simple que
el derecho y la fuerza son dos fuentes antagónicas de poder político. Se trata
de un análisis simplón, porque olvida que el derecho puede nacer de la fuerza
(en los regímenes tiránicos también hay leyes) y que la fuerza es parte
constitutiva del derecho (en las democracias también hay policías). Sea como
fuere, en la política el tamaño importa (en esto, según los más rigoristas, se
diferencian la política y la ética), y aunque no hay derecho sin ejercicio de
la fuerza, parece que es menos fuerza si la ejerce la mayoría y solo en
determinados ámbitos (como en las democracias liberales) que si la ejerce una
minoría en todos los órdenes de la vida (como en los regímenes totalitarios).
Pues bien, podemos decir que, si durante
muchos años (desde el final de la II Guerra Mundial) el derecho y la democracia
liberal han gozado de una época dorada, hasta el punto de que sus formas se
extendieran al ámbito de las relaciones entre naciones, generándose por vez
primera un conjunto de instituciones de legalidad internacional que nos han
permitido soñar con la sociedad cosmopolita y pacífica que idearan los
filósofos ilustrados, hoy día todo este castillo de naipes se ha venido abajo
de forma estrepitosa, inequívoca, brutal y no sabemos si definitiva.
El imperio de la fuerza bruta, no ya solo
de líderes del lado más incivilizado del mundo, como Putin, sino de los de
naciones que creíamos adalides de la democracia liberal, como Israel o EE. UU,
han pulverizado ochenta años de esfuerzos y pretenciosa retórica
internacionalista. Diríase que a la desregulación económica y financiera
propiciada por el extremismo neoliberal le ha seguido la desregulación de los
mecanismos de poder internacional, apenas sujetos – hasta ahora – por un leve e
incipiente andamiaje de regulación normativa y una difusa bruma moral. Tras el
desgarramiento de esa ilusión se ha vuelto, en suma, a esa suerte de viejo «anarcobelicismo» por el que
las naciones militarmente más poderosas golpean unilateralmente a otras para
lograr sus intereses sin más legitimidad que la de su fuerza.
El problema, claro está, es que este
mundo ya no es el de siempre. De un lado, la capacidad destructiva es hoy
incalculable; y de otro, la sucesión de guerras propiciada por esta vuelta al
más rancio realismo político impide o aplaza la imprescindible conjunción de
voluntades y energías que se necesita para afrontar los problemas globales que
nos acechan: la crisis climática, la desigualdad creciente, la pérdida de
biodiversidad y recursos...
Y que ningún ingenuo se crea que esto va
de librarnos de la tiranía de los fanáticos iraníes o de restaurar la
democracia allí donde no la había. Va de obtener poder y ventajas en un planeta
más limitado que nunca, y de instaurar gobiernos títeres – a cargo de pueblos
sumisos – que no amenacen la hegemonía de los poderosos. Tras Irán, serán
sometidos del todo Gaza y Ucrania, y después le llegará probablemente el turno
a Groenlandia/Dinamarca y Taiwán. Y así seguiremos si la guerra no desata
antes, en cualquiera de sus inciertos pasos, un desastre irreversible.
miércoles, 18 de junio de 2025
El latrocinio nacional
Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura.
Decía Fernando Díaz-Plaja que para muchos españoles desvalijar una casa y desvalijar al Estado eran cosas ontológicamente muy distintas: lo primero sería «robar», algo inaceptable y vergonzoso; y lo segundo «ser listo», algo no solo permitido, sino digno de admiración (especialmente si no te pillan). Según esta teoría, los mismos españoles que lincharían con gusto al ganapán que le roba la cartera a un señor en el metro, pasearían a hombros al despabilado capaz de defraudar millones a hacienda u obtener una subvención de manera irregular. ¿Por qué? ¿No roba realmente más y a mucha más gente el segundo que el primero?
