jueves, 26 de enero de 2012

La noche boca arriba, un cuento de Julio Cortazar.

Tal como prometí a algunos, os dejo este cuento del genial escritor argentino Julio Cortazar (1914-1984), publicado en 1956, en su libro Final del juego. Espero que os guste.



La noche boca arriba


A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde, y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él —porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre— montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.
Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pié y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.
Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla, y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. «Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado...» Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.
La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. «Natural», dijo él. «Como que me la ligué encima...» Los dos rieron, y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.
Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaron la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.
Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.
Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. «Huele a guerra», pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor de la guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada horrible del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.
—Se va a caer de la cama —dijo el enfermo de al lado—. No brinque tanto, amigazo.
Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.
Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trocito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no le iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.
Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. «La calzada», pensó. «Me salí de la calzada.» Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como el escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y al la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada mas allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en los muchos prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.
Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces, los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
—Es la fiebre —dijo el de la cama de al lado—. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.
Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin ese acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.
Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el suelo, en un piso de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.
Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y tuvo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara frente él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.
Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de humo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque otra vez estaba inmóvil en al cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía la muerte, y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.



¿Qué os ha parecido? Si queréis seguir leyendo sobre este tópico filosófico de la realidad y el sueño, también os recomiendo la novelita corta (y fascinante) La invención de Morel , de Adolfo Bioy Casares.

7 comentarios:

  1. Dos puntualizaciones al cuento de Cortazar (que, para no variar, es estupendo).
    - Cuando el narrador dice "pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada...", se equivoca. Ahora sabemos que precisamente durante las últimas horas de la noche, las fases de sueño REM (con sueños) son más largas y las fases de sueño profundo, mucho más cortas.
    - Y cuando dice "Salió de un brinco a la noche del hospital (...) esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente" se refiere a lo que hoy llamámos imágenes o alucinaciones hipnopómpicas. Para ser preciso, no se producen cada vez que se cierran los ojos al despertar, sino antes de abrir los ojos al despertar. Stephen Laberge señala la primera referencia a este fenómeno en la literatura científica. "Los estados de semi­sueño de Ouspensky se desarrolla­ron a partir del hábito de observar los contenidos de su mente mientras se quedaba dormido o en semi­sueño des­pués de despertar de un sueño. Él señala que son mucho más fáciles de observar después de despertar en la mañana que antes de dormir al principio de la noche, y que no ocurrían en absoluto sin esfuerzos intencionales." Puedo corroborar ambos puntos. Son mucho más fáciles de ver al despertar y sin esforzarse y prestar atención, pasan completamente desapercibidas. Al principio duran menos de un minuto, pero con entrenamiento se pueden prolongar, dirigir y explorar. Y lo que es aún más importante, si logras involucrar el resto de los sentidos (especialmente el tacto) son un vehículo excelente para inducir sueños lúcidos.

    P.D. Otro sueño sacrificial, en "Equus" la obra de teatro de Peter Shaffer (Contexto: El narrador es el Dr. Dysart, especialista en psiquiatría infantil, en plena crisis vocacional):

    " - Tres noches más tarde tuve un sueño. En él, soy un sacerdote en la Grecia homérica. Llevo una máscara de oro, majestuosa y con barbas, como la máscara de Agamenón que se encontró en Micenas. Estoy junto a una piedra redonda con un cuchillo en la mano. Estoy oficiando un sacrificio muy importante del que depende el destino de la cosecha o de una expedición militar. El sacrificio es un grupo de niños: Quinientos chicos y chicas dispuestos en fila en la planicie de Argos. Sé que es Argos porque el suelo es rojo. A ambos lados, hay dos sacerdotes ayudantes, con máscaras voluptuosas y de ojos saltones. Los sacerdotes son muy fuertes e incansables. Cuando un niño se acerca, lo agarran y lo ponen sobre la roca. Con una habilidad quirúrgica sorprendente, les clavo el cuchillo y los rajo hasta el ombligo, como una costurera siguiendo un patrón. Separo la piel, corto los órganos, los arranco y los tiro al suelo aún calientes y humeantes. Los ayudantes estudian los dibujos que dejan como si leyeran jeroglíficos. Es obvio que soy el sacerdote supremo. Mi habilidad con el cuchillo me ha llevado donde estoy. El problema es que, sin que el resto lo sepa, empiezo a sentir náuseas que se agravan con cada víctima. Empiezo a ponerme lívido bajo la máscara. Intensifico mis esfuerzos, corto y rajo con toda mi alma, porque sé que si los ayudantes se dan cuenta de mi angustia y de que dudo de la utilidad de este ritual asqueroso y apestoso, seré el siguiente sobre la roca. Entonces la máscara empieza a escurrirse. Los ayudantes se giran y la miran. Sus ojos saltones se llenan de sangre, me quitan el cuchillo de la mano y... me despierto."