Algunos han achacado esta incapacidad
para percibir la inmoralidad de robar al Estado – es decir: a toda la
ciudadanía – al individualismo feroz y a un cierta incapacidad de abstracción
atribuida típica (y tópicamente) a los españoles. Por lo primero, el Estado se
entendería como una odiosa imposición dirigida a estorbar – con sus normas y
trámites – y asaltar a impuestos a los individuos; esto último no para sostener
hospitales, colegios o carreteras, ojo, sino para mantener a los políticos, que
«son unos ladrones». Y claro, quien roba a un ladrón…
Por lo segundo, pareciera que a los
españoles les costara comprender al conjunto de la ciudadanía como sujeto
moral. Debe ser por eso que cuando – no siendo policía – llamas la atención al
energúmeno que se lleva los adoquines de una obra pública o abre un pozo ilegal
en el chalé, acusándole de estar robando o perjudicando a todos, este te mira
con cara de desconcierto y hasta indignación. ¿Quién es «todos»? Para él, un
ente al que no se le pueda poner una cara o un nombre concretos no es una
persona y, por lo tanto, no se le puede robar de ningún modo. A lo que añaden
aquello de que «lo que hay en España es de los españoles» (siempre que con eso
no le toquen lo suyo, lo de su familia o de sus amigos, claro).
Esta españolísima tendencia a considerar
aceptable (y hasta elogiable) el trincar del Estado (es decir: de lo que es de
todos) no es lo único que explica la asiduidad y desvergüenza con que ministros
y altos cargos se corrompen en cuanto hay comisiones de por medio. La otra es
la no menos demencial costumbre de poner las lealtades partidistas por encima
de las convicciones éticas (cosa que pasa en absolutamente todos los partidos,
incluyendo a los más presuntamente alternativos o retóricamente comprometidos
con la revitalización democrática).
Resulta significativo, en fin, que este
penúltimo gran escándalo de corrupción haya estallado justo cuando se celebraba
el 40 aniversario de la adhesión de España a la Unión Europea. Cuarenta años ya
sin que, de momento, se haya dado aquello que Ortega y tantos regeneracionistas
anteponían – asociado a nuestra integración en Europa – a cualquier reforma o
mejora económica: una profunda y verdadera reforma intelectual y moral.
Todavía estamos esperándola.
miércoles, 11 de junio de 2025
Subcontratar el alma
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Cuando era adolescente me sobrevenían
unas pájaras espirituales de
padre y muy señor mío. Hasta llegué a consultar a una psicóloga que,
sabiamente, me recomendó leer a Hegel (¡qué psicólogos aquellos que aún
estudiaban filosofía!). A las pájaras les llamaba Tormentas Mentales
Inenarrables (TMI, les puse hasta siglas). Las TMI eran de temer. Te dejaban
varios días (a veces semanas) fuera de combate, con el castillo de naipes de
tus convicciones tirado por los suelos y hecho un lío absoluto. Esto, para un
adolescente en busca de sí mismo que, entre otras cosas, tenía que exhibir
opiniones y actitudes firmes para simular ser alguien, era una auténtica
tragedia. Tragedia que intentaba soportar escribiendo – es decir, intentando
que la cosa fuera un poco menos inenarrable de lo que era –.
Sentarse a escribir no es un lujo
superfluo, ni una simple manera de producir textos, sino una condición para
categorizar y organizar el mundo con la complejidad necesaria para prever
mínimamente (y curarse de) sus asaltos y sobresaltos. Escribir es comprender.
Al fin, la realidad es lo que interpretamos como tal, no a partir de los
datos, sino incluyendo a los datos, que no son más que la interpretación
de lo que vemos. Y toda esta
interpretación está mediada por el lenguaje. De hecho, filósofos hay que afirman
– como el Evangelio de Juan – que el mundo entero es verbo, lenguaje, habla… Y
a ver con qué palabras les dice uno que no…
¿Quiero esto decir que los analfabetos,
la gente que es incapaz de articular un párrafo, comprende peor las cosas?
Depende. Es posible que en culturas en las que oralidad está sumamente
desarrollada, el habla (íntima o compartida) pueda generar un espacio de
trabajo mental similar en extensión y posibilidades a la escritura (aunque la
interpretación del mundo que muestran algunas culturas ágrafas parece, en
general, bastante estereotipada y conservadora). Pero en entornos como el
nuestro – sin asomo ya de tradición oral – no saber expresarse por escrito, o
no tener el hábito de hacerlo, equivale a afrontar desarmado y a pelo la
complejidad de la cosas y de la vida.
Una de las consecuencias más obvias del
uso de la IA es la de incrementar este analfabetismo funcional. Subcontratar el
alma y dejar que las máquinas (más allá de los libros, que se limitan a
prestarnos pensamientos de otros) escriban y articulen la información por
nosotros, nos vuelve inevitablemente más bobos, en cuanto perdemos el hábito de
interpretar y organizar interiormente lo que pasa y lo que nos pasa. La única
esperanza que tengo es que llegue el momento en que no seamos capaces ya de
comprender ni el resumen adaptado que nos prepare la IA, entremos en fase de
TMI aguda, y necesitemos volver a escribirlo todo de nuevo. Tal vez no llegue
nunca a ocurrir, nos volvamos imbéciles del todo, y las máquinas, como hijas
nuestras que son, tomen justa y definitivamente el mando. Pero en ese caso lo
tendremos bien merecido.
sábado, 7 de junio de 2025
Morir de amor 3.0
Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura.
Todos hemos podido y querido morir de
amor durante la adolescencia. ¿Pero por un avatar? Hace unos meses un chico de
catorce años, residente en Orlando (USA), le propuso tiernamente a su amada
virtual – un «chatbox» creado por inteligencia artificial con el aspecto de Daenerys
Targaryen, la protagonista de Juego de Tronos –, que se reunieran en «casa»,
tras de lo cual tomo un revolver y se pegó un tiro.
La madre del chico puso recientemente una
demanda a la empresa de juegos de rol que facilitaba esta suerte de romance,
aunque lo cierto es que aquella avisaba regularmente a sus usuarios (tal vez no
con toda la contundencia necesaria) de que los personajes con los que trataban
eran virtuales y no reales. ¿Es la empresa responsable del suicidio? ¿O fue
este el efecto de una suma fatal de circunstancias y acontecimientos mucho más
complejos?
Por de pronto, ¿es imprescindible que sea
real aquello que te hace «morir de amor»? ¿Qué significa «real» en un contexto
amoroso? En este, como en todos los tiempos, el objeto de un enamoramiento
furibundo es a veces más ideal que real. Y no pocas veces completamente
engañoso. Los mitos, la literatura romántica o la mística religiosa están
repletas de muertes, suicidios y mortificaciones en virtud de amores imposibles
de satisfacer en este mundo. La empresa que procura intercambios virtuales con
esos atractivos engendros no es, pues, la responsable de estos enamoramientos
trágicos, sino solo el marco novedoso en que acontecen ahora.
Otro factor a tener muy en cuenta es la
situación actual de las nuevas generaciones. El incremento de problemas
mentales no es una milonga, ni fruto de la debilidad de carácter. El mundo
siempre ha sido más o menos brutal, pero el que se les muestra hoy a los
jóvenes es especialmente incierto y solitario. La mayoría de ellos está
convencida de que entrar al mercado de trabajo será cada vez más difícil
debido, entre otras cosas, a la inteligencia artificial; la mitad cree que
tendrá que mudarse por el cambio climático; y muchos otros dudan seriamente (y
con razón) de que vayan a poder disfrutar de un jubilación como la de sus
abuelos. A esto, y a las torturas propias de una adolescencia prolongada hasta
los treinta años, se le suma la ruptura de vínculos reales propia de un
universo cultural en el que priman el exhibicionismo narcisista y la
experiencia aislada del mundo.