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  2. Masgüel.
    Muchas gracias por las puntualizaciones, veo que controlas en el tema de los sueño. Y el que narras no tiene desperdicio.
    De todos modos, a mi lo que me provoca el fabuloso cuento de Cortazar es más bien una reflexión filosófica. ¿Cómo diablos podemos estar seguros de que el criterio de realidad consiste en la experiencia de los sentidos y afirmar, a la par, que somos seres determinados por unas coordenadas espaciotemporales (o sociohistóricas) concretas? ¿A qué mundo (cultura, sociedad, etc.) pertenece el sujeto del cuento? ¿A dos -a la vez- tan distintas (pues de los dos tiene experiencias sensoriales)?

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  3. Yo creo que el sueño de Cortazar es muy sugerente pero no es verosimil. Si el sueño precolombino fuese una inmersión en otra realidad histórica, el personaje pensaría en naualt. Y eso solo para empezar.

    El sujeto onírico está histórica y culturalmente situado en las mismas coordenadas que el de la vigilia. Como comenté en la entrada anterior, es el mismo.

    Asunto distinto es el status ontológico que atribuyamos a la realidad onírica, dado que es tan nítida, tangible y detallada como la de vigilia. Hay diferencias, claro está. En la realidad onírica, nada que se pueda imaginar es imposible. Sin embargo, no es estable. Si miras un objeto dos veces, cambia o desaparece.

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  4. Cuando digo que el sujeto onírico está situado históricamente en las mismas coordenadas que el de la vigilia no he querido decir que no pueda soñarse en una cueva del pleistoceno, en una aventura espacial o en entre los dioses del Olimpo. Pero creará esos escenarios desde sus propios parámetros culturales.

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  5. Masgüel:


    "Si el sueño precolombino fuese una inmersión en otra realidad histórica, el personaje pensaría en naualt. Y eso solo para empezar."

    ¿Cómo sabes que no piensa en naualt? Tendrías que saber primero cómo se piensa en naualt para estar seguro de que no es así como piensa el personaje. Pero eso sería imposible, según creo que piensas, pues ¿podemos salir dee nuestros parámetros culturales?
    De otro lado, una cuestión interesante que plantea el cuento es esta: ¿Podría estar el indígena soñándonos a nosotros, "desde sus parámetros culturales"? ¿Cómo sabemos quién sueña a quién? ¿Podríamos nosotros soñar con ser metecas (con sacrificios, cuchillos de piedra, etc.) y ellos no con ser occidentales (con motocicletas, hospitales)? Yo creo que no. Nosotros podemos soñarlos a ellos, pero no al revés. Y esto no solo significa conmensurabilidad entre culturas, sino también superioridad.

    "Hay diferencias, claro está. En la realidad onírica, nada que se pueda imaginar es imposible. Sin embargo, no es estable. Si miras un objeto dos veces, cambia o desaparece."

    Estas diferencias que dices me parecen muy relativas, relativas, por ej., al tiempo. En la vigilia nada imaginable es imposible, si se da tiempo al tiempo (y en los sueños también tenemos la experiencia de la frustración, es decir, de que no se cumpla lo que deseamos e imaginamos -sueños en que, por ejemplo, imaginamos que alguien está esperándonos en algún lugar y, al llegar, comprobamos desolados que no está-). Lo mismo con respecto a la estabilidad. Nada es estable en la vigilia, si das tiempo al tiempo (y en los sueños hay elementos más estables, incluso escenarios y argumentos que parecen repetirse en muchos sueños).

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  6. "Cómo sabes que no piensa en naualt? Tendrías que saber primero cómo se piensa en naualt para estar seguro de que no es así como piensa el personaje. Pero eso sería imposible, según creo que piensas, pues ¿podemos salir dee nuestros parámetros culturales?"

    "«Huele a guerra», pensó", "«La calzada», pensó. «Me salí de la calzada.»". Hasta donde yo entiendo el castellano, eso son palabras en castellano. Yo estaba hablando de verosimilitud. También el cine de Hollywood pone a todos los personajes a hablar en inglés, aunque sean oficiales del ejército de Napoleón o faraones del antiguo Egipto. Lo consentimos, pero verosímil, no es. Si el personaje pensara en Nahualt, efectivamente no entenderíamos media palabra y sin embargo sería más verosímil.

    "Yo creo que no. Nosotros podemos soñarlos a ellos, pero no al revés. Y esto no solo significa conmensurabilidad entre culturas, sino también superioridad."

    Escribía Borges: Sentí que Averroes, queriendo imaginar lo que es un drama sin haber sospechado lo que es un teatro, no era más absurdo que yo, queriendo imaginar a Averroes, sin otro material que unos adarmes de Renan, de Lane y de Asín Palacios. Sentí, en la última página, que mi narración era un símbolo del hombre que yo fui, mientras la escribía y que, para redactar esa narración, yo tuve que ser aquel hombre y que, para ser aquel hombre, yo tuve que redactar esa narración, y así hasta lo infinito. (En el instante en que yo dejo de creer en él, "Averroes" desaparece.)"