Todo esto no justifica nada, pero ayuda a
comprender y a evitar casos como los del chico de Orlando. Exigir mayores
medidas de protección de menores a las empresas tecnológicas está muy bien.
Pero esto puede ser una cortina de humo que oculte los verdaderos problemas y
las soluciones – de mucho mayor calado político – que deben articularse: la
restauración del pacto intergeneracional, un compromiso más contundente contra
el cambio climático y por último, pero no menos importante, una buena educación
ética y en valores que nos ayude a dominar adicciones, reorientar la
convivencia, y afrontar de una forma más madura y constructiva los avatares del
amor.
miércoles, 28 de mayo de 2025
Olegario, el duende empresario
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
La Fundación CEOE, presidida por la exministra
de Empleo del Gobierno de Mariano Rajoy, Fátima Báñez, ha presentado, como
proyecto estrella del 40ª aniversario de la entidad, la difusión en todas las
escuelas de Primaria del país del cómic «Olegario,
el duende que se hizo empresario», con
objeto de promover el espíritu emprendedor y celebrar los valores liberales.
¿Alguna objeción? Yo no encuentro ninguna.
Siempre y cuando nos aseguremos de que los niños y niñas tengan exactamente el
mismo acceso a materiales divulgativos en los que (por ejemplo) se promueva el
espíritu cooperativo, se plantee el decrecimiento económico como posible salida
a la crisis ecosocial, o se den a conocer los valores republicanos.
Entrar en polémicas en torno a quien «adoctrina» y quien
revela «verdades como puños» es (o debería ser) poco pertinente en política educativa, y en
otros ámbitos, y a nivel superficial, inútil: unos dirán que el adoctrinamiento
proviene de una izquierda empeñada en demonizar al mundo empresarial sin
reparar en que vivimos en una democracia liberal sustentada por el libre
mercado; y otros dirán que el adoctrinamiento proviene de una derecha
empresarial obsesionada con desacreditar a un Estado que, sin embargo, no deja
un momento de intervenir (la última, tras los aranceles de Trump) para sostener
el tinglado empresarial y financiero.
Ahora bien, la escuela, tal como la entiendo
yo al menos, tiene dos propósitos principales: (1) exponer a los niños y niñas
a todas las ideas o doctrinas posibles (incluyendo las más políticamente
incorrectas según unos u otros); e (2) infundirles, a la par, la capacidad para
cuestionar esas doctrinas, argumentar y dialogar en torno a ellas, y generar un
universo intelectual y moral propio. Cuanto más y mejor se trabaje en promover
ese espíritu crítico, reflexivo y autónomo, más ideas diferentes podremos permitir
que se expongan tranquilamente en clase. Máxima diversidad de ideas y máximo
desarrollo del juicio crítico: esta es la fórmula idónea para educar (sin
adoctrinar) a las personas.
Aunque diríamos que, en rigor, en la
escuela no se adoctrina intencionadamente a nadie. No solo porque todo el que
(según nosotros) «adoctrina» está sinceramente convencido de que dice la verdad, sino porque
la escuela no tiene como función principal la de proclamar o difundir «la verdad» (eso se lo
dejamos a las confesiones religiosas), sino más bien la de enseñar a buscarla a
través del análisis, la reflexión y el ejercicio dialéctico.