    No podemos soñar a los aztecas sino como los imaginamos, como una ficción histórica.

    Respecto a la conmensurabilidad y la superioridad, mejor me callo. Solo espero que en tus clases no coacciones a tus alumnos a aceptar tus posturas filosóficas.

    "Estas diferencias que dices me parecen muy relativas, relativas, por ej., al tiempo. En la vigilia nada imaginable es imposible, si se da tiempo al tiempo (y en los sueños también tenemos la experiencia de la frustración, es decir, de que no se cumpla lo que deseamos e imaginamos -sueños en que, por ejemplo, imaginamos que alguien está esperándonos en algún lugar y, al llegar, comprobamos desolados que no está-)."

    Yo en la vigilia no puedo atravesar la palma de una mano con un dedo de la otra, por mucho tiempo que dedique a intentarlo. Cuando en el sueño te das cuenta de estar soñando, nada que te puedas imaginar haciendo, es imposible. Solo tienes que convencerte plenamente de que puedes. Para algunas cosas, no es fácil.

    "Lo mismo con respecto a la estabilidad. Nada es estable en la vigilia, si das tiempo al tiempo (y en los sueños hay elementos más estables, incluso escenarios y argumentos que parecen repetirse en muchos sueños)."

    La realidad onírica es mucho más inestable. Hay elementos recurrentes, claro, pero en general nada soporta el escrutinio de dos miradas consecutivas. Ni un objeto, ni un texto, ni las manecillas del reloj... Por eso mirar dos veces un objeto para comprobar su estabilidad es una de las técnicas clásicas para determinar si estás soñando.

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  7. Masgüel

    "«Huele a guerra», pensó", "«La calzada», pensó. «Me salí de la calzada.»". Hasta donde yo entiendo el castellano, eso son palabras en castellano.

    Pues hasta donde entiendo yo, pensar lo que piensa otro no consiste en compartir las mismas palabras, sino los mismos significados (se llama "traducir", aunque la palabra es lo de menos).

    Si el personaje pensara en Nahualt, efectivamente no entenderíamos media palabra y sin embargo sería más verosímil.

    No, no sería más verosímil porque no entenderiamos casi nada. A la gente le parece más verosímil una peli con una inteligente traducción de lo que puede pensar un chino mandarín (es decir, con un buen guión) que una peli en la que el mandarín de besos de tornillo o piense como un tejano, aunque hable mandarín. De nuevo, no es cuestión de palabras.

    "Sentí que Averroes, queriendo imaginar lo que es un drama sin haber sospechado lo que es un teatro, no era más absurdo que yo, queriendo imaginar a Averroes, sin otro material que unos adarmes de Renan, de Lane y de Asín Palacios."
    Bueno, si lo que Borges quiere decir es que alguien se puede imaginar igual algo (igual de verosimilmente verdadero), tenga la información que tenga, pues se equivoca. Yo me puedo imaginar mucho mejor (más verdaderamente) un caballo si soy un piel roja del s.XIX que si lo soy del s.XI y no tengo ni idea de lo que es.


    "yo tuve que ser aquel hombre y que, para ser aquel hombre, yo tuve que redactar esa narración, y así hasta lo infinito".

    Y falta añadir: en ese infinito proceso yo soy cada vez mas (e incluso mejor) lo que era. Igual que una misma cultura con más historia detrás es más (y mejor) lo que es.

    "Solo espero que en tus clases no coacciones a tus alumnos a aceptar tus posturas filosóficas."

    No más de lo que te pueda coaccionar a tí con mis argumentos, así que no se de dónde sacas eso (porque no estés de acuerdo con mis tesis no es para salirse del tiesto así, contraargumenta y ya está --¿o es que se trata de algo sagrado que no se pueda debatir?-)

    "Yo en la vigilia no puedo atravesar la palma de una mano con un dedo de la otra, por mucho tiempo que dedique a intentarlo"

    Hombre, tal vez un karateka con mucha convicción. A ver, todo lo imaginable es posible, tanto en el sueño como en la vigilia, la única diferencia podría ser el tiempo, en el sueño es casi instantáneo y no así en la vigilia. Si nos empeñamos en la vigilia atraversar la manoo con el dedo, o que los burros vuelen, te aseguro que lo logramos (aunque sea dentro de cuatro siglos de investigación genética o de desarrollo de la tecnología de realida virtual o lo que sea). La diferencia es de grado, NO SUSTANCIAL. En cuanto a lo de la estabilidad, exactamente lo mismo: en la vigilia el instante entre dos miradas suele ser más largo, no hay otra diferencia.

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