Si logramos, desde la escuela, educar
ciudadanos capaces de cuestionar toda posible creencia y empeñados, a la vez,
en buscar la verdad de un modo profundo, independiente y en diálogo con los
demás, lo habremos logrado todo, y no habrá comics, discursos u homilías (de
unos o de otros) que puedan hipotecar su libertad y su juicio a la hora de
emprender lo que quieran, sea una empresa para ganar mucho dinero, sea un
proyecto político para que todos podamos vivir de modo más justo y razonable.
miércoles, 21 de mayo de 2025
Netanyahu: twelve points
Pretender que el arte esté libre de
ideología es ilusorio (e ideológico). No hay representación estética que no
esté cargada de ideas. Incluso cuando busca «liberarse» de todo
contenido, como ocurre en la pintura más formalista y abstracta, el arte nos
transmite creencias y valores. El propio
culto a la libertad formal o a la creatividad individual de la estética moderna
representa (por ejemplo) una exhibición de valores occidentales frente a los de
otros regímenes políticos y culturas…
Por lo mismo, presumir que un espectáculo
como el Festival de Eurovisión carece de contenido político es absurdo. Antes
que nada porque el propio Festival se autodefine como un evento político en el
que se participa como representante de tal o cual nación y en el que las
naciones se seleccionan en función de su cercanía a la esfera política y
cultural europea. Es por eso por lo que, además de a los países propiamente
europeos, se suele invitar a otros ideológicamente próximos pero alejados
geográficamente (como Australia o Israel), o a otros más cercanos y a los que
se quiere aproximar también ideológica o políticamente (como Turquía, Marruecos
o Rusia). En este último caso se entiende que el Festival tiene por objeto
promover – a través del trabajo de los artistas y del propio carácter simbólico
del evento – los ideales y valores europeos (los derechos humanos, los
procedimientos democráticos…) en lugares en los que aún no están
suficientemente considerados.
Por todo lo dicho, resulta completamente
pertinente expulsar del Festival a aquellas naciones que no solo no respetan
los valores que se celebran en él, sino que se mofan olímpicamente de ellos. El
caso de la Rusia de Putin está clarísimo: no solo por la invasión ilegítima de
un país vecino, igualmente perteneciente a la órbita cultural europea, sino por
ser tal invasión la expresión práctica de un movimiento político e ideológico
de antieuropeísmo declarado promovido explícitamente desde el Kremlin.
¿Y qué duda cabe en el caso del Israel de
Netanyahu? El actual gobierno israelí no solo lleva más de un año aplicando una
estrategia de exterminio sistemático de la población civil de Gaza, saltándose
todas las normas del derecho humanitario y burlándose de los tribunales
internacionales de justicia, sino que inspira sus aterradoras acciones en un
ultranacionalismo religioso (no mucho menos fundamentalista que el de Hamás o
Irán) incompatible con los valores que Europa representa. ¿A santo de qué
íbamos, pues, a invitar a un festival paneuropeo a representantes de Estados
cuyos gobernantes vulneran brutalmente las leyes y principios europeos, se
burlan públicamente de sus instituciones y utilizan descaradamente el Festival
como instrumento de blanqueo de sus crímenes?
miércoles, 7 de mayo de 2025
Ver a la gente dormir
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Nuestros abuelos y abuelas tenían el alma y el cuerpo atados al trabajo. Con trece o catorce años estaban ya bregando en el taller, la casa o el campo, por lo que a la mayoría no les daba la vida más que para ir tirando, sin tiempo para desarrollar cuitas, dudas, disquisiciones íntimas o problemas mentales. Solo unos pocos disponían del tiempo libre suficiente como para «darle a la cabeza», actividad para la que contaban con sólidas creencias religiosas o – los más exquisitos – con un poso de cultura humanística y filosófica (transmitido en la educación media) con el que afrontar el maremágnum mental que nos asalta a todos en cuanto nos libramos de las urgencias cotidianas.
Pero en apenas un siglo las cosas han
cambiado mucho. La gente trabaja menos y vive más; tiene más tiempo para
pensar, para hacerse preguntas y para percibir la inconsistencia y
arbitrariedad de las respuestas que tenemos a mano. Con el agravante de que ya no dispone
de los dogmas religiosos o la rigurosa formación humanística y filosófica con
que se contaba antes para orientar u organizar la siempre compleja experiencia
psíquica.
A esta ausencia de referentes firmes o de
brújulas culturales, se le suman el tsunami de sobreestimulación desorganizada
(y, a veces, hiperespecializada y críptica) en que se ha convertido la
información; la pérdida de espacios comunitarios en los que compartir
reflexiones de forma franca y sin exhibicionismos mediáticos; la «autoexplotación» mental a la
que nos sujetamos para generar y difundir constantemente resultados
estandarizables; o la inestabilidad y movilidad acelerada a la que sometemos nuestra propia vida personal…
¿A quién puede extrañar, pues, la eclosión actual de desórdenes mentales? Tanto es ese desorden que nos agarramos a casi cualquier producto ideológico que parezca firme y consistente (la demagogia de ciertos comunicadores estrella, la cháchara esotérica de terapeutas «alternativos», o las proclamas fascistoides de los líderes populistas).
Pero fíjense que a veces no hace falta mensaje ideológico alguno. Me enteré hace poco de que hay miles de internautas enganchados a contemplar durante horas vídeos de gente haciendo tareas rutinarias como estudiar, limpiar, hacer maletas… ¡o incluso dormir! Se llama, esto último, sleep streaming, y está marcando tendencia...
¿Qué se busca con estas nuevas filias? ¿Evadirse de un modo más realista? ¿Relajarse contemplando la repetición hipnótica de ciertos gestos o reacciones humanas, como hacen los niños? ¿Evitar novedades que nos obliguen a reorientar nuestras ideas, como hacemos los mayores? ¿O más bien introducir un mínimo de orden y concentración en cabezas incapaces ya de rezar o pensar con un mínimo de confianza, orden o rigor? Igual son «cosas de viejo», pero me parece estar presenciando a una multitud cada vez mayor de personas sin más recurso para «domar» esa invencible fiera que es la mente que el mando a distancia o el pulgar con el que pasar de un vídeo a otro en el móvil. ¿Nos estaremos volviendo realmente locos?
miércoles, 30 de abril de 2025
Eclipses
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Los antiguos consideraban a los eclipses
como a una señal funesta que preludiaba mil desgracias y especialmente el fin
de los tiempos. Había quienes, dotados con la luz del conocimiento, sabían
predecirlos, pero callaban por temor a ser acusados de brujos y condenados a
proporcionar luz desde la hoguera.
La luz – o, si quieren, la energía – lo
es todo. Tanto en los cielos como en la tierra. La luz refiere a la divinidad
en todas las religiones. Y en filosofía encarna imaginariamente al Ser mismo y
a sus atributos principales: la Verdad, la Bondad y la Belleza. La luz nimba la
cabeza de los sabios y de los santos, y es aura de alegría y belleza; gobierna
la inteligencia y las emociones. Reparen, si no, cómo nos cambia el estado de
ánimo cuando se acumulan los días sin sol, o incluso cuando entramos en un edificio o calle
mal iluminados.
Pero la luz no es solo signo de lo más
alto o modélico, sino también objeto-símbolo principal en la caverna del mundo,
en la que adopta la figura del fuego, fuente y representación del poder
técnico que el titan Prometeo robara para nosotros a los dioses. El fuego
gobierna en la caverna como análogamente hace el sol en el cielo. En el símil
platónico sirve para fabricar el teatro de imágenes en el que vivimos. Hoy
equivaldría a la luz eléctrica, incluyendo esa luz oscura que recorre los
circuitos de nuestro tecnológico mundo alimentando constantemente el
espectáculo que llamamos «realidad».
Pero fíjense que, pese a todos los gigavatios que llevamos de ventaja, basta un chispazo imprevisto y enigmático para desequilibrarlo todo y volver casi de golpe al paleolítico. Hoy, como provocaban antaño los eclipses, los apagones generan conductas de pánico, proliferación de profetas y grupos de compadres compartiendo las ideas conspiranoicas más estrambóticas. Falta el elemento capital del chivo expiatorio, que para unos – cómo no – será el malvado Sánchez, para otros serán los rusos, y para otros Trump, o el feroz capitalismo, encarnado en las pérfidas compañías eléctricas, o incluso, como en los viejos tiempos (bulos ha habido al respecto), los infieles, sean terroristas musulmanes o pérfidos judíos. Nada nuevo bajo la luz del sol.
Eso sí, a falta
de más datos, hay que subrayar y celebrar dos cosas. La primera es que, a
diferencia de lo que ocurre en otros lugares (recuerden los saqueos y crímenes
que se producen durante los apagones en ciertas urbes de los Estados Unidos),
aquí no ha pasado nada espacialmente malo — ¡y miren que se ha ido la luz en todo el país! – ; todo lo contrario, la gente ha demostrado un espíritu cívico y solidario dignos de admiración.
La segunda es que, por suerte, la tan cacareada transición digital sigue siendo
de momento reversible, y la gente aún guarda -- además de una radio a pilas y algo de calderilla -- la sana costumbre de salir a la calle, hacer corro con extraños de carne y hueso, organizarse, preocuparse de los vecinos y echar una mano en lo que haga falta.
Benditas sean la luz del sol, lo analógico y las analogías.
miércoles, 23 de abril de 2025
¡Qué nos gobierne el papa!
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
La Iglesia católica en general, y el Estado vaticano en particular, representan instituciones y estructuras de poder dogmáticas, antidemocráticas y patriarcales. Cuando han tenido más poder de la cuenta han resultado siniestras y peligrosas. Y en ellas han proliferado la soberbia, la avaricia, la envidia, la lujuria y el resto de los pecados capitales. No es nada que no ocurra en muchas otras organizaciones, pero en el caso de la Iglesia (de casi cualquier iglesia), en la que el poder se justifica por la virtud de quien lo detenta, los vicios resultan especialmente graves.
Dicho
esto, la Iglesia católica es quizás una de las instituciones que más cerca ha
estado (retóricamente al menos) de plasmar el viejo sueño filosófico de un
gobierno del mundo fundado en la virtud y el conocimiento – del conocimiento
revelado por Dios, claro, más o menos compatible con el de la razón –. Es por
ello por lo que la sociedad medieval cristiana se organizó idealmente como una
especie de república platónica en la que el estamento de los más sabios y
virtuosos teólogos y religiosos aspiraba a una cierta prevalencia no solo espiritual, sino también política sobre la nobleza guerrera y el estado llano. De hecho, durante gran parte de la Edad Media
occidental se debatió intensamente sobre si el poder supremo del mundo debía
pertenecer al emperador o al Papa. Si las leyes políticas debían ser la
continuación, como se pensaba entonces, de las emanadas de Dios, la respuesta estaba
clara (aunque, en la práctica, la espada pudo siempre mucho más que la cruz).
Hoy las cosas parecen muy distintas. «Muerto Dios» (o más bien su concepción más humanista y razonable), según Nietzsche, y enterrado el ideal de una razón sustantiva en que fundar el orden social, diríase que el derecho solo puede apoyarse en la fuerza (incluyendo la fuerza de las mayoría que rige las democracias), en imaginarios y valores bastante más irracionales que los religiosos (como los que alimentan el nacionalismo o el transhumanismo), o en un vago compromiso cívico con pactos y procedimientos adelgazados de casi todo sentido moral y trascendente.
Ante
esta debilidad congénita del derecho moderno, no es raro que florezcan caudillos
populistas dispuestos a anteponer su voluntad – y la de las masas que seducen –
sobre cualquier consideración normativa. Estos nuevos reyes del mundo no lo
son, ni siquiera simbólica o retóricamente, por sus capacidades espirituales,
ni pretenden encarnar otros valores que los del estado de naturaleza (egoísmo,
ambición, violencia, oportunismo…). Son productos grotescos de una civilización
en plena decadencia, en la que ya ni siquiera se guardan los ritos ni las
formas – esas últimas salvaguardas de la ley –. Piensen en estos nuevos y
desvergonzados emperadores: Donald Trump, Elon Musk, Vladimir Putin, Xi Jinping… Puede parecer de locos decir esto pero, puestos a elegir, preferiría que, en vez
de ellos, gobernase el mundo un papa como Francisco. Tal vez acabara
corrompiéndose, como todo lo que es humano y mortal, pero creo que, con tipos como él, el diablo lo
tendría mucho más difícil para intentar demostrar que existe.
miércoles, 16 de abril de 2025
Teoría urgente de la conciencia
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Para alertarnos de cómo nos engañan a través de la tecnología, el filósofo y editor Andrea Colamedici ha publicado un libro en el que engaña a sus lectores usando la tecnología. El libro se llama «Hipnocracia», está firmado por un autor de pega (un tal Jianwei Xun, que no existe más que virtualmente) y ha sido escrito con ayuda de dos sistemas de inteligencia artificial.
¿Se puede educar contra el engaño engañando?
Por supuesto. Cuando la forma de la fábula «dice» lo mismo que sus personajes
(o lo contrario, de forma irónica), la moraleja es doblemente efectiva. El
engaño esclarecedor de Colamedici contribuye además a despertarnos a esa forma
superior de consciencia por la que, más allá de darnos cuenta de lo que nos
cuentan, nos percatamos de la entidad fabuladora e igualmente manipulable del
propio contar. Es aquello de que «el medio es (también) el mensaje», como diría
McLuhan.
Pero es que además: ¿nos engañan realmente
cuando nos venden el libro de un autor ficticio o escrito con inteligencia
artificial? ¿Por qué? ¿Cuándo no es un autor (o cualquiera de nosotros) una
ficción auto inventada? ¿O en qué se diferencian realmente una creación humana
de la de una inteligencia artificial? Se me dirá que en el caso del autor
«real» (por muy «personaje» que sea) y de la creación humana (por mecánicamente
que se haga) interviene una consciencia, esto es, un sujeto con intenciones,
cosa que no ocurre con las ficciones puras o con la inteligencia artificial.
¿Pero es esto cierto?
Sobre la conciencia hay muchas teorías – la
mayoría filosóficas, claro, pues fenómenos como la subjetividad o la
intencionalidad no son observables –, pero hay algunas que resultan
incompatibles con la ingenua distinción que solemos hacer entre humanos,
máquinas y seres de ficción. Así, para algunos, la conciencia y la identidad
humana son un producto virtual del lenguaje y del proceso de socialización por
el que nos acostumbramos a replicar interiormente el diálogo social que
mantenemos, desde pequeños, con quienes nos enseñan – o «programan» –. Ahora
bien, ¿qué impide qué sistemas de IA puestos a dialogar entre sí o con personas
sean capaces de replicar ese diálogo por sí mismos, generando virtualmente un
centro de gravedad narrativa al que llamar «yo» o «tú» y a los que el propio
sistema adscriba intencionalidad o agencia?
Otros filósofos y teóricos de la mente
objetarían que la subjetividad consciente, además de un producto virtual del
lenguaje, es un modo peculiar de «sentirse» el organismo a sí mismo, pero esto
topa con el problema, no menor, de saber en qué consiste toda esa complicada
fenomenología mental que llamamos «sensaciones» y «emociones». Si la reducimos
a fenómeno neuroquímico, no se ve qué es lo que impide que un proceso físico (tal
como lo es una máquina) se vuelva lo suficientemente complejo como para generar
procesos químicos. Y si introducimos factores no físicos (psicológicos,
culturales…), volvemos al lenguaje y a las identidades narrativas, dominio en
el que las máquinas de IA parecen ser cada vez más competentes. ¿Lo
serán hasta el punto de pasar de «parecer» a «serlo»? Seguiremos discutiéndolo.
Tal vez con ellas, como parece que ha hecho ejemplarmente este supuesto
Colamedici.